LA TIERRA DEL SOL NACIENTE
“La tierra
del sol naciente”: eso significa Japón, como se sabe, y
es la hora de recordarlo. Es seguro que no fueron los
japoneses los que inventaron ese nombre, pues para ellos
el sol nace en el mar del Este, en el inmenso y
tranquilo Océano Pacífico que llega hasta las costas
americanas que llamamos Occidente.
El Oriente
del Oriente es el Occidente, y el Occidente del
Occidente es el Oriente. Somos el mismo planeta pequeño
y redondo. El mismo sol nace para todos, y todos somos
los unos para los otros la tierra del sol naciente. Cada
mañana recibimos con gratitud el sol que nos viene del
Oriente y cada noche se lo ofrecemos al Occidente,
mientras se oculta en nuestras montañas y mares. Así es
todo, y así está bien.
¿Todo está
bien así? Después del terrible terremoto, después del
devastador tsunami –palabra japonesa que significa “ola
de puerto”–, se nos traban las palabras. ¿Y quién sabe
lo que será de Fukushima dentro de unos días, cuando se
publiquen estas líneas que escribo?
Todos los
diagnósticos son inseguros, e inciertos todos los
pronósticos. Nuestras palabras son como los haikus, esos
mínimos poemas japoneses de diecisiete sílabas en tres
líneas que quedan siempre como suspendidos en el aire:
“¿Es primavera?
La colina sin nombre
se perdió en la neblina” (Basho)
Así nos
sentimos, como cuando uno es arrastrado por la ola o
como cuando la tierra se mueve y se hiende bajo los
pies. Esa es nuestra condición.
Y los
acontecimientos se suceden con tanta rapidez y todo es
tan efímero que no perdura ni siquiera la memoria de los
muertos. En muy pocos días, el peligro de Fukushima y de
las centrales nucleares del planeta casi nos ha hecho
olvidar a los miles y miles de muertos de Sendai. ¡Qué
pronto olvidamos a los muertos, y a los supervivientes,
tantas veces más desgraciados que los muertos! ¿Quién se
acuerda ya de los muertos y de los vivos de Haití,
Afganistán y Palestina?
Todo esto es
muy desolador, y los seres humanos somos el mayor
peligro de la Tierra. Pero creo que precisamente la
perplejidad, la inquietud y la desolación ante todas las
tierras en que nace el sol nos llaman a recuperar la fe
en la vida, la memoria de los nuestros que son todos, y
el cuidado mutuo para que haya un futuro que
necesariamente habrá de ser único para todos los seres
del Oriente y del Occidente, del Norte y del Sur.
Es la hora
de hacer de nuevo un acto común de fe en la Tierra con
sus terremotos, en el mar con sus tsunamis, en el ser
humano con todos sus peligros, en la naturaleza con
todos sus seres. Un acto de fe en la creación, más allá
de todas las confesiones.
Cuenta el
Kojiki (“Registro de las cosas antiguas”), libro sagrado
sintoísta de Japón escrito en el s. VIII de nuestra era,
que Izanami e Izanagi –hermana y hermano– fueron los
dioses encargados de acabar la creación de este mundo.
Su trabajo consistió en “completar y solidificar la
tierra en movimiento”. Izanagi sumergió en el mar una
lanza enjoyada y, al levantarla, las gotas de agua que
cayeron de ella se convirtieron en las islas de Japón.
Luego, los dos dioses hermanos crearon los kamis,
espíritus o dioses que habitan en ríos, montañas,
árboles y océanos y en todos los lugares.
Es urgente volver a
reconocer esa visión: la naturaleza como presencia
sagrada. No importa cómo se designe la sacralidad: kami
o espíritu, energía o Dios, con minúscula o mayúscula.
El cosmos infinitamente grande es sagrado, el átomo y su
universo infinitamente pequeño es sagrado.
La Tierra, con el sol que
alumbra de día y la luna que alumbra de noche, es
sagrada. La geografía entera es un gran santuario, y
todos debiéramos hacer como hacen muchas japonesas y
japoneses que, con todos sus adelantos, siguen visitando
devotamente sus santuarios naturales para venerar a los
kamis.
Una
lamparita de cera, una flor, unas manos unidas, una
inclinación, una plegaria sencilla. Luego seguirá la
vida, pero no estamos solos, no somos el centro, y no
somos los primeros ni seremos los últimos, y no somos
nosotros los que hemos creado esta Tierra sagrada, sino
que nos ha sido dada, ella nos engendró y ella nos
sostiene. Reconocer y venerar:
eso es lo primero. Y sin eso, ningún adelanto será
verdadero.
Los acontecimientos de
Japón son dramáticos, pero tenemos mucho que aprender
del drama. Debemos aprender que no somos los dueños y
señores de la Tierra, sino hijos e hijas de la Tierra.
Que la Tierra es anterior a nosotros y es inmensamente
poderosa, infinitamente más poderosa que el mayor
terremoto o el tsunami más gigantesco.
¿Quién no
comprende ahora que, desde hace milenios, los seres
humanos hayan creído que la Tierra está habitada por
kamis o por espíritus y dioses, a veces buenos y a veces
terribles? No, no existen los espíritus ni los dioses,
pero la “Naturaleza” existe y es poderosa, y misteriosa
y sagrada.
También la
mente humana y todos sus poderes son, en realidad,
manifestación del poder de esa naturaleza. Y todas las
bombas atómicas que podamos inventar y hacer estallar
también están contenidas ahí, en la Naturaleza. Y
nosotros somos esa naturaleza, y no podemos cuidarnos
sin cuidarla.
Pero la
naturaleza que nos engendra y que somos está inacabada.
También esto debemos aprender. Los dioses hermanos
Izanami e Izanagi aún no han terminado de “completar y
solidificar la tierra en movimiento”. La creación no ha
llegado aún al séptimo día bíblico. Dios no descansa
todavía. El Espíritu sigue animando al cosmos y a la
tierra y a todos los seres. No está fuera, está dentro.
Pero no está dentro como una parte, sino como el todo en
cada parte, como el alma en todo.
No sé si los
japoneses devotos se quejarán de los kamis, pero
nosotros, los cristianos, a veces nos quejamos de Dios,
como si Dios fuera un monarca poderoso que tuviera la
culpa o la explicación. No tiene sentido que, ante
ninguna catástrofe, preguntemos a Dios: “¿Por qué, oh
Dios?”, como si Dios estuviera fuera para dar respuesta.
No hay respuesta. Nosotros debemos dar la respuesta,
haciendo que la vida siga para todos, haciendo que Dios
sea en todas las cosas.
Dios camina
en el corazón de la creación en marcha. El cosmos está
en movimiento. La Tierra está en movimiento. La especie
humana y todos los seres están en movimiento, como una
mariposa que, rota la crisálida, acabara de echarse a
volar. ¿A dónde va?
“La mariposa revolotea
como si desesperara
en este mundo”, dice un haiku de Issa.
Pero no
desesperemos. El Espíritu de Dios sigue revoloteando
sobre las aguas, sigue aleteando, sigue alentando y
animando el corazón de cuanto es, hasta este nuestro
pobre pequeño corazón, para que no tema la muerte.
Sendai y
Fukushima nos recuerdan que somos mortales, pero que la
vida seguirá. Que vamos a morir, pero debemos cuidarnos.
Y que Japón se rehará, porque, como dice el admirable
haiku de Shiki,
“la hierba reverdece
sin ayuda de nadie.
La flor florece”.
O este otro
de Basho, igual de admirable:
“Los crisantemos se incorporan,
etéreos,
tras el chubasco”.
Con esa fe,
insegura como una mariposa, en esta hora de inquietud y
de incertidumbre, bendigo a Japón y todas sus islas,
gotitas de agua verde sembradas por Izanami e Izanagi en
el océano azul, poderoso y pacífico. Bendigo al Monte
Fuji, a los ciruelos rojos y a todos los cerezos blancos
en flor. El sol nace, la vida florece.
José Arregi
Para orar
Oh Dioses de la
purificación,
creados por orden del
padre y de la madre que habitan en el Cielo
en el momento en que el
Dios Izanagi no Mikoto
se bañó en la estrecha
quebrada
de un río cubierto por
árboles permanentemente frondosos
en la región del Sur.
Con todo el respeto y
desde el fondo del corazón
pedimos que nos
escuchéis,
como el espíritu que
escucha nuestra intención con oídos atentos,
y que, juntamente con
los demás Dioses del Cielo y de la Tierra,
purifiquéis todas las
maldades, desgracias y pecados.
Miroku Oomikami,
bendícenos y protégenos.
Meishu Sama, bendícenos
y protégenos.
Para ensanchamiento de
nuestra alma,
que se haga vuestra
voluntad.
Oración tradicional
sintoísta