CUANDO LA NATURALEZA PARECE INJUSTA
Ya se anuncia la primavera pese al frio de estos
días, como si supiera que queremos apartarlo hasta
el próximo año y él se resistiera. Los árboles dejan
ver las yemas que anuncian vida y verdor.
El año pasado plantaron arbolitos en un nuevo paseo
cerca de casa; en hilera y apuntalados para
favorecer su crecimiento. Todos fueron floreciendo,
cada uno a su ritmo, pese a haber sido plantados en
el mismo día, con la tierra igualmente abonada
(¡Cómo nos parecemos a ellos!)
Sin embargo, uno de ellos no lo hizo. Inútilmente le
di ánimos con mi mirada todos los días para que no
sintiera vergüenza por su tardanza ante los otros,
pero no floreció. Este año tampoco. Creo que está
seco y me entristece.
Me he preguntado por qué no ha tenido fuerza como
los demás para asomarse a la vida. No me entristece
que un árbol viejo haya muerto, porque anida mil
vidas en su interior, porque mil aves habitaron sus
ramas, porque es testigo vivo de una misión
cumplida, de lo dado gratuitamente y me parece
igualmente bello y vivo en su naturaleza muerta,
como un icono de lo que es la vida después de la
muerte. Pero sí me cuesta pensar que el árbol recién
plantado no fue dotado para entrar a la vida.
Esta semana a nuestro sobrino más pequeño, con solo
cuatro meses de vida, le han detectado una sordera.
En los estudios que le están haciendo los médicos
temen que también esté ciego y analizan para
comprobar que no haya otras lesiones y hasta qué
punto le dañan las anteriores.
¡Pobre Pepet, tan pequeño y tan mal dotado para
afrontar una vida tan competitiva, una sociedad tan
cruel con los diferentes, tan poco tolerante a los
límites, tan irascible con los que no lo pillan todo
a la primera, tan olvidada de los últimos!
He reflexionado mucho sobre él estos días. Algo muy
grande tiene que decirnos a todos los que le
queremos. Algo muy especial ha de ser su vida.
Cuando la naturaleza muestra su cara más cruel hace
que saquemos de nosotros valores insospechados. LaS
flores más bellas son las más exóticas, las
especiales, porque son únicas y nos llaman a
detenernos para contemplar lo único.
Tengo la suerte de pertenecer a una familia que no
entra en la manía de culpar a Dios de todos los
males, que no recurre a él como un mago en paro,
pendiente de los trabajos que le pidamos los humanos
siempre a cambio de un salario mínimo.
Marta y Gustau, los padres de Pepet, aceptan desde
el dolor que la naturaleza y la vida son así,
infinitamente bella y sorprendente, o tremendamente
cruel a nuestros ojos, sin repuesta a nuestras
quejas.
Encajar, respirar, asumir, guardar silencio,
aflojarnos, sólo eso cabe hacer… y también cubrir de
cuidado y amor. Y Dios está en la vida como esos
padres, igual de impotente, igualmente dolorido;
sólo puede, como ellos, acompañarla con infinito
cuidado.
En algunas civilizaciones a las niñas y niños como
mi sobrino se les guardaba veneración. Pensaban que
Dios los habitaba de forma especial, eso mismo
enseñó Jesús. También yo lo creo.
Me ha dado por preguntarme qué nos trae de riqueza
exclusiva su vida, su pequeña vida. Qué tesoro se
esconde en un interior tan cerrado. Si sus vías de
comunicación se nos ocultan, tendremos que
contemplar con destreza la inmensa hondura de su
interior.
Su silencio acallará nuestras palabras y quizás
aprendamos por él una comunicación más profunda.
Ganaremos destreza en el tacto y la caricia,
descubriremos lo que se oculta a los ojos
superficiales. Por él aprenderemos a descubrir a
muchos otros de los que en sus limitaciones se
encierran grandezas.
Matilde Gastalver