DISCURSO DE Barack
Obama
Desayuno Nacional de la Oración
5.02.09 -
Washington, DC
Buenos
días… Michelle y yo nos sentimos honrados al compartir con
ustedes nuestra plegaria de esta mañana. Sé que este
desayuno tiene una larga historia en Washington, y como la
fe ha sido siempre una fuerza orientadora en nuestra vida
familiar, nos sentimos como en casa, y esperamos mantener
esta tradición activa durante el tiempo en que estemos aquí.
Es una
tradición que según me han contado, comenzó en la ciudad de
Seattle. Transcurría el momento culminante de la Gran
Depresión, y la mayoría de la gente se encontraba sin
trabajo. Muchos cayeron en la pobreza. Algunos lo perdieron
todo.
Los
líderes de cierta comunidad hicieron todo lo posible por
aquellos que estaban sufriendo en aquel lugar. Y luego
decidieron hacer algo más: comenzaron a rezar.
Independientemente de cuál fuera la parcialidad o afiliación
religiosa a la que perteneciera cada uno. Simplemente se
reunieron una mañana como hermanos y hermanas para compartir
una comida y para hablar con Dios.
Esos
desayunos rápidamente se diseminaron por todo Seattle, y
luego por distintas ciudades y pueblos a través de América,
hasta llegar a Washington. Y poco tiempo después que el
Presidente Eisenhower pidiera a un grupo de Senadores si
podían acompañarlo en su desayuno de oración, se
convirtieron en un evento nacional.
En el
momento actual, al ver aquí presidentes y dignatarios de
todas partes del mundo, se me hace evidente que ésta es una
de las raras ocasiones que aún es capaz de reunir a gran
parte del mundo en un momento de paz y buena voluntad.
Cuento
esta historia porque con demasiada frecuencia hemos visto
que se utiliza la fe como herramienta para dividir a unos de
otros; como una excusa para el prejuicio y la intolerancia.
Se han emprendido guerras. Se han ejecutado inocentes. A lo
largo de los siglos, religiones enteras han sido
perseguidas, siempre en el nombre de lo que se cree
correcto.
Sin
duda la misma naturaleza de la fe muestra que nuestras
creencias nunca serán iguales. Leemos diferentes libros.
Seguimos diferentes mandatos. Estamos suscritos a diferentes
relatos acerca de cómo fue que llegamos aquí, y adonde
iremos luego. Y algunos no profesan absolutamente fe alguna.
Pero
independientemente de aquello en que elijamos creer,
recordemos que no existe ninguna religión cuyo credo central
sea el odio. No existe Dios que consienta la eliminación de
seres humanos inocentes. Esto lo sabemos muy bien.
Sabemos también que a pesar de nuestras diferencias, hay una
ley que vincula a las grandes religiones. Jesús nos dijo
“ama a tu prójimo como a ti mismo”. La Torah ordena:
“aquello que sea malo para ti, no lo hagas a tus
semejantes”. En el Islam, hay una enseñanza que afirma:
“ninguno cree realmente hasta que desea para su hermano lo
mismo que desea para si”. Y lo mismo vale para los Budistas,
los Hinduistas, los seguidores de Confucio y para los
humanistas.
Es,
por supuesto, la Regla de Oro, la propuesta que nos invita a
amarnos, a entendernos, a tratar con dignidad y respeto a
todos aquellos con quienes compartimos un breve momento en
esta tierra.
Es una
regla antigua, una regla simple, pero también uno de los
mayores desafíos. Porque pide de cada uno de nosotros que
tomemos responsabilidad por el bienestar de gente que tal
vez no conocemos ni admiramos y con quienes tal vez no
coincidimos en todo.
A
veces, nos pide que nos reconciliemos con acérrimos
enemigos, o que resolvamos viejas disputas. Y eso requiere
una fe activa, vital, y fervorosa. Requiere no sólo que
creamos, sino que actuemos, para dar algo de nosotros para
beneficio de otros y la construcción de un mundo mejor.
De
este modo, la fe particular que nos motiva puede promover un
bien mayor para todos. En lugar de separarnos, nuestras
variadas creencias pueden unirnos en la intención de
alimentar al hambriento y confortar al afligido; en la
intención de llevar paz donde hay conflicto y reconstruir lo
que ha sido roto; para levantar a aquellos que han caído en
un tiempo de dificultad.
Esta
no es sólo nuestra obligación como personas de fe, sino
también como ciudadanos de América, y será el propósito de
la Oficina de la Casa Blanca para Asociaciones Religiosas y
Vecinales, que anunciaré más adelante en el día de hoy.
El
objetivo de esta oficina no será otorgar beneficios a favor
de un grupo religioso sobre otros, ni tampoco el beneficio
de grupos religiosos sobre aquellos que no lo son. Será
simplemente el de facilitar el trabajo de aquellas
organizaciones que trabajan para el beneficio de nuestras
comunidades, y hacer eso sin borrar la línea que nuestros
fundadores sabiamente trazaron entre iglesia y estado.
Este
trabajo es importante, porque ya se trate de un grupo que
asesora a familias amenazadas por el desalojo, o de grupos
de fe que proveen capacitación laboral a quienes están
desempleados, pocos se encuentran tan cerca de lo que ocurre
en las calles y vecindarios que estas organizaciones. La
gente confía en ellas. Las comunidades creen en ellas. Y
nosotros las vamos a ayudar.
Trataremos también de alcanzar a líderes y estudiantes en
todo el mundo para cultivar un diálogo pacífico y productivo
en torno al tema de la fe. No espero que las diferencias
desaparezcan de la noche a la mañana, ni tampoco creo que
las antiguas perspectivas y los conflictos vayan a
evaporarse repentinamente. Pero sí creo que si podemos
hablar con el otro abierta y honestamente, tal vez las
viejas grietas comenzarán a ser reparadas, y nuevas
sociedades comenzarán a emerger.
En un
mundo que se hace más pequeño cada día, tal vez podamos ir
dejando afuera a las destructivas fuerzas del fanatismo,
haciendo lugar para el sano poder del mutuo entendimiento.
Esta
es mi esperanza. Esta es mi plegaria.
Creo
que este beneficio es posible porque mi fe me dice que todo
es posible, pero también creo en base a lo que he visto y he
vivido.
No me
crié en una casa particularmente religiosa. Tuve un padre
que nació musulmán pero se volvió ateo, abuelos metodistas y
bautistas no practicantes, y una madre que no creía en la
religión organizada, a pesar de ser la más bondadosa y
espiritual persona que jamás he conocido. De niño ella me
enseño a amar y a comprender, y a tratar a otros como
quisiera que me trataran a mí.
No me
convertí en cristiano sino muchos años después, cuando me
trasladé a la Zona Sur de Chicago luego de la secundaria. No
fue por adoctrinamiento ni por una súbita revelación, sino
porque pasé mes tras mes trabajando con gente de la iglesia
que simplemente quería ayudar a los vecinos que estaban
pasando por un mal momento, sin tomar en cuenta qué aspecto
tenían, o de dónde venían, o a quién dirigían sus oraciones.
Fue en
esas calles, en esos vecindarios, donde por primera vez
sentí el espíritu de Dios llamándome. Fue allí donde me
sentí llamado para un propósito superior, Su propósito.
En
diferentes caminos y de diferentes formas, es ese espíritu y
esa sensación de propósito lo que guió a los amigos y
vecinos de aquel primer desayuno de oración en Seattle, hace
tanto tiempo, en otro período de prueba para nuestra nación.
Es lo que guía a amigos y vecinos de tantas naciones y
confesiones hacia aquí el día de hoy.
Venimos a compartir el pan y a dar gracias y a buscar
orientación, pero también a fortalecer nuestra dedicación a
la misión de amor y servicio que yace en el corazón de toda
la humanidad. Como San Agustín dijo una vez: “Reza como si
todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de
ti”.
Así
que recemos juntos esta mañana de febrero, pero trabajemos
juntos también todos los días y meses que tenemos por
delante. Porque es sólo a través de la lucha y el esfuerzo
común como hermanas y hermanos, que cumpliremos nuestros
mayores destinos como criaturas amadas de Dios. Les pido que
se unan a mi en ese esfuerzo, y también les pido que recen
por mi, por mi familia, y por la continua perfección de
nuestra unión. Gracias