EVANGELIOS Y COMENTARIOS   

                             
                              

 

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Lc 1, 39-56

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María, parábola de Dios

  

 

El relato de la visita de Maria a Isabel se tiene por algunos autores como dudosamente histórico. Sin embargo, no tendría nada de extraño que María, enterada de que su pariente Isabel, un tanto mayor, estaba de seis meses, corriera a ayudarla.

 

Lo que todos afirman unánimemente es que el himno que Lucas pone en boca de Maria es una construcción de Lucas, utilizando himnos anteriores (el de Ana, madre de Samuel por ejemplo) y con poderosa intención teológica que radica en el anuncio del Mesías para los pobres, en un descarado alarde de anti-mesianismo davídico, y completamente conforme con la intención básica de todos los relatos de la infancia (de Lucas y Mateo) y de la tesis básica del evangelio de Marcos.

 

Pero todo esto ya lo sabemos, sin duda. Lo que no podemos adivinar es qué pinta este relato evangélico respecto a la Asunción de María, aunque quizá podemos adivinarlo: Isabel dice a María: “.¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”

 

Y dijo María: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso”.

 

Dada la exégesis a la moda en la Iglesia en ciertas épocas, y descaradamente en la liturgia, solamente con esas frases podría justificarse cualquier maravilla que la dogmática quiera luego aplicar a María. Es el mismo caso que el dogma de la Inmaculada Concepción, que se quiere justificar con las palabras del ángel en la Anunciación: “llena de gracia”. Llena de gracia, luego sin ningún  pecado, luego concebida sin pecado.

 

Estos abusos exegéticos no los comete hoy nadie medianamente entendido y respetuoso, pero han estado muy de moda y todavía permanecen en personas quizá bien intencionadas (quizá no).

 

Es el mismo abuso que se comete también en el dogma de la infalibilidad papal, basada en textos que podrían significar cualquier cosa. El proceso es el mismo: se quiere proclamar un dogma (por diversos motivos o conveniencias) y se rastrea la Escritura a ver si hay algún texto que suene lejanamente a justificación de ese dogma.

 

Al no encontrarlo, se apela a otro principio: la fe de la Iglesia no se basa sólo en la Escritura; se basa en la Escritura y la Tradición de la Iglesia. Con lo cual se retorna a la eterna aporía de la definición de la Infalibilidad del papa definida por el mismo papa, con acuerdo de un concilio, a los que se supone infalibles porque en caso contrario la definición carecería de valor.

 

En realidad, el texto más apropiado para el día de hoy, según la doctrina católica, debería ser el de la anunciación, porque el dogma de la asunción se ha entendido oficialmente como prerrogativa consecuente con la Inmaculada Concepción: si María está exenta de todo pecado, también de sus consecuencias, tales como la corruptibilidad.

 

El argumento es evidentemente flojo, porque no puede aplicarse a Jesús, más inmaculado que nadie, y porque choca con la condición de “corredentora” que se aplica a María, otorgándole al parecer mayores privilegios que al mismo Jesús.

 

Terminemos. Como es sabido, el día 1 de noviembre de 1950. el Papa Pío XII, declaró el Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma al Cielo.

 

Para ello, hizo una consulta a todos los obispos del mundo. La respuesta fue casi unánimemente positiva, a pesar de varios serios argumentos en contra:

 

  • que no hay ningún texto de la Escritura que lo afirme,

  • que ninguno de los Concilios ecuménicos la habían tratado,

  • que ninguno de los papas lo había enseñado dogmáticamente,

  • que ninguno de los Credos oficiales de la Iglesia lo había afirmado ni tratado nunca,

  • que de los más de ochenta Padres de la Iglesia reconocidos solamente dos habían afirmado la Asunción. Ambos eran del siglo VII: Germano de Constantinopla (634-733) y Juan Damasceno (675-749).

  • Ni siquiera la mayor y mejor parte de los doctores de la Iglesia, especialmente en los antiguos, mantenía tal afirmación.

 

El voto positivo de los obispos, asumido por el papa, se fundaba en que, a pesar de todo lo anterior, la devoción del pueblo cristiano había asumido tal afirmación desde tiempos muy antiguos, y así se manifestaba en imágenes y oraciones.

 

Por todo ello, el papa Pío XII, de acuerdo con la creencia catolicorromana consideró que la piedad del pueblo era un testigo fidedigno de la auténtica fe católica. Por esa razón, en su carta de 1946 el papa también pidió que los obispos le informaran en cuanto a «la devoción de vuestro clero y pueblo (teniendo en cuenta su fe y piedad) hacia la Asunción de la Santísima Virgen María»

(Papa Pío XII, Deiparae Virginis Mariae, N°4).

 

La meta del papa aquí era determinar el sentimiento común del pueblo.

 

Alentados por su solicitud en cuanto al aporte de ellos, el clérigo y el laicado respondieron con entusiasmo. Para 1950, el Vaticano había recibido, incluyendo las peticiones anteriores, respuestas de 32.000 sacerdotes y hermanos, de 50.000 monjas, y de 8.000.000 de laicos.

 

(Michael O. Carroll, C.S. Sp., Theotokos: A Theological Encyclopedia of the Blessed Virgin Mary (Wilmington, DE: Michael Glazier, Inc. 1982, pag.56)

 

El papa Pío XII consideró que la respuesta había sido «verdaderamente extraordinaria».

(Papa Pío XII, Munificentissimus Deus, N°9)

 

Después de considerar toda la evidencia en favor de la creencia en la Asunción de María y de la investigación de los teólogos de la Iglesia, el papa Pío XII declaró:

 

"Estos estudios e investigaciones han traído a una luz aun más clara el hecho de que el dogma de la Asunción de la Virgen María al cielo está contenido en el depósito de la fe cristiana confiada a la Iglesia."

(Papa Pío XII, Munificentissimus Deus, N°8)

 

Al tomar esta decisión, el papa era consciente de que las Escrituras enseñaban claramente que como consecuencia del pecado, Dios había declarado a Adán y a sus descendientes: «Polvo eres, y al polvo volverás» (Gn. 3:19). Sin embargo, el papa determinó que «Dios ha querido que la Bendita Virgen María fuese exenta de esta regla general».

(Papa Pío XII, Munificentissimus Deus, N°5)

 

Por lo tanto, el 1° de noviembre de 1950, como maestro supremo de la Iglesia, declaró que la Asunción de María era «un dogma revelado divinamente»

(Papa Pío XII, Munificentissimus Deus, N°44).

 

Así pues, definió ex cátedra que:

 

“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.

 

En Resumen:

 

El dogma de la "Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos" fue promulgado por el Papa Pío XII con el único basamento de... la opinión popular.

 

Por lo tanto:

  • los fieles católicos creen en la Asunción de María porque así lo dice la Iglesia

  • y la Iglesia cree en la Asunción de María porque así lo dijeron los fieles...

 

 

Tanto el dogma de la Asunción como el de la Inmaculada Concepción como el de la maternidad divina de Maria son fruto de épocas en las cuales la Iglesia, los fieles y su jerarquía, pretenden ensalzar lo más posible a la madre de Jesús otorgándole toda clase de títulos, con mayor o menor fundamento en la Palabra de Dios.

 

De esa misma mentalidad provienen muchas imágenes de María ataviada como una reina terrenal, llena de joyas y oros, que excitan un fervor (dudosamente religioso) en muchas personas, así como la advocación a las diversas “vírgenes” locales, patronas de numerosas localidades, honradas en sus santuarios incluso por muchas personas que manifiestamente no tienen nada de seguidores de Jesús.

 

Este tipo de dogmas y devociones provienen escasa y lejanamente de La Buena Noticia y en consecuencia para muchos no son buenos instrumentos para acercarnos al seguimiento de Jesús. Respetándolos, pues, como merecen, me atrevo a ofrecer otra vía de devoción a María, por si a alguien le resulta útil.

 

 

MARÍA “MADRE DE DIOS PADRE”

 

Hubo un tiempo, y todavía perdura en la mente de muchos buenos cristianos y en la predicación de algunos sacerdotes, en que el corazón de la Buena Noticia, “Abbá”, había desaparecido. Se había vuelto atrás, al Dios terrible del Antiguo Testamento, al que castiga severamente, al que manda a sus hijos al infierno, al Dios que da miedo.

 

La palabra “Padre”, que en labios de Jesús significaba casi como ”mamá”, es decir, sentirse querido, confiar, había sido desplazada por la primera persona, todopoderosa y arcana, de la Trinidad.

 

Hasta en la liturgia se notaba (se nota): la inmensa mayoría de las oraciones de la misa no se dirigen al Padre, a Abbá, sino al Dios Todopoderoso y Eterno. El pueblo cristiano se había quedado sin Abbá, sin madre.

 

Hasta el mismo Jesús se llegó a representar como un emperador terrible. No tienen más que mirar a los “Pantocrator” medievales. Un rey superpoderoso, sin un átomo de dulzura, sin un átomo de humanidad. Sólo distancia, ley, divinidad desencarnada, temor.

 

La Buena Noticia estaba en peligro. Pero el pueblo cristiano fue mucho más inteligente, mucho más cristiano que sus jefes y sus teólogos, y desplazó lo más cristiano de los atributos de Dios y de Jesús a la madre de Jesús, a María. Madre de misericordia, refugio de pecadores, consuelo de afligidos, auxilio de los cristianos...

 

Todo lo que es Abbá, todo lo que es Jesús, fue transferido a María. Y así se salvó lo esencial de la Buena Noticia de Jesús sobre Dios. Se había producido el milagro, la presencia del Espíritu en el pueblo de Dios.

 

El pueblo cristiano, privado de Abbá, salvó su fe por María, la Madre. La Madre no da miedo, porque no es Dios. Dios, y Jesús, daban miedo, porque se había retrocedido, ignorando la Buena Noticia: se había sustituido a Abbá, el papá en quien se puede confiar, que da seguridad y cariño, por el Señor Padre Todopoderoso, lejano y más bien temible; se había sustituido a Jesús de Nazaret, el que curaba porque era compasivo, el que era asequible y cercano a la gente normal, por el Verbo Encarnado, extraterrestre semejante, sólo semejante, a nosotros.

 

La gente se había quedado sin médico, sin padre, sin amparo. Y encontró a la Madre: refugio de pecadores, consuelo de afligidos, auxilio de los cristianos… exactamente lo que significa Abbá.

 

Naturalmente, a María se le transfirieron también otros atributos divinos, para corroborar la fiabilidad de nuestra confianza: medianera de todas las gracias, sin pecado original, asumpta al cielo, reina de todo lo creado; (hasta seguimos invocándola como “madre del Creador”, sin que nadie que yo sepa haya reparado en la formidable contradicción de esos dos términos juntos).

 

No hay palabras ni sentimientos capaces de agradecer suficientemente a María, la madre de Jesús, la salvación de todo lo que más caracteriza a la religión de Jesús, a la Buena Noticia: sentirse querido, saber que alguien siempre te comprende, te perdona y te acoge, alguien a quien no temer, alguien que no lleva cuentas de mal, que lo olvida todo, que lo espera todo…

 

Eso, que debería haber sido Dios/Abbá, fue para los cristianos la madre de Jesús, y con razón le ha llamado la Iglesia su madre, Madre de los cristianos.

 

Pero eso no fue todo, además, María nos ha ofrecido una enorme mejora en la imagen de Abbá. Le ha quitado para siempre su masculinidad patriarcal. Al dirigirnos a María como Madre, poniéndola en el lugar de Abbá, hemos iluminado a Abbá con luz maternal. Hemos entendido por qué en la Parábola del Hijo Pródigo no hay madre: porque no hace falta, porque el corazón del padre es maternal.

 

María, parábola de Dios. De ninguna manera renunciamos a la devoción, admiración, gratitud a María, la madre de Jesús, por la que pudo Jesús ser uno de nosotros. Ella es la que, a través de los siglos, ha sido la que nos ha llevado al Padre, a Abbá, ha sido la que ha engendrado en los cristianos el verdadero rostro de Abbá.

 

José Enrique Galarreta