LA ALARMANTE ESCASEZ DE
VOCACIONES EN LA IGLESIA
Me refiero concretamente a las vocaciones para el
presbiterado. Lo estamos viendo y palpando: cada día
hay menos seminaristas, menos curas y muchos de los
que van quedando son ya mayores con las
consiguientes e inevitables limitaciones que eso
lleva consigo.
Las estadísticas en Europa, Estados Unidos e incluso
ya en América Latina son muy preocupantes. A este
paso, dentro de diez años, la situación será
insostenible.
Por otra parte, la Iglesia entera debería tener
siempre muy presente la severa afirmación que hizo
el concilio Vaticano II:
“Todos los fieles cristianos tienen el derecho de
recibir de los sagrados pastores, de entre los
bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los
auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos”
(LG 37, 1).
Un derecho que además quedó recogido y ratificado en
CIC, canon 213.
Ahora bien, este derecho se está quebrantando
gravemente en este momento porque, como es bien
sabido, hay miles de pueblos y aldeas en los que no
hay un sacerdote que enseñe el catecismo, que
explique el Evangelio, que celebre la eucaristía,
que visite a los enfermos, que atienda a los
necesitados, etc.
Así las cosas, la pregunta que hay que hacerse es la
siguiente: ¿tiene la jerarquía eclesiástica
autoridad para establecer unas condiciones de acceso
al ministerio presbiteral, que, tal como hoy está la
vida y la sociedad, de esas condiciones se sigue
inevitablemente que a miles y miles de cristianos se
les priva de un derecho que es inherente a la
condición misma y al ser del cristiano?
Por tanto, ¿no hay motivos suficientes para pensar
que la jerarquía eclesiástica está abusando de un
poder que entra en conflicto con un derecho
fundamental de los fieles cristianos?
La respuesta a estas preguntas no se puede despachar
con la fácil escapatoria de quienes dicen que la
falta de vocaciones no depende de los obispos, sino
que es un problema cuyas raíces están en la
secularización de la sociedad, en el laicismo
imperante, en la educación atea que se les da a
tantos jóvenes, en el hedonismo y materialismo que
invaden las costumbres, etc.
¿Qué más quisiéramos que tener muchas y buenas
vocaciones sacerdotales? Pero, ¿si Dios no las
manda…? ¿O si lo que ocurre es que los jóvenes no
responden a la llamada divina? ¿Qué podemos hacer
nosotros ante un problema cuya solución no depende
de nosotros?
Insisto en que este tipo de razonamientos no son
sino una fácil escapatoria. Tan fácil como falsa.
¿Por qué? Porque la jerarquía eclesiástica puede
perfectamente modificar las condiciones de acceso al
ministerio ordenado.
Otra cosa es que se considere intangible el
procedimiento actual. Y el actual concepto que
tenemos de lo que es una vocación al ministerio
eclesiástico. ¿Estamos seguros de que esto es lo que
Dios quiere?
No podemos tener esta seguridad. Por la sencilla
razón de que en la Iglesia, durante siglos, las
cosas se hicieron de otra manera. Es decir, durante
cientos de años, fue distinta la idea que se tenía
de lo que es una vocación al sacerdocio. Y fue
distinto, por tanto, el procedimiento para elegir y
designar a quienes podían y debían ser ordenados de
presbíteros o de obispos.
Hoy tenemos la idea de que la vocación es una
“llamada de Dios”, a la que, quien es llamado, debe
responder con generosidad. Hasta el siglo XI, no era
básicamente una llamada de Dios, sino una “llamada
de la comunidad” cristiana.
De forma que está abundantemente documentado que
quienes se presentaban al obispo diciendo que habían
sentido la llamada del Señor, a esos precisamente
era a los que normalmente nunca se ordenaba.
La norma establecida en la Iglesia antigua era que
las ordenaciones sacerdotales tenían que ser
ordenaciones “invitus” y “coactus”, es decir,
ordenaciones de aquellos que se resistían, que no
querían, ser ordenados. Y lo eran porque era la
comunidad la que veía y discernía quién era o no era
el sujeto adecuado para ejercer el ministerio
pastoral.
Además, es importante saber que esta práctica no era
una “recomendación”, sino una “norma” establecida en
los sínodos y en los concilios; la norma que, por
todas partes, enseñaban los padres de la Iglesia y
explicaban los teólogos.
La enorme documentación, que existe sobre este
asunto, ha sido recogida y razonada, entre otros,
por Y. Congar (”Ordinations invitus, coactus de
l’Église antique au canon 214″; en la “Rev. Sc.
Phil. Et Théol.” 50 (1966) 169-197).
Todavía el “Decreto” de Graciano (s. XI) recoge la
tradición de los siglos anteriores con esta fórmula:
“El puesto de gobierno, así como ha de ser negado a
quienes lo desean, se debe ofrecer a los que lo
rechazan” (can. 9, q. 1 C. VIII, col. 592).
Era otra mentalidad. Ser cura, ser obispo, no era
una dignidad ni un honor, sino una carga. Y una
carga pesada. Esto, ante todo. Pero, más que nada,
lo que se tenía en cuenta era el criterio y el
juicio de la comunidad (parroquia, diócesis), en la
que iba a ejercer el ministerio el nuevo candidato.
Y, como es lógico, quienes mejor sabían quién era el
sujeto que mejor reunía las condiciones convenientes
para la parroquia o la diócesis, eran los ciudadanos
y feligreses con los que el candidato iba a
trabajar. Era, por tanto, otro modelo organizativo
de Iglesia.
Una Iglesia menos centralizada, que miraba más al
pueblo que a Roma o a la Curia Diocesana. Y era, en
consecuencia, una Iglesia cercana, unida y hasta
fundida con el pueblo, con la gente, con las
necesidades y esperanzas de los fieles cristianos.
Es evidente que todo esto se podría hacer hoy. Se
tendría que hacer ya.
Y si no se hace, me parece que tenemos razones
suficientes para pensar que el motivo del actual
inmovilismo, ante una situación tan grave y tan
preocupante, no es otro que el deseo de mantener un
poder sobre la gente, sobre los laicos, de los que
la jerarquía no se fía y cuyas necesidades,
carencias y esperanza no toma en serio.
Se tiene miedo a que la gente pida que se ordene de
sacerdote a un hombre casado. Se tiene más miedo aún
a que la gente quiera que se ordene a una mujer. Y
así sucesivamente. ¿Por qué tantos miedos? ¿Y no nos
da miedo la soledad, el desprestigio y el desamparo
en que se está quedado la Iglesia?
José María Castillo
josemariacastillo