EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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María, confiada y entregada,
prototipo de la mujer mística
En el evangelio de Lucas, este episodio hace de bisagra en los relatos de la infancia: antes de él, se narró el doble anuncio del nacimiento de Juan y de Jesús; a continuación, se narrará el nacimiento de ambos.
En cierto modo, Lucas está escribiendo según el modelo, muy familiar en su época, de las “vidas paralelas”: los dos anuncios, las dos madres, los dos niños… Y tendrá especial cuidado en subrayar la “superioridad” de Jesús sobre Juan, antes incluso de que nazcan.
Al mismo tiempo, se está ya adelantando lo que será la misión del Bautista: “reconocer” y proclamar a Jesús; una misión que el autor hace que empiece a ejercer desde el vientre de su madre.
En el breve texto que leemos hoy, Lucas ha agrupado varios temas muy queridos para él: el servicio, la alegría, la acción del Espíritu, el reconocimiento de Jesús como “Señor”, la dicha de la fe…
Todo ello nos muestra el interés teológico y catequético de esta composición lucana, que ni siquiera concreta el lugar del encuentro: habla de “un pueblo de Judá”, que la tradición posterior situaría en Ain Karim, un pequeño poblado a unos 8 kilómetros de Jerusalén (y a unos 150 de Nazaret).
El evangelista parece mostrar interés por señalar la “prisa” de María, no la que nace de la ansiedad que no encuentra reposo ni puede descansar en el presente, sino la que es expresión de un amor servicial que busca ser eficaz.
Al lector del evangelio no le cuesta nada identificar en esta actitud de María la imagen del auténtico discípulo de Jesús, cuya vida y mensaje se van a centrar en el servicio. “Entre vosotros, el más importante ha de ser como el menor, y el que manda como el que sirve… Yo estoy entre vosotros como el que sirve”: Lucas será el único que coloque este conocido texto sinóptico nada menos que en el centro del relato de la última cena (22,24-27).
La llegada de María, embarazada de Jesús, provoca, antes que nada, alegría. Se trata de la alegría mesiánica, cuyo portador es Jesús, ya desde antes de nacer. Y que constituirá –en este evangelio- el primer anuncio de su nacimiento: “No temáis –dirá el ángel a los pastores-, pues os anuncio una gran alegría, que lo será también para todo el pueblo: Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador” (2,10-11). El gozo recorre todo el evangelio de Lucas, como don unido a la persona de Jesús.
Isabel va a profetizar, es decir, va a hablar de parte de Dios. Lucas la presenta “llena del Espíritu Santo” y “a voz en grito”: es decir, se trata de una palabra divina y verdadera. Su profecía es un reconocimiento de María en cuanto madre del “Señor” y mujer de fe.
“Bendita tú entre las mujeres”: los lectores familiarizados con el Primer Testamento saben que se trata de la misma fórmula de saludo aplicada a otras mujeres del pasado:
· “Bendita entre las mujeres sea Yael” (Libro de los Jueces 5,24)
· “Hija, que te bendiga el Altísimo entre todas las mujeres de la tierra”, le dirá Ozías a Judit (Libro de Judit 13,18).
María sigue la estela de las mujeres liberadoras de su pueblo.
Tras el saludo, el autor pone en labios de Isabel el motivo central de lo que está ocurriendo y la actitud básica de María.
El motivo no es otro que la presencia del Señor. La cristología del evangelio de Lucas gira en torno a ese nombre. Para la comunidad lucana, Jesús será, antes que nada, “el Señor”. Se comprende que sea nombrado de ese modo, ya desde el inicio, antes incluso de su nacimiento.
Y la actitud destacada en María es la fe, que es fuente de dicha: “Dichosa tú, porque has creído”. Es la primera bienaventuranza del evangelio.
¿Cuál es esa fe que provoca dicha? No, ciertamente, el asentimiento mental a unos enunciados, sino la confianza y adhesión cordial de quien ha experimentado o “visto”, por la que puede entregarse y abandonarse descansadamente en el Misterio de lo Real, en la Vida que fluye, en el Presente que es.
“Creer” significa, en realidad, “confiar”. Y la confianza nace de la certeza inquebrantable de quien ha “visto”. Se trata de un “ver” que trasciende la mente, y que emerge cuando detenemos el pensamiento y venimos al presente no pensado.
La mente no puede ver más allá de la mente; del mismo modo que el soñador no puede ver más allá del sueño. Por eso, el conocimiento mental es tan limitado y, con frecuencia, engañoso. ¿Cómo va a saber la mente quién soy yo…, si soy más que mente? Nunca podré saber quién soy a fuerza de pensar; lo sabré cuando lo sea. Del mismo modo, cuando lo conozca lo seré. Ser y conocer van de la mano. Por eso, habría que sospechar de cualquier supuesto “conocimiento” que no vaya acompañado de una transformación personal.
Hablando de la filosofía, Mónica Cavallé escribe:
“El conocimiento transformador tiene siempre un carácter experiencial… En sus orígenes, conocimiento y transformación iban de la mano… El filósofo era, de hecho, el prototipo de hombre virtuoso”.
Lo que ocurrió es que, posteriormente, la filosofía se fue convirtiendo en un conocimiento puramente especulativo y académico, girando sobre sí mismo.
Algo parecido sucedió con la religión.
“La religión, con el asentamiento del cristianismo oficial, elaboró todo un cuerpo de doctrina sustentado en ciertas premisas de naturaleza dogmática.
Se considera que estas premisas han de ser aceptadas por “fe”, y se interpreta esta fe como confianza en la autoridad de la fuente de la revelación, y más en concreto, en quienes históricamente dicen encarnar esa autoridad: las autoridades eclesiásticas.
Desde que se concibe así la religión, la duda, la indagación crítica y la libertad de pensamiento ya no tienen en ella un campo libre de expresión: sólo se permiten dentro de ciertos límites”
(M. CAVALLE, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Martínez Roca, Barcelona 2006, p. 78).
Lo que parece claro es que una cosa es pensar, y otra ver. Pensar es interpretar y proyectar. Ver equivale a “dejar en suspenso” los pensamientos para poder mirar desde “más allá” de ellos. “La interpretación de los hechos nos impide ver”, decía Krishnamurti.
Por eso,
“el sabio desnuda la verdad; el filósofo sin sabiduría la recubre, la empapela con palabras…. El sabio nos deja con los pies y el corazón calientes y con la cabeza fresca, serena; el filósofo sin sabiduría nos deja con los pies y el corazón fríos, y la cabeza caliente… El sabio es aquello que conoce; el filósofo sin sabiduría se aferra a aquello que dice conocer… La filosofía sin sabiduría pone toda su confianza en la razón; el sabio la pone en la visión”.
(Ibid., p. 83).
¿Qué puede ayudarnos a “ver”, sin quedar enredados y reducidos al movimiento mental? Una doble práctica, ejercitarnos en:
· venir al presente y
· situarme como “Testigo”.
Al venir al presente, la mente se detiene. Sólo hay “aquí y ahora”, aprendemos a estar, a ser: logramos una actitud contemplativa.
Entra en contacto con tu cuerpo, siéntelo vivo, siente la Vida, y permítete estar en ella, sin pensar ni pretender controlar nada. Estar-sin-pensar: ésa es la pura conciencia de ser, lo que nos trae y nos ancla en el Presente.
¿Qué ocurre entonces? Que, al experimentar la presencia, nos descubrimos ser Presencia. Esa es la “magia” que encierra el presente: en él, conocer es ser, y ser es conocer.
Por otra parte, al situarme como “Testigo”, tomo distancia de los contenidos mentales –y, por tanto, de mi yo habitual-, de modo que puedo observar todo sin identificarme con nada. No hay nada que afecte a mi identidad. No me identifico con estados de ánimo, con ideas ni creencias. Soy el Testigo de todo ello, un foco de atención pura que experimenta todo sin rechazo, sin distorsión y sin identificación.
Progresivamente, crecerá la libertad interior, el gozo sereno y la seguridad incondicional…, que son reflejo de nuestra verdadera naturaleza, pues es lo que permanece cuando me limito a estar atento, en un estado de aceptación incondicional; cuando me limito a ser, y no me empeño en ser –ni en que las cosas sean- de un modo particular. Y todo ello es posible cuando no cifro mi identidad en aquello que experimento. Esta atención que nada rechaza, aparentemente pasiva, es fuente de profundos cambios.
Esta atención es confianza y lleva consigo la dicha y la alegría. No la dicha que desaparece cuando surgen problemas y contratiempos, sino aquélla que es capaz de abrazarlos e integrarlos. Pues como dice M. Brown,
“la alegría no es exactamente sentirse bien; es sentirlo todo”
(M. BROWN, El proceso de la presencia, Obelisco, Barcelona, 2008, p. 248).
Pero, aunque parezca paradójico, sólo podemos sentirlo todo, en libertad, sin identificarnos con ello, desde la actitud del “Testigo”.
“¡Dichosa tú que has creído!”… La dicha asociada al pensamiento –a ideas, creencias, estados de ánimo…- es siempre frágil, efímera y oscilante. La dicha estable acompaña a la visión característica del “Testigo” que, porque puede observar todo sin identificarse con nada, permanece en un presente ecuánime desde el que percibe el “secreto” de lo Real: ahí conoce lo que es, y es lo que conoce, abrazándolo todo en la única Conciencia no-dual. El gozo es tan inevitable como la experiencia del Misterio.
María es, en la tradición cristiana, el prototipo de la mujer mística –la que “ha visto”- y, por eso, confiada y entregada, que gira en torno a un eje, que constituye su oración: “Que se haga en mí según tu palabra” (evangelio de Lucas 1,38).
En rigor, es la única oración que puede brotar de una persona mística: Que todo sea, asiento a lo que es. El gozo es el fruto y la señal de que eso se vive.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com