EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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La vida eterna no perpetúa el yo
sino que nos libera de él
En el nivel mental de conciencia –cuando la persona se identifica con su mente y, por tanto, con su yo-, no parece caber actividad más elevada que el pensamiento, ni otra identidad que la egoica. No es de extrañar, por tanto, que incluso la propia religión y su “promesa” de vida gire en torno al yo. En esta perspectiva, “vida eterna” equivale a perpetuación del yo en un tiempo sin fin.
Desde esa clave –colectivamente, no era posible otra-, la lectura que se hacía de los relatos de las apariciones insistía, fundamentalmente, en la literalidad de las palabras y en la materialidad del cuerpo, como único modo de asegurar la que creían ser la identidad definitiva del resucitado.
La inevitable disonancia que suponía la afirmación de “ver” a un cuerpo resucitado se resolvía apelando al propio carácter extraordinario del “milagro” de la resurrección, sin respetar suficientemente el hecho de que la muerte conlleva el abandono de toda dimensión espacio-temporal.
Por eso, aunque el autor del relato había dejado indicios para evitar una lectura literalista –repite que se trata de un cuerpo que entra “estando cerradas las puertas” y termina su escrito reconociendo expresamente que se trata de “signos” que han sido escritos “para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”-, pintores y predicadores se encargaron de hacer “visualizar” la resurrección como una vuelta del “yo” a la vida.
En la medida en que, trascendiendo el nivel mental, atisbamos que nuestra identidad no se circunscribe a la mente –ni al “yo”, que ella piensa que somos-, la lectura de lo que se ha llamado “vida eterna” se modifica sustancialmente, al empezar a comprender que no se trata de “perpetuación del yo”, sino más bien, de “liberación” de él.
Desde el nivel transpersonal, lo que habitualmente se entiende como “yo” no es sino un “objeto” más, dentro del mundo de las “formas”; una “identidad transitoria”, constituida por la Conciencia y expresión de la misma.
El “despertar” –y, en otro nivel, la resurrección- consiste precisamente en la toma de conciencia de que no somos la “forma” con la que nos habíamos identificado, sino la Conciencia atemporal, la Vida ilimitada que en ella se manifiesta. Quien se experimenta a sí mismo como “Vida” es ya una persona “resucitada”. Supera la ignorancia y el sufrimiento, ligados irremediablemente al yo, y deja atrás el miedo a la muerte, porque sabe que sólo muere la “forma” transitoria.
Esto mismo es lo que sabía Jesús, tal como lo presenta el cuarto evangelio en el relato de la llamada “resurrección” o resucitación de Lázaro, cuyo eje central es la afirmación del propio Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá” (evangelio de Juan 11,25).
Con otras palabras: la resurrección es un acontecimiento ya presente; somos ya resucitados, sólo nos falta enterarnos, experimentar que somos infinitamente más que el “yo” al que con frecuencia nos hemos reducido. Pero hasta que no podamos decir, como Jesús, “el Padre y yo somos uno” (evangelio de Juan 10,30), seguiremos pensando en la resurrección como la perpetuación de este mismo yo que no nos deja ver más allá de él.
Desde la nueva perspectiva, el texto de hoy se nos muestra como una catequesis muy rica en contenido. Por una parte, vincula la resurrección con la paz, el don del Espíritu y el perdón. Por otra, parece querer responder a los cristianos de la “segunda generación”, que ya no habían conocido al Jesús histórico ni habían participado de aquella primera experiencia “fundante”. Es a ellos, representados en la figura de Tomás, a quienes se les dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
En línea con lo que había sido uno de los ejes de todo este evangelio, se invita a “creer” porque, cuando se cree, se “ve”. La sabiduría que contiene esta propuesta es mayor de lo que, a simple vista, pudiera parecer.
El que exige “ver” –con los sentidos y con la mente- no podrá llegar nunca más allá del mundo de los objetos, porque ése es el límite de la mente. Sin embargo, cuando se es capaz de acallar la mente –en el lenguaje del evangelio, cuando se “cree” o confía-, se puede “ver” lo que está más allá de los objetos.
No es casual que se llame “dichoso” a quien lo logra: es realmente la dicha de quien sale de la ignorancia y comprende (ve) la Belleza, plena de sentido, de todo lo que es.
Ante ello, la única respuesta posible es la de Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. No necesitó meter los dedos ni la mano –eso es sólo un artificio literario propio del narrador-; sólo tuvo que caer en la cuenta de que lo Real es infinitamente más que aquello que nuestros sentidos pueden captar. Y al conocerlo, se modifica también la percepción de nuestra propia identidad y nos quedamos en el asombro, la admiración y la alabanza: Señor mío y Dios mío…
Únicamente necesitamos adiestrarnos en una cosa: acallar la mente, quitar pensamiento y poner consciencia. Al hacernos conscientes, venimos al presente, los pensamientos se detienen y lo único que queda es consciencia-no-pensada, que percibimos como un “espacio” amplio que nada deja fuera. Ese “Espacio” es, en último término, nuestra verdadera identidad. No somos el yo-que-piensa, sino la Presencia consciente e ilimitada que no puede ser pensada.
Por esa razón, “poner presencia” es favorecer la emergencia de nuestra verdadera identidad: no soy las olas, sino el mar de donde nacen y al que vuelven; no soy las nubes que pasan, sino el cielo por el que circulan; no soy una barquita a merced del oleaje, sino el océano que la sostiene…; no soy los pensamientos que dicen “yo”, sino la Conciencia en la que ellos aparecen y desaparecen.
Tiene razón Shesa cuando dice:
“¿Podrá conocer una ola lo que es el mar?
Cuando ustedes piensan, son olas, cuando comprenden, son mar.
La sustancialidad de la ola es la sustancialidad del mar. Pero eso no se ve, porque estamos pensando…
No hay que convertirse en mar, porque ya se es; lo que hay que hacer es dejar de moverse para darse cuenta”.
Sagyo, el poeta y monje budista del siglo XII, debió vivir algo así cuando, poéticamente, expresaba que la Presencia inefable –que no se puede pensar, pero que no se puede dejar de percibir cuando acallamos la mente- es Dicha y se derrama como Gratitud:
“Palpo aquí una presencia latente. No sé lo que es. Pero me brotan lágrimas de agradecimiento”.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com