¿Y SI NOS QUEDAMOS SIN
SACERDOTES?
La semana pasada escribía cómo la Iglesia del primer
milenio tuvo un concepto de la vocación sacerdotal
muy distinto del que tenemos ahora. Hoy se piensa
que la vocación es la "llamada de Dios" para que un
cristiano, con la aprobación del obispo, pueda ser
ordenado sacerdote.
En los primeros diez siglos de la Iglesia, se
pensaba que la vocación era la "llamada de la
comunidad" para que un cristiano fuese ordenado
sacerdote.
Pero ocurre que, en este momento, la escasez de
vocaciones es un hecho tan notable que hasta los
políticos cristianodemócratas de Alemania han hecho
pública una carta en la que piden al episcopado que
puedan ser ordenados de sacerdotes hombres casados.
Hasta los hombres de la política andan preocupados
de lo mal que van las cosas en la Iglesia, entre
otros motivos, por la alarmante falta de sacerdotes
para atender las necesidades espirituales de los
católicos.
Así están las cosas en este momento. Los obispos -ya
lo han dicho los alemanes- no están dispuestos a
suprimir la ley del celibato. Y menos aún estarían
dispuestos a tomar decisiones más radicales en
cuanto se refiere al clero, especialmente por lo que
respecta a la necesidad de que en la Iglesia haya
sacerdotes para administrar los sacramentos. Yo no
sé si los obispos van a ceder en este delicado
asunto. Y si ceden, cuándo lo harán.
Sea lo que sea de todo esto, me parece que ha
llegado el momento de afrontar esta pregunta: ¿y si
llega el día en que nos quedemos prácticamente sin
sacerdotes? ¿sería eso el derrumbe total de la
Iglesia?
El cristianismo tiene su origen en Jesús de Nazaret.
Pero Jesús no fue sacerdote. Jesús fue un laico, que
vivió y enseñó su mensaje como laico. Jesús reunió
un grupo de discípulos y nombró doce apóstoles. Pero
aquel grupo estaba compuesto por hombres y mujeres
que iban con él de pueblo en pueblo (Lc 8, 1-3; Mc
15, 40-41).
La muerte de Jesús en la cruz no fue un ritual
religioso, sino la ejecución civil de un subversivo.
Por eso la carta a los hebreos dice que Cristo fue
sacerdote. Pero este escrito es el más radicalmente
laico de todo el Nuevo Testamento. Porque el
sacerdocio de Cristo no fue "ritual", sino
"existencial". Es decir, lo que Cristo ofreció, no
fue un rito ceremonial en un templo, sino su
existencia entera, en el trabajo, en la vida con los
demás y sobre todo en la horrible muerte que sufrió.
Para los cristianos, no hay más sacerdocio que el de
Cristo, que consiste en que cada uno viva para los
demás. Ni más ni menos que eso. El sacerdocio
cristiano, tal como se vive en la Iglesia, no tiene
fundamento bíblico alguno. Por eso en la Iglesia no
tiene que haber hombres "consagrados". Lo que tiene
que haber es hombres y mujeres "ejemplares". El
"sacerdocio santo" y el "sacerdocio real" del que
habla la 1ª carta de Pedro (1, 5. 9) es una mera
denominación "espiritual" de todos los cristianos.
Además, en todo el Nuevo Testamento jamás se habla
de "sacerdotes" en la Iglesia. Es más, está bien
demostrado que los autores del Nuevo Testamento,
desde san Pablo hasta el Apocalipsis, evitan
cuidadosamente aplicar la palabra o el concepto de
"sacerdote" a los que presidían en las comunidades
que se iban formando.
Esta situación se mantuvo hasta el siglo III. O sea,
la Iglesia vivió durante casi doscientos años sin
sacerdotes. La comunidad celebraba la eucaristía,
pero nunca se dice que la presidiera un "sacerdote".
En las comunidades cristianas había responsables o
encargados de diversas tareas, pero no se les
consideraba hombres "sagrados" o "consagrados". En
el siglo III, Tertuliano informa de que cualquier
cristiano presidía la eucaristía ("De exhort. cast.
VII, 3).
¿Qué pasaría si se acabaran los sacerdotes en la
Iglesia? Simplemente que la Iglesia recuperaría, en
la práctica, el modelo original que Jesús quiso. Lo
que pasaría, por tanto, es que la Iglesia sería más
auténtica. Una Iglesia más presente en el pueblo y
entre los ciudadanos. Una Iglesia sin clero, sin
funcionarios, sin dignidades que dividen y separan.
Sólo así retomaríamos el camino que siguió el
movimiento de Jesús: un movimiento profético,
carismático, secular.
El clericalismo, los hombres sagrados y los
consagrados han alejado a la Iglesia del Evangelio y
del pueblo. Así lo ve y lo dice la gente. La Iglesia
se pensó que, teniendo un clero abundante y con
prestigio, sería una Iglesia fuerte, con influencia
en la cultura y en la sociedad. Pero a los hechos me
remito. Ese modelo de Iglesia se está agotando. No
podemos ignorar todo el bien que los sacerdotes y
los religiosos han hecho. Y el que siguen haciendo.
Pero tampoco podemos olvidar los escándalos y
violencias que en la Iglesia se han vivido y de los
que el clero, en gran medida, ha sido responsable.
Pero lo peor no es nada de eso. Lo más negativo, que
ha dado de sí el modelo clerical de la Iglesia, es
que quienes han tenido el "poder sagrado", se han
erigido en los responsables y, de las "comunidades
de creyentes" han hecho "súbditos obedientes".
La Iglesia se ha partido, se ha dividido, unos pocos
mandando y los demás obedeciendo. En la Iglesia debe
haber, como en toda institución humana, personas
encargadas de la gestión de los asuntos, de la
coordinación, de la enseñanza del mensaje de
Jesús... Pero, una de dos: o Jesús vivió equivocado
o los que andamos equivocados somos nosotros.
Por supuesto, el final del clero no se puede
improvisar. Probablemente el cambio se va a
producir, no por decisiones que vengan de Roma, sino
porque la vida y el giro que ha tomado la historia
nos van a llevar a eso: a una Iglesia compuesta por
comunidades de fieles, conscientes de su
responsabilidad, unidos a sus obispos (presididos
por el obispo de Roma), respetando los diversos
pueblos, naciones y culturas. Y preocupados sobre
todo por hacer visible y patente la memoria de
Jesús.
Ya son muchas las comunidades que, por todo el
mundo, a falta de clérigos, son los laicos los que
celebran ellos solos la eucaristía. Porque son
muchos los cristianos que están persuadidos de que
la celebración de la eucaristía no es un privilegio
de los sacerdotes, sino un derecho de la comunidad.
El proceso está en marcha. Y mi convicción es que
nadie lo va a detener.
Termino afirmando que, si digo estas cosas, no es
porque me importe poco la Iglesia o porque no la
quiera ver ni en pintura. Todo lo contrario.
Precisamente porque le debo tanto y me importa
tanto, por eso, lo que más deseo es que sea fiel a
Jesús y al Evangelio.
José María Castillo
josemariacastillo