TELÉFONO DE LA ESPERANZA
Hace unos días, la
Diputación de Gipuzkoa concedió el Premio al
Voluntario 2011 al Teléfono de la Esperanza. Os lo
merecéis, amigas y amigos anónimos. No lo hacéis
para ganar ningún premio ni en este mundo ni en el
otro. Nunca aparecéis en los telediarios, y nunca se
habla de vosotros en los periódicos. Pero ¿qué sería
de nuestro mundo sin gente como vosotras/os?
¡Gracias!
(Honremos, de paso, al
inventor del teléfono, Antonio Meucci que, hace algo
más de 150 años, construyó un artefacto para
conectar su oficina con su dormitorio, dos pisos más
arriba, donde yacía su esposa sufriente. Por nada
hubiese podido imaginar que, en muchos lugares del
mundo, pronto habría más teléfonos que personas, y
menos aun podría entender que a pesar de todo
estamos más solos que nunca)
El Teléfono de la
Esperanza sigue fiel al propósito de quien lo
inventó. Es el teléfono puesto al servicio de la
escucha del que desespera, de la atención al que
sufre, de la compañía al que se siente solo,
terriblemente solo, aunque tal vez esté rodeado de
gente y conectado con todo el mundo.
"Aquí el Teléfono de la
Esperanza, ¿en qué puedo ayudarle?". Así empieza
todo, aunque la historia empieza antes, al otro
lado, todavía mudo. “Aquí el Teléfono de la
Esperanza”. ¡Benditas palabras! ¡Benditas las manos
que, con temerosa determinación, descuelgan el
teléfono y lo acercan al oído! ¡Benditos los labios
que, inseguros, tal vez temblorosos, se resuelven a
pronunciar esas palabras: “¿En qué puedo ayudarle?”.
Es como un ancla salvadora lanzada al otro lado, sin
ni siquiera saber todavía a dónde.
¿Quién está al otro lado
oscuro? Alguien al borde del abismo. Pero es como
si, de repente, un ángel le rozara, como si un ángel
le tendiera la mano, como si un ángel le dijera con
infinita dulzura: “¡Oh! ¿Qué te pasa, amiga, amigo
mío? ¿Qué te duele?”. Y con esas palabras puede
empezar otra historia.
La esperanza se abre
camino a través de todo un equipo de psicólogos,
abogados, psiquiatras, educadores y familiares.
Todos voluntarios. Es como una gran posada en el
mundo, donde tantos desalentados recuperan el
aliento.
Es como aquella pequeña
posada del buen samaritano cerca de Jericó. Alguien,
malherido al borde del camino, siente que no está
solo, que nunca lo estará, aun cuando ya no pueda
más y se precipite sin remedio al fondo del abismo.
También allí, Alguien se inclina y le dice al oído y
al corazón: “No tengas miedo, estoy contigo”.
El milagro sucede cada
día, 24 horas al día, 365 días al año, aunque nadie
lo sepa, aunque no lo certifique ninguna comisión
vaticana ni conste en ningún proceso de
beatificación, que no sé qué tienen que ver con los
auténticos milagros, los de la vida a cada hora. Es
un milagro que un náufrago de la vida, en medio de
su angustia, con el pequeño resto de fe que aún le
queda, marque un número llamado “de la Esperanza”
porque sabe que en alguna parte queda todavía
compasión y escucha.
Ha sucedido más de 4
millones de veces, durante 40 años, desde que
Serafín Madrid, un hermano de la Orden Hospitalaria
de San Juan de Dios, fundara el Teléfono de la
Esperanza en Sevilla en 1971. Era un hombre libre,
era un buen samaritano, que nunca dio un rodeo para
evitar al herido.
Era un discípulo de
Jesús que decía: “Yo solo me arrodillo ante Dios y
ante el sufrimiento de los más débiles”. Cada vez
que se arrodillaba ante Dios, era para atender a un
herido. Cada vez que se arrodillaba ante un herido,
se arrodillaba ante Dios. Eso es el Evangelio. Y no
hay otro milagro. En realidad, todo es milagro
cuando es para bien, y el bien está en todo, a pesar
de todo.
El oído, por ejemplo, es
un milagro tan maravilloso como la más
extraordinaria curación de Lourdes (la única
diferencia es que se repite más veces): que las
ondas sonoras sean recogidas en nuestras orejas y
transmitidas al tímpano y que el tímpano vibre y que
las vibraciones se comuniquen, mediante una cadena
de huesecillos llamados martillo, yunque y estribo,
hasta la trompa de Eustaquio, y que, al pasar por
los líquidos del caracol o cóclea que es un sistema
de tubos enrollados, activen las células pilosas y
que éstas transformen las ondas sonoras en impulsos
eléctricos y los transmitan al nervio auditivo, y
que éste lleve la información al cerebro y que el
cerebro lo interprete como rumor de la lluvia o
silbido del viento, como cello de Bach o tu nombre
propio… ¿no es eso maravilloso?
Pues todo eso no es
todavía más que el oído. La escucha es todavía más
maravillosa. “Escuchar” viene del latín
“auscultare”, que significa inclinar la oreja. Y ése
es el arte del teléfono de la esperanza. El que
escucha no pregunta, no inquiere, no juzga. No
ofrece soluciones, ni siquiera da consejos, o no
tiene por qué. Simplemente, se inclina y acoge al
que habla, como un ángel de la guarda. Y ahí se
produce el mayor milagro. Las ondas sonoras que eran
gemidos de soledad y angustia vuelven convertidas en
Espíritu de consuelo y esperanza.
Así es el misterio de
Dios. “Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy
humilde y pobre” (Sal 85,1). Es una forma de hablar,
pues Dios no se hace rogar como un señor. Dios es la
más pura condescendencia que se inclina y escucha.
Necesitamos ser escuchados.
E. Schillebeeckx, uno de
los mayores teólogos del siglo XX, escribió que toda
nuestra vida, la historia entera desde un comienzo
desconocido hasta el fin que ignoramos, es como un
largo relato que Dios escucha estremecido sin
atreverse a interrumpir. Dios es esa escucha
estremecida que sostiene. Y decir “silencio de Dios”
es una forma de decir el infinito respeto, la
infinita acogida. Como esta tarde silenciosa. Y sí,
creemos que esa escucha infinita hecha de respeto y
acogida es capaz de transformar nuestras historias y
toda la historia.
Mira el icono de la
Trinidad de Rublev, de 1425. Representa la escena de
aquella misteriosa visita que recibió Abrahán en el
encinar de Mambré y que nos cuenta el capítulo 18
del Génesis. ¿Es Ella o es El? ¿Es uno o son tres?
No se sabe. Abrahán corre a saludarlo(s), o a
saludarla(s).
Aparentemente, Rublev ha
eliminado de su icono a Abrahán y a Sara, y solo
representa a tres ángeles, a Dios en forma de tres:
el uno es soledad, el dos es separación, el tres es
comunión en la diferencia y el respeto. Mira con qué
infinita tristeza se dirige y habla el ángel del
centro (“Dios Padre-Madre”) al ángel de la
izquierda, con qué reverente atención escucha el
ángel de la izquierda (“el Hijo”) y con qué dulzura
maternal consuela a ambos el ángel de la derecha
(“el Espíritu Santo”). Dios es escucha infinita,
pero también infinita necesidad de escucha.
Pero ¿dónde están
Abrahán y Sara en ese icono? Hablan, se escuchan, se
aman dentro de la tienda. Y luego nació Isaac, el
“hijo de la risa”, y siguió la historia.
José Arregi
Parar orar
¿EN QUÉ CONSISTE EL AMOR?
Abrir los ojos para ver la verdad desnuda
del hermano, y entonces no juzgar,
sino abrazar.
Abrir los labios para hablar
sin estridencias ni doblez,
sin trampa ni vacío
anudando vidas
con verso sincero.
Desear, con deseo apasionado, no exigente,
caricias, fiestas, alivio,
pan sin hambres
baile sin soledad
justicia sin víctimas
memoria sin rencor.
Ser locos en los anhelos
y cuerdos en los caminos.
Hacernos vulnerables.
Creer que Dios se derrama, infinito,
en Espíritu y verdad,
en tantos recodos de la historia
y de las vidas.
Y aprender de Él a ser
alfareros de otra belleza,
viñadores de humanidad nueva,
pacientes en la espera del hijo
pródigo,
samaritanos con corazón de carne,
y buena noticia viva.
En eso consiste el amor.
José María Olaizola, SJ