¿DINOSAURIOS EN EL ARCA DE NOÉ?
Parece inconcebible que
a estas alturas de nuestra Era sigamos manteniendo
un paradigma religioso arcaico y plenamente mágico,
nacido en la sociedad agraria de la Edad del Hierro:
¡dos mil años de doctrina hierática –que también
tiene que ver con el término ‘jerarquía’- rígida e
inamovible, simbólicamente representada por el
obelisco de la Plaza de San Pedro en el Estado del
Vaticano! (Por cierto, y sin connotaciones
satíricas, procedente de un circo romano en Egipto).
La esencia espiritual
común a todas las tradiciones religiosas -sustrato
de trascendencia indeleblemente tatuado en el alma
inconsútil de la Humanidad- ha de interpretarse hoy
de forma completamente nueva, sin que se produzcan
contradicciones respecto de nuestra moderna
concepción del Universo, sin que sintamos violencia
al intentar integrarla en la cultura que nos
impregna, y sin que la espiritualidad sentida
precipite nuestro yo más íntimo a incontrolados
estados de esquizofrenia.
Parece poco sensato
continuar vendiendo en la “Almoneda de lo
Trascendental” productos ancestrales descatalogados,
que nadie compra ya salvo coleccionistas
compulsivos: verdades absolutas de
insoportable ranciedad, sacramentos ahítos de
fórmulas mágicas, dogmas ininteligibles en
overbooking de fetiches, ritos y ceremonias
saturados de escandalosas e insustanciales
parafernalias.
Desde el punto de vista
antropológico, el hecho religioso, y en consecuencia
el comportamiento a él inherente, ha variado amplia
y constantemente en las distintas culturas del
mundo.
También, y de manera
particular, las tradicionalmente consideradas
inamovibles en el ámbito del Arca de Noé: idea de
Dios, del hombre y de nuestras interrelaciones
–¿auto relaciones, quizás mejor?- con Él.
Sujeto todo, como el
resto en este universo, a la inexorable ley de la
evolución del conocimiento y de la conciencia, ya
que la existencia no debe ser otra cosa que un
incansable cincelar en nosotros lo que uno puede y
debe llegar a ser en ella. Una evolución que
involucra tanto la materia como la vida, el espíritu
y el pensamiento.
Y lo que no evoluciona
pierde el impulso vital de regeneración y acaba
desapareciendo.
En consecuencia, que
todo ser vivo lleva en su código genético fecha fija
de caducidad. Las ideologías y las doctrinas, en lo
que se refiere a sus manifestaciones exteriores,
también.
Pero cambiar no suele
gustar demasiado a la especie humana. Y menos a las
instituciones, una vez que han logrado asentar en el
trono sus regias posaderas. Sin embargo el panta
rei –todo fluye- de Heráclito es consustancial a
la vida, a la permanencia y al progreso. Un somero
análisis de la Historia de las Religiones -y de
todas las Historias- nos introduciría en lo evidente
de esta experiencia y conocimiento.
Así lo entendió el
filósofo cuando dijo, 500 años antes de Cristo, que
“lo único estable es el cambio”; Escher lo expresó
también, cuando imprimió su litografía
“Relatividad”; y Bob Dylan, cuando lo cantó allá por
los años ochenta.
Cambian las cosas, pero
sobre todo cambia nuestra mente en la manera de
verlas.
En definitiva, que no se
trata sino de descubrir el nuevo espíritu –cada
época tiene el suyo- que nos ayude a abrirnos un
horizonte diferente en nuestra religiosidad, en
nuestra humanidad. De mantenerse en perenne actitud
de exploración de opciones estratégicas para, como
se dice en la jerga de los videojuegos, “pasar a la
próxima pantalla”. Pues la Verdad -como la Salvación
y la Felicidad- no es un viaje, es un camino.
Antonio Machado lo
expresó poéticamente en uno de sus poemas:
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Post Data.
Confieso que a pesar de
todo lo anteriormente dicho, los dinosaurios tienen
también billete de pasajero para viajar con todo
derecho en el Arca Universal de Noé.
Arrojarles sin más por la borda sería poco
cristiano.
Vicente Martínez