EL SERMÓN DE MONTESINOS
Este artículo fue escrito y
publicado en Deia el domingo 18 de diciembre de
2011. Por razones de espacio no pudimos reproducirlo
en su momento.
El próximo miércoles, 21 de diciembre, celebramos,
aunque no se nombre, el quinto centenario de la
primera proclamación de los derechos humanos. Hace
500 años no existía la ONU, que se fundó con muy
buena intención, para no permitir que cometieran
atrocidades unos pueblos contra otros, y proclamó la
Carta Universal de los Derechos Humanos, aunque
luego apenas se ha notado. Hace 500 años también
había atrocidades, y algunas de las más horribles
tenían lugar en los pueblos de América, de la mano
de cristianos y en nombre de Dios.
Pero el 21 de diciembre de 1511, levantó su voz un
fraile dominico, Antonio de Montesinos, recién
llegado del convento de San Esteban de Salamanca.
Quiero recordarlo, porque es para no olvidar, por lo
que entonces pasó y por lo que sigue pasando.
Sucedió en una iglesia de la isla La Española –hoy
República Dominicana y Haití–, adonde Cristóbal
Colón había llegado apenas 20 años antes, pensando
que llegaba a la India por el Oeste, para que la
ruta del comercio fuera más breve y las ganancias
más abundantes.
La iglesia se hallaba repleta de soldados, capitanes
y regidores, de encomenderos laicos o clérigos, de
repartidores y pacificadores (es decir,
conquistadores), y de toda suerte de señores que
explotaban con idéntica avidez, siempre insaciable,
las minas de oro y plata de La Española.
Se celebraba el cuarto domingo de Adviento, vísperas
de Navidad. Allí se encontraba el mismísimo virrey
Diego Colón, hijo primogénito de Cristóbal Colón.
Se acababa de leer en latín, para que nadie lo
entendiera, el texto del evangelio que cuenta cómo
el Sanedrín judío envió una comisión de sacerdotes
adonde Juan el Bautista, que alteraba el orden con
su predicación subversiva, a preguntarle: “¿Tú quién
eres?”. Y él les respondió: “Yo soy la voz que clama
en el desierto: ‘Preparad el camino al Señor’” (Juan
1,23).
Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Se
santiguó en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, es decir, en el nombre de la Vida:
la Madre de la Vida, el Fruto de la Vida, el Futuro
de la Vida. Se sacudió de encima la prudencia del
momento, la consideración del auditorio, el criterio
de los intereses, el miedo de los poderosos. Invocó
al Espíritu de la rebelión y del consuelo, y comenzó
a traducir en román paladino el sermón del Bautista
(cito sus palabras textuales):
“Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y
en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que
usáis con estas inocentes gentes.
Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en
tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios?
¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables
guerras a estas gentes que estaban en sus tierras
mansas y pacíficas, donde tantas infinitas de ellas,
con muertes y estragos nunca oídos, habéis
consumido?
¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles
de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los
excesivos trabajos que les dais incurren y se os
mueren y por mejor decir, los matáis, por sacar y
adquirir oro cada día?
¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?
¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros
mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Cómo estáis en tanta
profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened
por cierto que en el estado en que estáis no os
podéis más salvar que los moros o turcos que carecen
o no quieren la fe de Cristo”.
Diego Colón y todos los notables salieron
indignados. También salió indignado Bartolomé de Las
Casas, pero cuatro años después se convirtió, es
decir, cambió de manera de pensar y de sentir, se
hizo dominico, fue nombrado obispo de Chiapas y
llegó a ser “el defensor de los indios”, y a él
debemos la crónica del sermón de Montesinos.
Salieron, pues, y reprendieron duramente a la
comunidad de dominicos. El sermón de fray Antonio
era intolerable. Debía retractarse públicamente de
todas y cada una de aquellas acusaciones. Los
frailes se reunieron en capítulo.
Al domingo siguiente, ya en plena Navidad, fray
Antonio de Montesinos volvió a subir al púlpito y,
según lo acordado en el capítulo conventual, volvió
a predicar de la misma manera, defendiendo la
dignidad, la humanidad, la libertad, la vida de los
indios.
Montesinos molestaba y al final lo mataron, como
suele suceder. Y a este mártir nadie lo ha
proclamado santo, como también suele suceder. Pero
en el malecón del paseo marítimo de la ciudad de
Santo Domingo se levanta su estatua de bronce de 15
metros de altura, frente al mar Caribe, en ademán de
gritar a todo el Viejo Mundo de ayer y de hoy, con
los ojos encendidos, los músculos de la cara tensos,
la mano derecha apoyada en el púlpito y la izquierda
ahuecada junto a la boca haciendo de altavoz.
Frente a las límpidas aguas verdes y turquesas del
Caribe, con sus arrecifes de 60 tipos de corales,
con sus 500 especies de peces, allí sigue el fraile
Montesinos, denunciando la cruel historia sufrida
por los pueblos de Cem Anahuac (“Tierra
rodeada de aguas” en la lengua de los aztecas) o de
Abya Yala (“Tierra de la vida” en la lengua
de los Kuna de Panamá y Colombia), que los
conquistadores llamaron “Nuevo Mundo” como si ellos
lo acabaran de crear, cuando era que lo estaban
destruyendo.
Allí sigue fray Antonio Montesinos denunciando las
atrocidades cometidas por los reinos cristianos de
Dakota a Patagonia. Allí sigue delatando todas las
conquistas realizadas bajo pretexto de
evangelización y todas las evangelizaciones llevadas
a cabo al amparo de la conquista y de la
colonización.
Allí sigue siendo la voz del 95% de la población
indígena que, en poco más de 100 años, fue
exterminado por las armas y por las epidemias de
viruela, tifus, gripe, difteria o sarampión llevadas
por los europeos; la voz de las culturas destruidas,
la mexicana, la maya, la incaica y tantas otras: las
lenguas, el arte, los mitos, los ritos, los templos;
el clamor de muchos millones de africanas y
africanos capturados y trasladados a la tierra de
las aguas y de la vida para ser esclavos y morir.
Fray Antonio Montesinos no hablaría hoy de pecado
mortal, de moros, de turcos y de infierno, pero
seguiría diciendo:
“¡Escuchad, hermanas, hermanos todos! Escuchad la
voz de los innumerables muertos, de los incontables
esclavos de la tierra. Escuchad la voz de la
historia, la voz del futuro. Escuchad la voz de las
selvas, la voz de los mares, la voz de los aires.
Escuchad la voz del Nuevo Mundo posible y necesario.
Escuchad la voz de la justicia, la voz de la
misericordia. Escucha la voz de la Vida, la voz de
Dios. ¡Escuchad y convertíos!
Si no os convertís, nadie sobrevivirá, tampoco
vosotros sobreviviréis. Pero, hermanas, hermanos,
¡por amor de Dios!, permitid que la Vida viva y sea
feliz. Permitid que los ángeles puedan seguir
cantando en la Nochebuena. Permitid que los niños
sigan cantando villancicos verdaderos por todas las
calles. Permitid que soñemos junto con el niño Jesús
de Belén, y que, junto a él, podamos derramar dulces
lágrimas de ternura y esperanza de un mundo nuevo”.
José Arregi
Para orar
Unidos en la memoria
de la Pascua del Señor,
volvemos a la Historia
con una deuda mayor.
Unidos en la memoria
de la Antigua Sujeción,
juramos la Victoria
sobre esta nueva sumisión.
América Amerindia
todavía en la Pasión,
un día esta tu Muerte
tendrá Resurrección.
La Pascua que comemos
nos nutre de provenir,
seremos en tus Pueblos
el Pueblo que ha de venir.
Los Pobres de esta Tierra
queremos inventar
esa Tierra-sin-males que viene
en cada mañana.
¡“Uirás” siempre en la búsqueda
de la Tierra que vendrá…
Maíra en los orígenes,
en el fin, Marana-tha!
Pedro Casaldáliga
(“Canto final”, Misa de la Tierra sin males)