EVANGELIOS Y COMENTARIOS     

                             
                              

 

                            

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Mc 15, 1-41

(pinchar cita para leer evangelio)        

 

DOLOR, SUFRIMIENTO Y VIDA

 

 

Popularmente, el cristianismo es visto como la “religión de la cruz”. Lo que era uno de los elementos de tortura más temidos, en el que fue ejecutado Jesús, se habría de convertir en el símbolo por excelencia de sus seguidores.

 

Asumirlo como símbolo implicaba un grave riesgo. Porque si bien es cierto que la cruz podría verse como signo de una vida fiel que no retrocede ni ante la peor de las muertes –incluso como signo de solidaridad con todos los eliminados por el poder injusto y cruel-, no lo es menos que podría dar pie a una lectura dolorista de la muerte de Jesús, enalteciendo el sufrimiento y contaminando la misma imagen de Dios.

 

De acuerdo con esa lectura, Dios habría querido la cruz de Jesús como “precio” a pagar por el pecado de nuestros primeros padres. El propio Jesús se habría sometido voluntariamente a ello, y eso mismo lo habría convertido en nuestro “redentor”: redimidos o rescatados por su sangre.

 

En la simplicidad de ese esquema encontramos algunos elementos anudados de una manera peligrosa: pecado – culpa – castigo – el dolor como expiación – una “justicia divina” que exige expiación… Se trata, sin duda, de conexiones que se hallan grabadas en el inconsciente humano, individual y colectivo. El niño ha conocido, en mayor o menor grado, esa dinámica: culpa – castigo – expiación… Es comprensible que el mismo esquema se proyectara, de un modo automático, a las relaciones con Dios.

 

Al hacerlo, la imagen de Dios quedó falseada hasta el extremo blasfemo de presentarlo como un ser rencoroso, cuya “justicia” únicamente podría quedar reparada por el sacrificio cruento de una víctima infinita: su propio Hijo.

 

La vida, la práctica y el propio mensaje de Jesús quedaron también oscurecidos por aquel esquema. De hecho, su modo de vivir importaba poco, comparado con el sacrificio de la cruz, que era realmente la misión de su vida: padecer y morir para salvarnos.

 

El propio creyente llegaría a verse abrumado por la culpabilidad de la muerte de Jesús, que se decía debida a sus pecados, y abocado a una reparación en la que el dolor ocupaba el lugar más destacado. Es decir, si Dios mismo había elegido la cruz y si Jesús la había vivido como el medio idóneo para salvarnos, parecía evidente que el dolor tenía, por sí mismo, un valor indiscutible. La cruz significaba, en la práctica, la entronización del dolorismo.

 

A nadie se le escapa que el dolor toca fibras muy sensibles en el corazón humano, porque pone de relieve, a la vez, la propia vulnerabilidad, el miedo a sufrir y la cercanía sensible a quien padece. Estos factores, sumados a la ya nombrada “necesidad de reparación”, que suele habitar en el inconsciente humano, pueden explicar lo que la cruz ha llegado a significar en la conciencia de muchos creyentes durante siglos.

 

Todo ello parece estar detrás de las devociones que han surgido en torno a la cruz; la forma como se ha celebrado la Semana Santa; la relevancia de la cruz frente a la fe en la resurrección; la práctica de autoflagelaciones y otras “exaltaciones” dolorosas…

 

Frente a todos esas lecturas de la cruz, que no son evangélicas, sino que nacieron con posterioridad –fruto, a la vez, de proyecciones mentales y de determinadas circunstancias históricas y culturales-, me parece importante “rescatar” el núcleo del mensaje del evangelio en este punto, así como plantear adecuadamente el tema del dolor y del sufrimiento.

 

Por lo que se refiere al hecho de la cruz, parece claro que ni Dios ni Jesús la quisieron. Sólo la quiso el poder arbitrario –religioso y político-, que buscaba eliminar al maestro de Nazaret.

 

El poder tiende a acabar con aquellas personas que lo cuestionan: así fue en el pasado y así sigue siendo ahora (aunque los métodos se hayan modificado).

 

La cruz de Jesús, por tanto, se explica desde la arbitrariedad del poder. Ni Dios ama el dolor de sus hijos, ni Jesús era masoquista. Quizás pudo haberla evitado, huyendo o modificando su mensaje. En este momento de su vida, no hizo ni lo uno ni lo otro. En este sentido, puede decirse que Jesús asumió la cruz como consecuencia de su fidelidad.

 

Y éste parece ser el sentido cristiano de la cruz. No es cualquier dolor, sino aquél que es consecuencia de una opción de fidelidad o de amor.

 

Lo que el evangelio privilegia, por tanto, no es el dolor por el dolor, sino el amor y la fidelidad. El dolor, en cuanto tal, no tiene ningún valor: por sí mismo, ni salva ni redime. Lo único que salva y que construye es el amor…, que, tal como es nuestra condición, suele ir acompañado de dolor. De hecho, para quien se compromete en el amor sincero, el dolor aparecerá solo. A este dolor es al que puede llamarse “cruz”, cuando se vive apoyado en el mismo amor del que es consecuencia no buscada.

 

En toda la naturaleza, el dolor es una realidad inevitable y nuestra mente es incapaz de comprenderlo. Provocado o despertado por infinidad de factores, es la otra cara del placer. Hagamos lo que hagamos, el dolor aparecerá.

 

Frente a este dolor inevitable, la actitud sana no puede ser otra que la aceptación. Una aceptación que no es claudicación ni indiferencia, sino el reconocimiento lúcido de lo que en este momento se da. Tras esa aceptación inicial, podrá surgir alguna acción encaminada a resolverlo, en la medida de lo posible.

 

Pero si el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Y aparece cuando resistimos el dolor o cuando construimos “historias mentales” sobre él. El dolor, sea físico o emocional, es la realidad bruta, tal como se da; el sufrimiento, por el contrario, es consecuencia de nuestra actitud errónea ante el dolor. Mientras que el primero duele, pero no hace daño, este segundo enrarece y envenena nuestra vida.

 

Para hablar de esta diferencia, puede emplearse esta sencilla fórmula: S = D + R; (sufrimiento es igual a dolor más resistencia); o bien, S = D + Hªm (sufrimiento es igual a dolor más alguna “historia mental).

 

Es sabido que todo lo que se resiste, persiste. Y que la propia resistencia, al costreñir el dolor, incrementa el sufrimiento. La aceptación, por el contrario, crea un “espacio” en torno a él y, paradójicamente, logra que se alivie.

 

Pero es sobre todo cualquier historia mental que construimos sobre el dolor la que lo complica en extremo, impidiendo incluso su resolución. Las historias mentales pueden tomar la forma de cavilación, rumiación, dramatización, culpabilización, justificación, hundimiento… Sea de la forma que sea, todo ello provoca e intensifica el sufrimiento, introduciendo a la persona en un laberinto del que no saldrá mientras no se rinda ante la realidad.

 

Se trata, por tanto, de afrontar el dolor y de evitar el sufrimiento. Al hacer así, podemos vivir aquél como oportunidad de crecimiento. En ese sentido puede decirse que la cruz es fuente de vida: cuando la vivimos desde el amor y desde la aceptación. Como la vivió Jesús.

 

En la cruz, según las palabras que los evangelistas ponen en sus labios, Jesús experimentó, a la vez, abandono (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; a no ser que haya que entenderlo como la recitación del salmo 22, que en su conjunto es un salmo confiado) y confianza (“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”).

 

Son sensaciones profundamente humanas, que también nosotros podemos vivir en circunstancias difíciles o dolorosas: por un lado, soledad, angustia, sinsentido; por otro, confianza en la Realidad mayor, que trasciende la inmediatez de lo que nos ocurre.

 

Para el creyente en Jesús, la cruz es fuente de confianza: porque remite a la Vida que no muere (resurrección) y porque aprende del propio Jesús esa actitud confiada, que sabe abandonarse en el Misterio, incluso cuando no entiende nada.

 

Desde esta perspectiva, ver a Jesús en la cruz es una invitación a depositar el dolor en el Misterio, con la conciencia clara de que ese mismo Misterio constituye nuestra más profunda identidad, sin ningún tipo de distancia ni separación.

 

Al abrirnos así, el dolor puede vivirse como “puerta de entrada” a nuestra verdadera identidad, que está a salvo de él y no puede ser afectada. Percibimos el dolor en nuestro cuerpo o en nuestro psiquismo, y nos abrimos a conectar con quienes realmente somos, la Presencia consciente y amorosa “en quien somos, nos movemos y existimos”.

 

Esa Presencia que es –y que somos- nos libera de la identificación con el dolor, a la vez que nos “baña” de Luz, de Amor y de Plenitud. Solo necesitamos permanecer conectados a Ella, habiendo tomado distancia de la falsa identidad del ego, dándonos tiempo para dejarnos impregnar… hasta reconocernos en Ella.

 

A esa Presencia las religiones la han llamado “Dios”. Y, con frecuencia, se han dirigido a él como si de un ser separado se tratara. Reconociendo la legitimidad de una oración relacional, dirigida a Dios como a un “Tú”, el Espíritu parece conducirnos a reconocernos en Él en todo, sin ninguna separación, y percibirnos “conectados” a Él en todo momento.

 

Esa es la fuente de la paz…, tal como pone de manifiesto la hermosa reflexión de Pierre Teilhard de Chardin:

 

 

ADORA Y CONFÍA

 

“No te inquietes por las dificultades de la vida, por sus altibajos, por sus decepciones, por su porvenir más o menos sombrío.

 

Quiere lo que Dios quiere. Ofrécele, en medio de inquietudes y dificultades, el sacrificio de tu alma sencilla que, pese a todo, acepta los designios de su providencia. Poco importa que te consideres un frustrado si Dios te considera plenamente realizado; a su gusto. Piérdete confiado ciegamente en ese Dios que te quiere para sí. Y que llegará hasta ti, aunque jamás lo veas. Piensa que estás en sus manos, tanto más fuertemente agarrado, cuanto más decaído y triste te encuentres.

 

Vive feliz. Te lo suplico. Vive en paz. Que nada te altere. Que nada sea capaz de quitarte tu paz.

 

Ni la fatiga psíquica, ni tus fallos morales. Haz que brote, y conserva siempre sobre tu rostro, una dulce sonrisa, reflejo de la que Dios continuamente te dirige.

 

Y en el fondo de tu ser coloca, antes que nada, como fuente de energía y criterio de verdad, todo aquello que te llene de la paz de Dios. Recuerda: cuanto te reprima e inquiete es falso. Te lo aseguro en nombre de las leyes de la vida y de las promesas de Dios. Por eso, cuando te sientas apesadumbrado, triste, adora y confía…”

 

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(¿Cómo “entender” hoy la cruz, la salvación, la encarnación, la resurrección…? ¿Cómo hablar de Dios y de Jesús? He tratado de plantear los contenidos de la fe cristiana, “traduciéndolos” a nuestro “idioma cultural”, en el libro: “¿Qué decimos cuando decimos el Credo? Una lectura no-dual”, que acaba de publicar la editorial Desclée de Brouwer. Podéis ver la introducción y el índice en:

www.enriquemartinezalozano.com/libro10.htm

 

 

        

Enrique Martínez Lozano

                                                 www.enriquemartinezlozano.com

 

 

DOLOR, SOFRIMENT I VIDA

 

 

Popularment, el cristianisme és vist com la “religió de la creu”. Allò que era un dels elements de tortura més temuts, on va ser executat Jesús, esdevindria el símbol per excel·lència dels seus seguidors.

 

Assumir-lo com a símbol implicava un greu risc. Perquè si bé és cert que la creu podria veure's com a signe d'una vida fidel que no retrocedeix ni davant la pitjor de les morts –fins i tot com a signe de solidaritat amb tots els eliminats pel poder injust i cruel-, no ho és menys que podria donar motiu a una lectura dolorista de la mort de Jesús, enaltint el sofriment i contaminant la mateixa imatge de Déu.

 

D'acord amb aquesta lectura, Déu hauria volgut la creu de Jesús com a “preu” a pagar pel pecat dels nostres primers pares. El propi Jesús s'hi hauria sotmès voluntàriament, i això l’hauria convertit en el nostre “redemptor”: redimits o rescatats per la seva sang.

 

En la simplicitat d'aquest esquema trobem alguns elements lligats d'una manera perillosa: pecat – culpa – càstig – el dolor com a expiació – una “justícia divina” que exigeix expiació… Es tracta, sens dubte, de connexions que es troben gravades en l'inconscient humà, individual i col·lectiu. L’infant ha conegut, en major o menor grau, aquesta dinàmica: culpa – càstig – expiació… És comprensible que el mateix esquema es projectés, d'una manera automàtica, a les relacions amb Déu.

 

Al fer-lo, la imatge de Déu va quedar falsejada fins a l'extrem blasfem de presentar-lo com un ésser rancuniós, la “justícia” del qual únicament podria quedar reparada pel sacrifici cruent d'una víctima infinita: el seu propi Fill.

 

La vida, la pràctica i el propi missatge de Jesús van quedar també enfosquits per aquell esquema. De fet, la seva manera de viure importava poc, comparat amb el sacrifici de la creu, que era realment la missió de la seva vida: patir i morir per salvar-nos.

 

El propi creient arribaria a veure's aclaparat per la culpabilitat de la mort de Jesús, que es deia que era deguda als seus pecats, i abocat a una reparació en la qual el dolor ocupava el lloc més destacat. És a dir, si Déu mateix havia triat la creu i si Jesús l'havia viscuda com el mitjà idoni per salvar-nos, semblava evident que el dolor tenia, per si mateix, un valor indiscutible. La creu significava, en la pràctica, l’entronització del dolorisme.

 

A ningú se li escapa que el dolor toca fibres molt sensibles en el cor humà, perquè posa en relleu, alhora, la pròpia vulnerabilitat, la por a sofrir i la proximitat sensible a qui pateix. Aquests factors, sumats a la ja esmentada “necessitat de reparació”, que sol habitar en l'inconscient humà, poden explicar allò que la creu ha arribat a significar en la consciència de molts creients durant segles.

 

Tot això sembla estar darrere de les devocions que han sorgit entorn de la creu; la forma com s'ha celebrat la Setmana Santa; la rellevància de la creu enfront de la fe en la resurrecció; la pràctica de autoflagel·lacions i altres “exaltacions” doloroses…

 

Enfront de tots aquestes lectures de la creu, que no són evangèliques, sinó que van néixer amb posterioritat –fruit, alhora, de projeccions mentals i de determinades circumstàncies històriques i culturals-, em sembla important “rescatar” el nucli del missatge de l'evangeli en aquest punt, així com plantejar adequadament el tema del dolor i del sofriment.

 

Pel que es refereix al fet de la creu, sembla clar que ni Déu ni Jesús la van voler. Només la va voler el poder arbitrari –religiós i polític-, que buscava eliminar el mestre de Natzaret.

 

El poder tendeix a acabar amb aquelles persones que el qüestionen: així va anar en el passat i així segueix sent ara (encara que els mètodes s'hagin modificat).

 

La creu de Jesús, per tant, s'explica des de l'arbitrarietat del poder. Ni Déu estima el dolor dels seus fills, ni Jesús era masoquista. Potser va poder haver-la evitat, fugint o modificant el seu missatge. En aquest moment de la seva vida, no va fer ni una cosa ni l’altra. En aquest sentit, pot dir-se que Jesús va assumir la creu com a conseqüència de la seva fidelitat.

 

I aquest sembla ser el sentit cristià de la creu. No és qualsevol dolor, sinó aquell que és conseqüència d'una opció de fidelitat o d'amor.

 

El que l'evangeli privilegia, per tant, no és el dolor pel dolor, sinó l'amor i la fidelitat. El dolor, com a tal, no té cap valor: per si mateix, ni salva ni redimeix. L'única cosa que salva i que construeix és l'amor…, que, tal com és la nostra condició, sol anar acompanyat de dolor. De fet, per a qui es compromet en l'amor sincer, el dolor apareixerà sol. A aquest dolor és el que pot anomenar-se “creu”, quan es viu recolzat en el mateix amor del que és conseqüència no buscada.

 

En tota la naturalesa, el dolor és una realitat inevitable i la nostra ment és incapaç de comprendre'l. Provocat o despertat per infinitat de factors, és l'altra cara del plaer. Fem el que fem, el dolor apareixerà.

 

Enfront d'aquest dolor inevitable, l'actitud sana no pot ser altra que l'acceptació. Una acceptació que no és claudicació ni indiferència, sinó el reconeixement lúcid d’allò que en aquest moment es dóna. Després d'aquesta acceptació inicial, podrà sorgir alguna acció encaminada a resoldre'l, en la mesura del possible.

 

Però si el dolor és inevitable, el sofriment és opcional. I apareix quan resistim el dolor o quan construïm “històries mentals” sobre ell. El dolor, sigui físic o emocional, és la realitat bruta, tal com es dóna; el sofriment, per contra, és conseqüència de la nostra actitud errònia davant el dolor. Mentre que el primer dol, però no fa mal, el sofriment enrareix i enverina la nostra vida.

 

Per parlar d'aquesta diferència, pot emprar-se aquesta senzilla fórmula: S = D + R (sofriment és igual a dolor més resistència); o bé, S = D + Hªm (sofriment és igual a dolor més alguna “història mental”).

 

És sabut que tot el que es resisteix, persisteix. I que la pròpia resistència, al constrènyer el dolor, incrementa el sofriment. L'acceptació, per contra, crea un “espai” entorn del dolor i, paradoxalment, assoleix que s'alleugi.

 

Però és sobretot qualsevol història mental que construïm sobre el dolor la que ho complica en extrem, impedint fins i tot la seva resolució. Les històries mentals poden prendre la forma de cavil·lació, rumiament, dramatització, culpabilització, justificació, enfonsament… Sigui de la forma que sigui, tot això provoca i intensifica el sofriment, introduint a la persona en un laberint d’on no en sortirà mentre no es rendeixi  davant la realitat.

 

Es tracta, per tant, d'afrontar el dolor i d'evitar el sofriment. Al fer-ho així, podem viure el dolor com a oportunitat de creixement. En aquest sentit pot dir-se que la creu és font de vida: quan la vivim des de l'amor i des de l'acceptació. Com la va viure Jesús.

 

En la creu, segons les paraules que els evangelistes posen en els seus llavis, Jesús va experimentar, alhora, abandó (“Déu meu, Déu meu, per què m'has abandonat?”; tret que calgui entendre'l com la recitació del salm 22, que en conjunt és un salm confiat) i confiança (“Pare, a les teves mans encomano el meu esperit”).

 

Són sensacions profundament humanes, que també nosaltres podem viure en circumstàncies difícils o doloroses: d'una banda, solitud, angoixa, un sense sentit; per una altra, confiança en la Realitat major, que transcendeix la immediatesa d’allò que ens ocorre.

 

Per al creient en Jesús, la creu és font de confiança: perquè remet a la Vida que no mor (resurrecció) i perquè aprèn del propi Jesús aquesta actitud confiada, que sap abandonar-se en el Misteri, fins i tot quan no entén res.

 

Des d'aquesta perspectiva, veure Jesús a la creu és una invitació a dipositar el dolor en el Misteri, amb la consciència clara que aquest mateix Misteri constitueix la nostra més profunda identitat, sense cap tipus de distància ni separació.

 

A l'obrir-nos així, el dolor es pot viure com a “porta d'entrada” a la nostra veritable identitat, que està fora de perill del dolor i no pot ser-ne afectada. Percebem el dolor en el nostre cos o en el nostre psiquisme, i ens obrim a connectar amb qui realment som, la Presència conscient i amorosa “en qui som, ens movem i existim”.

 

Aquesta Presència que és –i que som- ens allibera de la identificació amb el dolor, alhora que ens “banya” de Llum, d'Amor i de Plenitud. Només necessitem romandre connectats a Ella, havent pres distància de la falsa identitat de l'ego, donant-nos temps per a deixar-nos-hi impregnar… fins a reconèixer-nos en Ella.

 

A aquesta Presència les religions l'han anomenada “Déu”. I, amb freqüència, s'han dirigit a ell com si d'un ésser separat es tractés. Reconeixent la legitimitat d'una oració relacional, dirigida a Déu com a un “Tu”, l'Esperit sembla conduir-nos a reconèixer-nos en Ell en tot, sense cap separació, i percebre'ns “connectats” a Ell en tot moment.

 

Aquesta és la font de la pau…, tal com posa de manifest la bella reflexió de Pierre Teilhard de Chardin:

 

 

ADORA I CONFIA

 

“No t'inquietis per les dificultats de la vida, pels seus alts i baixos, per les seves decepcions, pel seu avenir més o menys ombrívol.

 

Vol el que Déu vol. Ofereix-li, enmig d'inquietuds i dificultats, el sacrifici de la teva ànima senzilla que, malgrat tot, accepta els designis de la seva providència. Poc importa que et consideris un frustrat si Déu et considera plenament realitzat; al seu gust. Perd-te confiat cegament en aquest Déu que et vol per a ell mateix. I que arribarà fins a tu, encara que mai el vegis. Pensa que estàs a les seves mans, tant més fortament aferrat, com més decaigut i trist et trobis.

 

Viu feliç. T'ho suplico. Viu en pau. Que res t'alteri. Que res sigui capaç de treure’t la pau.

 

Ni la fatiga psíquica, ni les teves fallades morals. Fes que broti, i conserva sempre sobre el teu rostre, un dolç somriure, reflex del que Déu contínuament et dirigeix.

 

I en el fons del teu ésser col·loca-hi, primer de tot, com a font d'energia i criteri de veritat, tot allò que t'ompli de la pau de Déu. Recorda: tot allò que et reprimeixi i inquieti és fals. T'ho asseguro en nom de les lleis de la vida i de les promeses de Déu. Per això, quan t'asseus amb recança, trist, adora i confia…”

 

 

Traducción de Pere Casacuberta