SE ROMPE CON DIOS
CUANDO SE ROMPE CON LA NATURALEZA
La Humanidad ha perdido el sentido cósmico de su
origen y con él el sentido de la vida y el sentido
de su dimensión espiritual. El hombre se ha alejado
de Dios porque se ha alejado de la realidad de la
Naturaleza –hombre incluido: es decir, de sí mismo-,
que es donde Dios se encuentra realmente encarnado.
En ella, en la vida que en ella late, más que en las
doctrinas teológicas, le escudriña la mística. San
Juan de la Cruz lo expresó muy poéticamente en su
Cántico Espiritual:
Pastores, los que fuerdes
allá, por las majadas, al otero,
si por ventura vierdes
aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero”.
Y otro tanto hace la amada cuando, con este mismo
lenguaje místico-poético, entona en el Cantar de
los Cantares:
“Como manzano entre los árboles silvestres es mi
amado entre los mancebos. A su sombra anhelo
sentarme, y su fruto es dulce a mi paladar”.
La famosa inscripción del oráculo délfico rezaba:
“¡Oh hombre! conócete a ti mismo
y conocerás el universo y los dioses”.
Tradicionalmente mutilado en su segunda parte, es
ésta, sin embargo, la que nos descubre el verdadero
sentido del augurio: la única vía segura para el
conocimiento de Dios y del Universo es el
conocimiento de uno mismo. La transcripción completa
del texto clásico nos lo evidencia:
“Te advierto, quien quiera que fueres, ¡oh tú! que
deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si
no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas,
tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las
excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes
encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto
el Tesoro de los Tesoros”.
Los ritos arcaicos –sacramentos laicos al uso- se
registraron como “marcas sin” (“cerveza sin”, “leche
sin”) al despojarles de la fuerza vital de la
naturaleza.
Con el quebranto de esa fuerza se desvaneció el
sentido del vínculo como expresión de la solidaridad
con el entorno: los otros y lo otro; y también como
el estado de pertenencia a algo fuera y dentro de
nosotros.
Aunque el tiro de gracia nos lo dimos a nosotros
mismos cuando el Catecismo de la Santa Madre Iglesia
nos propuso –y nos impuso- que “los enemigos del
alma son tres: Mundo, Demonio y Carne”.
El día que Hércules se encontró en Libia con el
gigante Anteo en su décimo trabajo, luchó con él. Y
se percató de que al derribarlo, el hijo de Júpiter
y Gea –la madre Tierra- se imbuía de la fuerza de un
dios cada vez que alguna parte de su cuerpo entraba
en contacto con el suelo. Al darse cuenta de ello,
Hércules consiguió vencerlo elevándole en el aire y
ahogándole entonces entre sus poderosos brazos. Así
nos lo pintó Gustavo Doré.
El mito de Anteo se formula como una sarcástica
alegoría del drama de nuestra realidad. Su
simbolismo hace referencia, en sentido positivo, al
vigor que se adquiere cuando nos mantenemos en
contacto físico, psíquico o espiritual con la
Naturaleza y, negativamente, cuando rompemos con
ella, cuando hemos tomado partido por Zeus y nos
posicionamos olímpicamente en las alturas. (¡Qué
error tan de bulto haber tomado al pie de la letra
las palabras de Jesús “Mi reino no es de este
mundo”!)
El hecho más trascendental de esta ruptura con el
Universo es la desavenencia con Dios.
Quizás nos falte todavía la
suficiente conciencia para percatarnos de que, a
nivel de átomos, la composición de nuestro cuerpo no
se diferencia de la del resto del universo. Y que no
somos sino el resultado de la alquimia nuclear,
desarrollada a lo largo de más de trece mil millones
de años en el espacio y en el tiempo, como sugiere
la obra de Altschuler, Hijos de las estrellas.
Y hasta es posible que en este sentido habría que
hablar del hombre como una cosmo-construcción.
Así lo intuyeron prácticamente los diferentes
relatos sobre el nacimiento de la humanidad, en los
que se hace resaltar que nuestra raza surge de la
Tierra.
En la tradición taoísta el ser humano aparece como
un elemento más de la Naturaleza. En sus caligrafías
el hombre jamás es protagonista. Se le representa de
tamaño minúsculo en medio de otros elementos del
paisaje y en estrecha relación con la totalidad.
El ser humano está en estado de simbiosis con el
resto de seres que integran no sólo la tierra sino
el universo entero. De tal modo que su existencia,
evolución y desarrollo es interdependiente con
ellos. Es decir, va más allá de sí: va hasta el
entorno no humano.
La idea bíblica de un “pueblo elegido” –en
consecuencia, separado de todos los demás pueblos-
no es espiritualmente de recibo. Es más: la religión
cristiana agrava esta ruptura haciendo al hombre
hijo del Padre Celestial. Tampoco es de recibo una
Humanidad “especie elegida”, frente al resto de las
criaturas, pues todos cuantos seres existen –vivos o
inertes- son por igual titulación hijo de Dios.
El precio de la individualización, del
establecimiento de fronteras para afirmar la
identidad colectiva, ha llevado a la pérdida de la
conciencia de ser uno con toda la realidad. Y ha
llevado, sobre todo, a fratricidas duelos entre las
partes –las guerras de religión-, incluso con un
Dios al frente violentamente reclutado –y forzado a
luchar contra sí mismo- como mercenario, en cada
bando.
En la sugerente película El árbol de la vida,
Palma de Oro en el Festival de Cannes 2011, una voz
en off abre la escena recogiendo esta visión
dualista del mundo tradicionalmente presentada por
la Iglesia:
“Las monjas nos enseñaron que hay dos caminos que
puedes seguir en la vida, el de la naturaleza y el
de lo divino; puedes elegir cuál vas a seguir”.
Malick, su director, apenas utiliza el lenguaje de
la palabra y la razón. Es un lenguaje el suyo
básicamente de imágenes sensoriales y de
sentimientos: el vehículo más adecuado para el
conocimiento de la Naturaleza y, a través de ella,
para el encuentro con Dios.
Vicente Martínez