EVANGELIOS Y COMENTARIOS     

                             
                              

 

                            

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Mt  27, 11-54

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¿QUÉ VEMOS AL MIRAR LA CRUZ?

 

 

Tras la sensación de “fracaso” y el “escándalo” –más el sentimiento de pérdida afectiva- que debió suponerles la ejecución de su Maestro, los discípulos tuvieron que recurrir a sus libros sagrados, en busca de una “explicación” que les permitiera hallar algo de coherencia en todo lo ocurrido.

 

En esa búsqueda, encontraron los cantos del Siervo de Yhwh (del libro de Isaías 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12)    quien, siendo inocente, “carga” sobre sí –dentro de una conciencia corporativa-, el pecado del pueblo, para beneficio del conjunto. De un modo similar –vendrá a concluir la primera comunidad cristiana-, Jesús es el inocente que voluntariamente, y en nuestro beneficio, ha querido cargar con culpas que eran nuestras.

 

Hoy somos bien conscientes de que esta lectura habría de dar lugar más tarde a toda una doctrina de la redención marcada por las ideas del pecado, la culpa, la expiación y el sacrificio vicario, que tan negativamente marcó nuestra tradición cristiana, desfigurando incluso lo más nuclear del evangelio.

 

Junto con esos cantos, los discípulos encontraron también en el Salmo 22 una especie de “retrato” de la misma ejecución de Jesús. No es casualidad que Marcos –el relato más antiguo de la Pasión, de los que han llegado a nosotros- articule toda su narración en torno a ese mismo Salmo, que empieza con estas palabras –las únicas que Marcos pone en boca del crucificado-: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

 

Seguramente no fueron palabras pronunciadas por Jesús: alguien que está muriendo asfixiado por el tormento de la cruz no tiene ánimo para hablar; tampoco los discípulos habrían podido estar cerca –los romanos establecían una gran distancia con respecto a los condenados- para escucharlas. Más bien, cada evangelista pone en boca de Jesús aquellas palabras que, según ellos, expresarían su vivencia más profunda.

 

Pues bien, Marcos recurre a este salmo, y Mateo –en el texto que leemos este año- lo copia. Sólo Lucas y Juan introducirán nuevas expresiones, hasta sumar en total “siete”.

 

El salmo 22, a pesar de que su inicio suena como un grito de desesperanza, es en realidad una oración confiada. Por otro lado, las alusiones del relato de Marcos y Mateo nos hacen pensar que la escena del Calvario nos es contada al trasluz del mismo. (Adjunto, al final de este comentario, el texto del Salmo 22, subrayando en cursiva aquellas expresiones que expresan confianza, y en negrita, aquellas otras que reaparecen, casi literalmente, en la narración de los evangelistas).

 

En el relato de Mateo, se aprecia también un interés claro por cargar las culpas sobre los judíos –particularmente, la autoridad religiosa-, exculpando a los romanos –Pilato se declara inocente de esa muerte, que atribuye a la envidia de quienes se lo entregaron-. Es fácil suponer que las primeras comunidades, allá por los años 70-80, no querían enemistarse con las autoridades romanas.

 

Por lo demás, llama la atención el recurso a la ironía en medio del drama. Tanto lo que hacen los soldados –en sus injurias a Jesús, al que han vestido como “rey”, con el manto de púrpura, la corona de espinas y la caña como cetro-, como las burlas al pie de la cruz –“si es el Hijo de Dios…”-, y el texto del letrero colocado sobre ella –“el rey de los judíos”- están diciendo la verdad sobre Jesús, más allá de la intención de sus autores.

 

La muerte de Jesús viene acompañada de signos apocalípticos: las tinieblas, el temblor de la tierra, la apertura de tumbas… hablan del final de los “tiempos viejos” y del nacimiento de algo nuevo. Así es como los discípulos entendieron la muerte de su Maestro.

 

Más en concreto, el desgarrarse el velo del Templo contiene una doble lectura: por un lado, se dice que es final del culto religioso (del templo); por otro, se afirma que, gracias al crucificado, todos los humanos tienen acceso directo a Dios (el velo aislaba el “Sancta Sanctorum”, lugar reservado exclusivamente al sacerdote).

 

Y termina el relato con la proclamación de fe –“realmente éste era Hijo de Dios”- por parte de la comunidad pagana, representada por el centurión y los soldados. Mateo ha ampliado el texto de Marcos, en el que es únicamente el centurión quien pronuncia esas palabras.

        

Al hilo del relato y del contenido teológico que los evangelistas quieren transmitirnos por medio de él, su lectura nos recuerda a los cristianos que somos seguidores de un Crucificado. Lo cual encierra diversas consecuencias, entre las que me parece importante –sin pretensión de ser exhaustivo- destacar las siguientes:

 

  1. Denuncia. La cruz nos habla de una alianza de poderes, religioso y político, que acabaron cruelmente con la vida de un inocente. Eso ocurrió entonces y, por desgracia, a lo largo de toda la historia humana. Creer en el crucificado implica denunciar activamente todo tipo de atropello contra los inocentes.

 

  1. Compromiso. Para quienes creemos en Jesús, cualquier “crucificado” –sea cual sea el motivo de su cruz- es alguien sagrado, que reclama nuestra compasión activa y nuestra solidaridad eficaz. Como dice Jon Sobrino, no se puede creer en el crucificado de un modo coherente si no se está dispuesto a bajar de la cruz a quienes están en ella.

 

  1. Esperanza de vida. La cruz –que se complementa con el mensaje de la resurrección, con el que forma un único acontecimiento- proclama que la Vida no muere; que incluso en aquellas circunstancias en las que parece que todo es fracaso, la Vida se abre camino; ninguna muerte es el final.

 

  1. Enseñanza: cómo vivir la propia cruz. Para empezar, sabemos que, en rigor, no a todo sufrimiento podemos llamar “cruz”. Hay sufrimientos evitables, en nosotros y en los demás, contra los que tendremos que luchar; hay otros inevitables, que tenemos que aceptar; y hay otros, que son consecuencia de una opción de amor fiel: éstos son la “cruz”, y frente a ellos, la opción constructiva es la que apreciamos en Jesús: asumirlos lúcida, paciente y confiadamente. Así vivida, la cruz es fuente de vida; tal es el mensaje del crucificado: vivir como Dios quiere lo que Dios no quiere.

 

  1. Muerte del ego. En clave mística o transpersonal, la cruz significa la muerte del ego o, con más propiedad, el final de nuestra identificación con él. El ego o yo no es negativo –más aún, tendremos que cuidar que sea un yo psicológicamente integrado-; lo que resulta engañoso y destructivo es identificarnos con él. En esta clave, la cruz significa que sólo cuando deshacemos esa identificación salimos de la ignorancia y del sufrimiento inútil y puede emerger la Vida. La identificación se deshace, no luchando contra él –ni tampoco juzgándolo como algo negativo-, sino gracias a la comprensión de que somos infinitamente más que él; una comprensión que se nos regala en la medida en que, acallando la mente, nos experimentamos como la Conciencia pura de la que aquélla brota.     

 

Por todo ello, el relato de la cruz de Jesús está leyendo también nuestra propia vida y la vida de toda la humanidad. No se trata meramente de una referencia externa, sino de un mensaje de sabiduría permanente, que trasciende el tiempo y el espacio.

 

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SALMO    22

 

 

¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?,

¿por qué no escuchas mis gritos y me salvas?

Dios mío, de día clamo y no contestas;

de noche, y no me haces caso.

 

Tú estás en el santuario, donde te alaba Israel.

En Ti confiaban nuestros padres,

esperaban y Tú los librabas;

a Ti clamaban, y quedaban libres;

y en Ti esperaban, y nunca quedaron defraudados.

 

Pero yo soy un gusano, no un hombre:

afrenta de la gente, despreciado del pueblo;

al verme, se burlan de mí,

tuercen la boca, menean la cabeza:

“Acudió al Señor, que lo ponga a salvo,

que lo libre si tanto lo quiere”.

 

Porque fuiste Tú quien me sacó del vientre,

quien me mantuvo a salvo en los pechos de mi madre;

a Ti fui confiado desde el seno,

desde el vientre de mi madre eres mi Dios.

¡No te quedes lejos, pues se acerca la angustia

y nadie me socorre!

 

Me acorralan novillos a manadas,

me acosan toros de Basán;

abren contra mí sus fauces,

como leones que destrozan rugiendo.

 

Estoy como agua derramada,

todos mis huesos están descoyuntados;

mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas;

tengo la garganta seca como una teja,

y la lengua se me pega al paladar;

me has hundido en el polvo de la muerte.

 

Me acorralan mastines,

me cerca una banda de malhechores.

Me taladran mis manos y mis pies,

y puedo contar todos mis huesos;

me lanzan miradas de triunfo,

se reparten mis vestiduras,

echan a suertes mi túnica.

 

Pero Tú, Señor, no te quedes lejos,

fuerza mía, apresúrate a socorrerme;

libra mi vida de la espada,

mi única vida de las garras del mastín;

sálvame de las fauces del león,

y mi pobre ser de los cuernos del búfalo.

 

Contaré tu fama a mis hermanos,

en medio de la asamblea te alabaré:

“los que teméis al Señor, alabadlo;

glorificadlo, estirpe de Jacob,

temedlo, estirpe de Israel,

porque no miró con desprecio al humilde;

no le ocultó su rostro: cuando le pidió auxilió, lo atendió”.

 

Él será mi alabanza en la gran asamblea,

cumpliré mis votos en presencia de sus fieles.

Comerán los humildes y se saciarán,

y alabarán al Señor los que lo buscan:

“¡No perdáis nunca el ánimo!”.

 

Lo recordarán y volverán hacia Él

todos los confines de la tierra,

todas las naciones se postrarán ante Él.

Porque sólo el Señor reina, el gobierna a las naciones.

Ante Él se postrarán los grandes de la tierra,

ante Él se inclinarán todos los mortales.

 

Yo viviré para el Señor,

mi descendencia le rendirá culto,

hablarán de Él a la generación venidera,

contarán su salvación al pueblo por nacer,

diciendo: “El Señor actuó”.

 

 

Enrique Martínez Lozano

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