LA IGLESIA, BUNKER CONSERVADOR
Cuando se utiliza esta calificativo para definir la
postura actual de la Iglesia no hay que equivocarse:
no se está hablando del conjunto de la Iglesia sino
de la jerarquía, de sus seguidores y sus corifeos.
El
término bunker tiene resonancias bélicas y designa
un reducto en el que alguien se encierra para
defenderse de quienes buscan acabar con él pero es a
la vez un lugar desde el que atacar con ventaja al
enemigo. Las dos posturas definen a la Iglesia de
hoy. Se siente -y así lo proclama- atacada y acosada
pero a la vez toma posiciones agresivas y
beligerantes.
Ambas
actitudes parecen contradictorias pero distan mucho
de serlo. Por una parte este grupo de católicos
asustados y temerosos, se cierra porque se siente
víctima de una sociedad -así la ven ellos-
agnóstica, laicista, relativista. Por otra se tiene
por poseedor de toda y la única verdad, lo que les
lleva al adoctrinamiento, al proselitismo y al
enfrentamiento, buscando por todos los medios
imponer en la sociedad sus posiciones, todas
marcadas con el cuño preconciliar.
Las consecuencias -trágicas para el mensaje
evangélico-
no se pueden ocultar.
La
primera, la incomunicación entre la sociedad y la
Iglesia, que ha llevado a ésta a ser una de las peor
valoradas entre las instituciones públicas. No es,
como debería ser, “bien vista entre la gente”. No es
una Iglesia atractiva, a pesar de que de cuando en
cuando se empeñe en reunir en las calles a miles de
adherentes.
En
segundo lugar, la alianza con el poder económico e
ideológico y en concreto con la parte más a la
derecha de éste último. Es llamativo el peso
decisivo de las grandes empresas -alguna con enormes
desafueros a sus espaldas- en la JMJ, incluida la
visita al papa de sus dirigentes.
Todo esto
provoca una reacción en cadena: la vuelta a una
teología conservadora, a la más estricta concepción
jerárquica, a la marginación de la mujer, al
pretendido monopolio de la ética, a una visión
negativa de la realidad, al pecado original, al
sacrificio, a la obediencia, al ahogo y persecución
de las bases críticas.
Hay dos
campos en que esta crisis se manifiesta de forma
especialmente dolorosa: en el ecumenismo y en la
opción por los pobres.
De una
actitud ecuménica hecha de diálogo y colaboración se
ha pasado a la incomunicación, salvo con los grupos
más conservadores y fundamentalistas católicos y de
otras confesiones. Con el prurito de afirmar su
posesión de la verdad se abandonan un lenguaje y
unas posturas que tengan en cuenta el pluralismo
religioso e ideológico de la sociedad.
En cuanto
a los pobres, establecida la alianza con los
poderosos, no son en estos momentos un tema
prioritario. En el caso de Madrid el Sínodo los
olvidó especialmente y es sobre todo muy llamativa
la falta de reacción de la jerarquía ante una crisis
económica tan grave como la que sufre nuestro país.
Y en
último lugar, pero no con menos resonancia: el
fundamentalismo de los medios cercanos a la Iglesia
o propiedad de la misma, que, afirmándose
cristianos, no dudan en acudir al insulto, la
injuria o la calumnia.
Causas
de esta situación
El
Concilio Vaticano II hizo a la Iglesia un
requerimiento de reforma, reconociendo la limitación
de los seres humanos -y por tanto de ella misma- y
poniendo en cuestión muchos de los postulados
teológicos y morales que defendía desde siglos. A la
vez la organización eclesiástica debería introducir
cambios que hicieran visible el hecho de que la
Iglesia es en su esencia el “pueblo de Dios”.
Desde el
comienzo estas ideas tuvieron enemigos acérrimos que
se pusieron a la obra de desmontar el espíritu
conciliar.
Este ha
sido el resultado del largo liderazgo de Juan Pablo
II, de su mano derecha Ratzinger y de Rouco en el
caso de España. Uno de sus principales instrumentos
ha sido la política de nombramientos de obispos y de
una formación en los seminarios que vuelve a
encontrar sus pilares en la piedad, el sometimiento
y el imperio de la ley.
La
Iglesia ha vivido en España y en otros países una
situación de nacionalcatolicismo y de privilegio que
en determinados ámbitos era de monopolio. Cerrado
ese período histórico, le aterra el enfrentarse a un
futuro incierto en el que debe abandonar el poder.
El espíritu democrático, la multiculturalidad, la
presencia de la mujer en la sociedad, los avances
técnicos, la secularización de la moral, ninguno de
estos cambios es para ella motivo de esperanza sino
de amenaza.
Aunque
con san Pablo debería ver que “éste es el día de la
salvación”, la reacción no ha sido una conversión
que retoma las raíces evangélicas, no ha sido una fe
que asume riesgos y compromisos sino el intento de
rescatar y utilizar todos los restos de poder, desde
los Acuerdos de 1979 hasta la convocatoria masiva en
todas las ocasiones posibles.
Movida
por el miedo y aferrada al poder, la Iglesia ya no
sirve sino para que la “pise la gente”. De ahí ese
desafecto que ella interpreta como persecución.
Hacia
dentro de la comunidad eclesial han vuelto a ponerse
en marcha los mecanismos del poder. No los criterios
del Evangelio -la lectura de los signos, el respeto
a la mezcla del trigo y la cizaña, que el mayor sea
como el menor- sino un fuerte centralismo, la idea
de una “Iglesia comunión” para la resacralización,
para afirmar la doctrina tradicional sin fisuras. En
congresos oficiales, sínodos, reuniones del clero,
medios de comunicación de la Iglesia los ponentes
son siempre de la derecha extrema que sustancian
algunas preguntas críticas con respuestas
aterradoramente simplistas. Como lo es una moral
centrada en sólo algunos temas, siempre complejos, a
los que se aportan soluciones igualmente simples.
¿Qué
salida tiene esta situación?
Esta
pregunta no tiene una respuesta fácil. Muchas
razones avalan la idea de que, en esta Iglesia
piramidal y centralista, no hay nada que esperar a
corto plazo. Por otra parte es también comprensible
la postura de quienes quieren limitarse
individualmente a vivir su fe de un modo más acorde
al Evangelio, en sintonía con el entorno de
creyentes a su alcance.
Y sin
embargo la situación es tan grave que exige no sólo
críticas y lamentaciones sino también acciones
decididas.
Por una
parte es necesario ir realizando en las parroquias y
grupos el modelo de Iglesia participativa en la que
creemos. Por otra parte no es posible olvidar que
nuestro punto de referencia son los pobres, que
esperan de la Iglesia una buena noticia. Y
finalmente es preciso aunar fuerzas, establecer
lazos con grupos de seglares, de curas, con
comunidades, parroquias, movimientos y poner en
marcha acciones conjuntas.
Estas
acciones pueden ir desde la denuncia de los acuerdos
con el Estado Vaticano hasta la colaboración con
grupos y asociaciones laicas que trabajan por los
derechos humanos.
Y en todo
momento, manteniendo la esperanza y la alegría,
alzar la voz para denunciar palabras y actitudes de
una Iglesia que no es fiel al Evangelio ni útil para
el siglo XXI. Porque, como decía Mounier “el
silencio ha llegado a ser insoportable”. Y porque,
frente a unos obispos que toman partido sólo por
unos, todos somos Iglesia.
Foro “Curas de Madrid”