LOS POBRES, COMIENZO Y FIN DE LA HISTORIA
Desde hace años vengo buscando cuál es la voluntad de
Dios sobre mí, sobre la Iglesia, sobre la Misión. He
rezado, incluso he llorado. He hecho silencio por largo
tiempo hasta enfermarme. He escrutado la Biblia con una
lupa, la he devorado. He leído sobre el tema infinidad
de libros y garabateado montañas de páginas. Y hasta
ahora no he encontrado mejor respuesta que la de Mateo
en el capítulo 25 de su evangelio.
También Mateo ha buscado y tanteado. Pero en el momento
de terminar su evangelio, todo lo ha clarificado en su
luminosa puesta en escena del Juicio Final en que, desde
lo alto de las nubes, un Jesús chispeando de luz
pronuncia sobre el Universo entero la última palabra de
la Revelación y la última palabra de la Historia.
Me parece, en efecto, que en ese simpático espectáculo
del fin del mundo en el que hormiguean las cabras y las
ovejas, se encuentra condensada por los siglos de los
siglos la voluntad de Dios para con los curas, las
monjas, los misioneros, los comunistas, los capitalistas
y todos los demás productos y subproductos de la especie
humana.
Allí no se trata de católicos o de protestantes, de
budistas, musulmanes, agnósticos o ateos, ni de
neoliberales, ni de marxistas, ni de curas, ni de
laicos, ni de clérigos masculinos o femeninos; ni
siquiera se menciona a los “pobres de espíritu”, sino
simplemente a los pobres.
Sólo los pobres, ignorados de la Historia, despreciados
por la mayoría del mundo o simplemente soportados como
una malformación congénita del cuerpo social, entran en
el Mundo de Dios, o sea el Reino.
Porque los pobres no han salido por casualidad, como una
joroba, en el cuerpo de la humanidad; son el producto
fríamente buscado y diseñado por un sistema lúcida y
cruelmente injusto, edificado, sostenido, alimentado y
adorado por todos los centros de poder del mundo, al
que, por oportunismo, miedo, complacencia, inconsciencia
o simple ignorancia y estupidez, los “buenos” de la
tierra no cuestionan nunca, o apenas con la punta de la
lengua.
Por eso, entran también en el Mundo de Dios, o sea el
Reino, los hombres y mujeres que con los pobres luchan
contra la pobreza y sus verdaderas causas. Sólo ellos
son los justos, porque sólo ellos viven “ajustándose” a
lo de Dios.
He ahí, según el evangelio de Mateo, el juicio
definitivo, el veredicto final, la suprema sentencia de
la que ninguna autoridad, ni en la Iglesia, ni en el
cielo, ni en la tierra, ni en el infierno, tiene el
derecho a cambiar una tilde.
Allí está, por ende, el remedio a todos los dolores de
cabeza de la Iglesia. Concilios, encíclicas,
constituciones, legislación canónica y preocupación
moral, proyectos pastorales, ministerios de la mujer,
evangelización, misiones, vocaciones, autoridad,
obediencia, presencia en el mundo, ecumenismo, diálogo
interreligioso, renovación espiritual, salud eterna,
todo sale sobrando ante estas palabras supremas del
Señor de la Historia:
“Tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25,36).
O, parafraseando a Lucas:
Estaba ciego y tú me abriste los ojos; era esclavo, y me
has devuelto la libertad (Lucas 4, 18-21).
Esa palabra sencilla y límpida es la espada que separa
la luz de las tinieblas; es la Palabra de la nueva y
eterna creación. Al menos para los cristianos.
Si estoy equivocado, o si esto suena demasiado
simplista, creo que seré el terráqueo más desdichado del
planeta. Sólo me quedará recoger mis trastos y, como
Jonás, refugiarme a la sombra de algún ricino del
desierto y clamar: “¡Mejor es morir que vivir!”… (Jonás
4, 8)
Eloy Roy
http://todoelmundovaalcielo.blogspot.com/