Mandar bien nunca ha sido fácil. Pero antes la gente
aguantaba más y se toleraban las salidas de tono del
jefe o del padre, es decir, que se podía mandar mal
sin que se hundiera el barco. Hoy hay que mandar
bien a la fuerza, o sea no por la fuerza sino
convenciendo. O te la montan.
Se habla de crisis de autoridad, de la rebeldía de los
jóvenes. Lo que pasa es que la gente, joven y no tan
joven, tomó conciencia de sus derechos tanto como de
las limitaciones de los derechos de los demás.
La familia se ha democratizado. Y cómo han cambiado las
relaciones paterno-filiales. Al calor del hogar y en
confianza, las barreras se han roto. Pero todo esto
no queda en casa, los hijos tratan a sus profes como
a sus padres, la transferencia sentimental llega a
cualquier tipo de mando. Se pierde el temor a hablar
con franqueza al mando, a quien se le considera ya
casi un igual.
ESTEREOTIPOS
DE MANDOS
Cada maestrillo tiene su librillo, cada mando es un mundo
aparte. Pero la clasificación en unas pocas casillas
es obligada, cuando se trata de explicar las cosas.
Son en una palabra “estereotipos”, que no se dan en
la práctica tal cual, aunque algunos se acerquen
bastante al retrato robot.
Esto que decimos se lo puede aplicar cualquiera que mande,
sea en una familia, en un departamento de una
empresa o en una comunidad religiosa.
El primer estilo podría ser el mando
absorbente, que es sólo jefe de sí
mismo. No es que no tenga a nadie a su servicio, es
que no sabe sacar partido de su equipo. Mientras su
gente se cruza de brazos, porque apenas sabe qué
hacer, el jefe absorbente planifica el trabajo él
solito y se asigna a sí mismo todas las tareas
importantes.
Se queja, eso sí, de que no tiene tiempo para todo y que
nadie le ayuda, pero a nadie considera
suficientemente capaz y no se queda tranquilo si no
pasa todo por su mano. Es muy trabajador, pero no se
atreve a ejercer como auténtico mando.
El mando
autoritario subsiste en nuestros días,
para desgracia de la gente que está a su cargo. Este
mando emplea el poder de forma coercitiva, haciendo
uso de amenazas y castigos para el que incumpla sus
órdenes. Impone sin disimulos sus propias
decisiones. No quiere saber lo que piensa la gente,
porque según él, no se les paga por pensar, sino por
trabajar.
Abusa de sus subordinados en la medida que se lo permitan.
A decir verdad, colma esa medida y la rebasa, “se
pasa”, aunque también teme la sublevación. Se
autocontrola en función sobre todo de la valía de la
gente y la posibilidad que tenga ésta de huir hacia
otros trabajos. Se ensaña sin pudor cuando sostiene
la sartén por el mango, por eso resulta
especialmente despreciable. Lógicamente está hoy muy
mal visto en países y entornos donde se defienden
los derechos humanos.
El mando PERSUASIVO es otro estilo de jefe
autocrático, pero que actúa con diplomacia y modos
aparentemente suaves. Se dice que es un jefe
autocrático de tipo venusiano, en contraposición al
jefe autoritario, que es tipo marciano. Venus
frente a Marte, mano izquierda o mano derecha, pero
en el fondo lo mismo. O peor, porque al mando
autoritario se le ve venir y éste en cambio tiene
por costumbre actuar con disimulo y engaño.
El mando persuasivo es en esencia manipulador: emplea su
habilidad y toda clase de argumentos y argucias para
lograr que sus decisiones sean aceptadas de buen
grado. No admite desviaciones ni matices, las cosas
han de hacerse tal y como él nos las ha enseñado.
Trata de evitar por todos los medios el enfrentamiento con
sus subordinados. Y si hay que llegar a eso, busca a
algún mando intermedio que sea el que amenace o
castigue. Él mantiene a toda costa el prurito de no
mancharse las manos con sangre de nadie. Aunque
también se da el caso del directivo que hace gala de
estar a todas: “yo me entiendo bien con mi gente por
las buenas, pero eso sí, si alguien se desmanda,
también sé responder, que a las malas, no hay quien
me gane”.
Otro estereotipo cada vez más frecuente es el mando
NEGOCIADOR, que pacta con sus subordinados y les
deja hacer a su antojo en unas cosas siempre que
cumplan sus órdenes en otras que le afectan
personalmente o considera
fundamentales. Hace la vista gorda cuando los suyos
se toman libertades en principio inadmisibles, a
cambio de que no les fallen en determinados asuntos.
Las obligaciones del trabajo se hacen en definitiva
como favores personales, que se pagan mediante
distintas concesiones.
Este tipo de mando contemporizador se produce sobre todo
cuando el jefe padece escasez de recursos
coercitivos. Es el caso de los empleados que saben
que cualquier clase de castigo le está vetado por la
superioridad o por los sindicatos. O cuando ni la
remuneración, ni siquiera la permanencia en el
puesto de trabajo, depende de lo que opine de ellos
su mando directo. Y a falta de otras mejores
habilidades de liderazgo, no le queda más salida que
la de ir pasteleando con los que tiene al lado.
Frente a tanto despropósito de estilo de mando, las que
fueron en su día modernas ciencias del
comportamiento y hoy son ya de la tercera edad, han
diseñado unas formas muy sanas de mandar.
El mando PARTICIPATIVO emplea su capacidad personal
e incluso sus recursos jerárquicos para potenciar
una situación abierta, en la que todos participan
con igual peso en las decisiones conjuntas y en la
que se trabaja en equipo. A cada miembro del grupo
se le requiere para que opine y sugiera mejores
formas de hacer y aporte sus experiencias.
Se elaboran las decisiones con el mayor consenso posible y
total transparencia. No se esconden tampoco los
resultados: los triunfos se consideran fruto de la labor de
todos y estimulan la continuación mientras que los
fallidos provocan directamente el cambio.
El jefe se reserva quizás alguna tarea específica y en este
sentido es un colaborador más, pero además coordina
la labor de todos, presta ayuda a quien lo necesite
o la busca en otros, está pendiente de la moral y
buen ambiente del equipo. Está siempre disponible.
Cuando los miembros del equipo sean muy maduros y
experimentados y sobre todo cuando las
circunstancias espaciales lo aconsejen, el jefe
podrá recurrir al MANDO POR DELEGACIÓN. El
subordinado trabaja por su cuenta, según su propia
iniciativa, para alcanzar los objetivos que ha
consensuado previamente con el jefe. El delegado se
hace plenamente responsable de ellos.
Conjuntamente habrán dispuesto también los medios precisos
para lograr esos objetivos. Al final de la etapa
marcada, volverán a reunirse jefe y delegado para
valorar los resultados y tomar las medidas que
estimen necesarias. Pero ante cualquier imprevisto,
el empleado podrá recurrir al jefe para demandarle
consejo o ayuda extra.
Podríamos incluir todavía en este elenco de estilos, al
mando PERMISIVO, aunque a decir verdad es la
negación del mando. Deja hacer al equipo lo que le
plazca. No tiene en cuenta la poca o mucha madurez
de su gente para asumir sus tareas. No interviene,
de nada se ocupa, ha abandonado en la práctica
cualquier aspecto de su responsabilidad como
directivo. Es mando sólo de nombre, esto es,
únicamente a la hora de figurar en nómina.
ADECUACIÓN AL GRUPO
Parece razonable que el estilo de mando se corresponda con
la madurez del grupo y de cada miembro del equipo en
concreto. Podrá delegar misiones en los que sabe que
van a poder responder. Trabajará en equipo con gente
suficientemente preparada. Y cuando el empleado esté
aún poco formado, al decirle lo que tiene que hacer,
le irá dando razones de sus instrucciones.
Un buen mando sabe asumir riesgos, va por delante
estimulando el desarrollo de su gente. Un estilo de
mando conservador retrasa la maduración del grupo.
Nunca los encontrará preparados, nunca les concederá
la mayoría de edad.
UN ÚLTIMO APUNTE SOBRE LA DELEGACIÓN
La responsabilidad se contrae en tanto en cuanto se dispone
de medios para hacer frente a una tarea. Sin poder,
no hay responsabilidad. A más poder, más
responsabilidad. Quien nada puede hacer por remediar
un problema no es responsable de su existencia. Y en
cuanto se poseen medios para atajarlo, se
responsabiliza en esa misma medida de que persista.
La responsabilidad no se delega, no se pierde al delegar,
sino que se multiplica. El delegante entrega el
poder, cede los medios al delegado quien asume la
correspondiente responsabilidad. Pero el delegante
permanece responsable, porque tuvo el poder y
decidió delegarlo asumiendo ese riesgo.
Como es evidente, ha de ser muy alto el nivel de confianza
del delegante en el delegado porque pone en sus
manos una tarea de cuyo resultado saldrá
responsable. Para delegar bien hay que tener nervios
de acero, porque hay que demostrar fehacientemente
que te fías de lo que el otro resuelva y no andar
inmiscuyéndote en su tarea. Porque en cuanto el
delegado vea que te falta confianza y le supervisas,
dejará de sentirse plenamente responsable. La
delegación se habrá convertido en un mero encargo de
trabajo.
Las conclusiones de todo esto, son tan evidentes
como comprometidas. No será difícil la aplicación de
algún estereotipo a ciertos mandos. Más cuesta
arriba se hace el juicio sincero sobre cada uno. Yo
con su permiso me evito tener que señalar. Mejor
usted mismo. Gracias.
Rafael Calvo Beca
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