LA SILLA DE GALILEO
Astrónomos, físicos, paleontólogos, médicos,
biólogos, matemáticos, psicólogos, historiadores,
filósofos, biblistas, teólogos, moralistas,
canonistas, historiadores, antropólogos, escritores,
místicos, místicas, escritores, fueran hombres o
mujeres, seglares, religiosos, religiosas,
sacerdotes u obispos... Ningún campo del saber ha
escapado a la censura eclesiástica, llámese
Inquisición, Santo Oficio, Índice de Libros
Prohibidos o, más modernamente, Congregación para la
Doctrina de la Fe.
Un dato bien significativo: durante sus apenas once
años de pontificado, San Pío X puso ¡15 obras! en el
Índice de Libros Prohibidos. ¿Sería elevado a los
altares por tantas censuras?
Los inquisidores han ejercido siempre su papel
ejemplarmente y con celo antievangélico, sin parar
mientes en que los herejes fueran sacerdotes
ejemplares como Antonio Rosmini, en proceso de
canonización, científicos de reconocido prestigio
como Galileo Galilei y Charles Darwin, místicos que
irradiaban santidad en su derredor como los
begardos, las beguinas, el Maestro Eckhardt, Juan de
la Cruz y Teresa de Jesús, los dos últimos elevados
a los altares como ejemplo de virtudes, renombrados
teólogos como el dominico Yves Mª Congar y el
jesuita Ion Sobrino, biblistas con un gran bagaje de
investigadores como Ernest Renan, Alfred Loisy y
Lagrange, científicos que querían compaginar ciencia
y religión como el jesuita Teilhard de Chardin, hoy
injustamente caído en el olvido.
Los inquisidores no han librado de la condena ni
siquiera a sus colegas, como Ratzinger a Hans Küng
–ambos catedráticos en la Universidad de Tübingen-,
ni han tenido en cuenta su etapa de mecenazgo como
Ratzinger con Leonardo Boff, a quien pagó de su
bolsillo la publicación de su tesis y luego le
condenó al silencio, ni a asesores conciliares que
luego fueron acusados de desviaciones doctrinales
como el teólogo belga Edward Schillebeckx y el
moralista alemán Berrnard Häring, ambos llamados por
Juan XXIII como asesores del concilio Vaticano II e
inspiradores de la reforma de la Iglesia y del
diálogo de esta con la cultura moderna.
En un momento u otro de su vida todos han tenido que
sentarse en la silla de Galileo la mayoría de las
veces con el veredicto de culpabilidad dictado de
antemano, que se traducía en retirada de la cátedra,
censura de sus publicaciones e incluso destierro,
como le sucedió a Congar, quien en su ancianidad fue
nombrado cardenal.
Hubo dos excepciones: Schillebeeckx que, tras tres
procesos, salió indemne y sin ceder un ápice en sus
posiciones doctrinales por la contundencia de su
defensa ante la Congregación para la Doctrina de la
Fe (CDF), y Häring, que, tras diez años de juicio,
llegó a decir al Inquisidor de la Fe que le tocó en
suerte que prefería estar ante los tribunales de las
SS que ante el Santo Oficio. ¡Cómo sería el
proceso!
Peor suerte corrieron otros teólogos y científicos
que dieron con los huesos en la hoguera. Fue el caso
de la beguina francesa Margarita Porete, quemada
junto con su libro Espejo de las almas simples
en la Plaza de Grève (1310). Igual suerte corrió el
científico Giordano Bruno quemado en el Campo de las
Flores (1600) ¡qué cruel ironía! El mismo final tuvo
el reformador checo Juan Hus (1415) delante de las
murallas de la ciudad alemana de Constanza. No fue
mejor el destino de Miguel Servet, pasto de las
llamas junto con su libro condenado en la colina
ginebrina de Champel (1553).
La silla de Galileo o la hoguera: son las dos
salidas de la Inquisición para los heterodoxos.
¿Y hoy? Ya no hay piras crematorias físicas que
consuman los cuerpos de los herejes, pero sigue
habiéndolas psicológicas y morales, que pretenden
quemar las conciencias críticas y minar las mentes
religiosas más lúcidas, aunque, muchas veces sin
conseguirlo, ya que éstas no renuncian a la libertad
de pensamiento y de expresión, ni venden su palabra
por un plato de lentejas.
Inquisidores y herejes sigue habiendo hoy. Y los
habrá mientras los funcionarios de Dios se erijan en
tribunal inmisericorde que suplante el juicio
misericordioso de Dios.
En el frontispicio de su libro ‘El ateísmo en el
cristianismo’ escribe Bloch: “Lo mejor de las
religiones es que crea herejes”. Quizá lleve
razón.
Juan José Tamayo