GRACIAS POR LOS RESTOS DE UN NAUFRAGIO
No hace mucho tiempo me plantearon esta pregunta:
“Durante tu aventura misionera, ¿te sucedió alguna
vez haber atajado un golpe que te hubiera hecho mal
y que sin embargo con el correr del tiempo se lo
hubieras agradecido al Señor?”
Confieso que, en efecto, en un momento dado de mi
vida algo así como la mitad del cielo se me cayó
sobre la cabeza. Pero ni por un instante me pasó por
la cabeza hacerle reproches a Dios, aunque tampoco
se lo agradecí, porque nunca he creído que el
masoquismo sea una virtud.
Pienso en Jesús. Perdonó a quienes lo crucificaron
pero de ninguna manera les manifestó su
agradecimiento. No les dijo: “ Ah! mis queridos
acusadores, jueces y torturadores, ustedes me están
ofreciendo la oportunidad de demostrar cuanto quiere
Dios al mundo. Se lo agradezco de todo corazón”.
Por el contrario, ya en el camino hacia la cruz, le
daba gracias al Padre, no por los escupitajos, los
latigazos, los clavos o los verdugos que lo
esperaban, sino por la seguridad de que tarde o
temprano el Padre lo rehabilitaría con fuerza ante
los ojos del mundo. El la llamaba su
“glorificación”.
Para los mortales como yo, que ha visto lo mejor de
sí mismo desmoronarse como un castillo de naipes
como consecuencia de una grave injusticia causada
por el poder religioso, las rehabilitaciones a
través de la resurrección no circulan por mi camino.
He aquí lo que me pasó.
Sucedió el Viernes Santo de 1988, en mi misión de
Tilcara, en Argentina, en presencia de cerca de diez
mil personas. Ante las imágenes de Jesús de Nazaret
clavado en la cruz y de su Madre desgarrada a sus
pies, cometí el imperdonable pecado de solidarizarme
con las heroicas Abuelas y Madres de Plaza de Mayo
en su lucha para conseguir que la luz se hiciera
sobre la suerte de los 30.000 desaparecidos de la
Dictadura: puse sobre la cabeza de la imagen de la
Virgen Dolorosa el famoso pañuelo blanco, humilde y
glorioso distintivo de ellas.
Aquello causó el efecto de una bomba. Muchos lo
vieron como un gesto altamente liberador y sagrado
pero otros tantos lo repudiaron como pura subversión
y vil sacrilegio.

Lo más perverso del asunto era que aquella
abominación había sido perpetrada por un sacerdote
católico dentro de la sacrosanta celebración del
Viernes Santo.
Pero a mí me parecía, al contrario, que no se podía
elegir mejor oportunidad,. Porque el asesinato de
Jesús de Nazaret tramado por el alto clero y
ejecutado por los militares romanos, así como la
espada clavada en el corazón de la madre de Jesús
como resultado de aquello, tenían mucho que ver con
los prolongados años de terror provocados por la
derecha religiosa y militar de la Argentina y con el
contrastante heroísmo de las humildes Madres de
Plaza de Mayo cuya única arma era un pañuelo blanco.
Por mi gesto de solidaridad con esas mujeres, la
gentecita oprimida bailó de gozo, pero en las altas
instancias del poder hubo rechinar de dientes.
Los telescopios del pináculo del Templo se pusieron
inmediatamente en acción y no tardaron en realizar
el gran hallazgo del siglo: el buen misionero que yo
había sido hasta ese momento se había convertido de
pronto en un peligroso enemigo de la patria y de la
religión…
La sentencia cayó como un trueno estridente en el
cielo azul. Fui desautorizado, aislado y finalmente
dejado fuera de la misión como un apestado por la
gripe porcina.
Al obispo que tan bonitamente me condenó sin forma
de juicio, yo le pedí solamente que me escribiera
sobre un papelito en qué mi actividad y mi manera de
actuar se habían apartado del espíritu del evangelio
y de las orientaciones pastorales de la asamblea de
los Obispos de América latina en Medellín y Puebla.
Como toda respuesta solo obtuve una mueca desdeñosa
y un par de miradas cargadas de flechazos
amenazantes.
Los “puros”, esos que nunca dejan huellas, habían
ganado. El gran obispo que había sido el alma de esa
triste historia fue ascendido a arzobispo y yo fui
descendido a la nada. Tres años me quedé en el
pueblo sin poder pisar la iglesia ni hacer nada;
sólo quería que las pequeñas comunidades que se
habían formado en torno a la Palabra no se sintieran
del todo abandonadas.
Tuve amplio tiempo para meditar sobre la sabiduría
que desde el seno materno me había sido enseñada y
que yo, como buen pecador, había desechado.
Me habían transmitido como pura palabra de Dios el
que en el terreno de la justicia y de los pobres era
necesario hacer uso de gran prudencia, ponerle
muchos matices al discurso y nunca tomar partido.
Tenía yo que proceder en todo con sumo tino sin
olvidar que Jesús vino “para todos”, que su Reino
“no es de este mundo”, que en el “diálogo” se
encuentra la salvación y que “solo el obispo” es
juez de lo que se debe hacer o no en su diócesis,
“et in saecula saeculorum. Amén”…
¡Qué sonso había sido yo! Pues no había descubierto
aún cómo Jesús era un modelo de moderación y de
diálogo en sus relaciones con los ricos, los
fariseos, los zelotas, los sumos sacerdotes y con
los matones de Herodes y Pilatos… Y no había
entendido que con los pobres no había que ponerse
nervioso ya que él mismo nos había dicho que
“siempre” los tendríamos en medio de nosotros… En
cuanto a los Derechos humanos, yo tenía que ser
ingenuo de remate por no saber todo lo que “se
oculta detrás de eso”… Era cierto, yo no sabía nada:
¿el diablo quizá? ¡De verdad qué ciego era yo!
Tras una maniobra maquiavélica, el obispo, para
remplazarme al frente de la comunidad de Tilcara,
logró poner a un viejo religioso que se jactaba de
haber sido en su juventud oficial de la Wehrmacht
del Tercer Reich. Le dio el mandato de extirpar todo
el mal que yo había hecho en la parroquia. Fueron
cuatro años de profunda purificación...
Todo lo que, por gracia del cielo y con esfuerzos a
veces heroicos, habíamos puesto en marcha con
religiosas excepcionalmente valientes, con jóvenes
impresionantes de lucidez y entusiasmo, y con
pequeñas comunidades de gente sencilla y abierta que
felizmente comenzaba a reconocerse en la Palabra de
Dios, todo aquello fue demolido ladrillo por
ladrillo por las viejas armas del terror religioso y
policial. Seamos claros: no fui tratado como una
basura por paganos, ateos y talibanes, sino por
discípulos de Jesús como yo. Destruyeron en mí esto
que más me gustaba en el mundo: anunciar con pasión,
alegría y claridad el Evangelio del Reino de Dios.
Me cortaron las alas y, desde entonces, en el fondo
de mi ser, algo sagrado está roto.
Volvamos, pues, a la pregunta del principio: si sigo
siendo un hombre de fe, ¿cómo no he entendido aún
que esa “purificación” fue para bien mío? ¿No
debería agradecer al Señor por ello? Mi respuesta
es: NO. La injusticia y la maldad, aún pasadas por
agua bendita y perfumadas con incienso, no vienen de
Dios.
¿Resentimiento? Tal vez, pero no lo alimento.
¿Decepción? Infinita. ¿He perdonado? Fíjense que sí,
hasta millones de veces, pero después de veintitrés
años todo sigue igual.
¿Un poco de gratitud a pesar de todo? Sí, por
supuesto. A Dios le doy las gracias por haberme dado
el valor de hacer lo que hice, aunque fue nada
comparado con lo que muchos otros hacen y sufren. Le
doy gracias también por haber permanecido hasta la
fecha consecuente conmigo mismo, aunque, en la
práctica, esto significa que ya no soy más que un
esquiador sin esquís.
Le doy gracias sobre todo por las pequeñas
comunidades de Tilcara que fueron desmanteladas y
por sus sobrevivientes que de alguna forma siguen de
pie en medio de las ruinas de esta misión asesinada.
Por fin, doy gracias a la vida que, a través de este
“tsunami”, me ha abierto los ojos y hecho comprender
que los caminos del Señor no pasan más por esos
“templos-fortaleza” que “el eje del bien” se empeña
en defender o en restaurar.
En mis largos paseos de solitario en la orilla del
río de las Praderas, junto a la ciudad de Montreal,
medito mucho sobre los nuevos caminos del Señor. A
menudo me viene a la mente la imagen de un Ezequiel
anonadado ante la extraña visión de la Gloria de
Dios emigrando del Templo de Jerusalén para ir a
vivir con los desterrados de la impura Babilonia.
Creo que esto se está repitiendo. Hoy en día, Dios
debe estar andando en medio de los desplazados de
este mundo loco. Se equivoca el que sigue buscándolo
en las oficinas de los “dueños de la verdad” o en
sus templos que, por lo demás, en muchas partes se
están vaciando.
Cuantas veces he visto por la tele víctimas de los
seísmos de Haití o del Japón, con mirada extraviada,
tratando de recuperar algunos trozos de sus casas
destruidas. A nadie se le va a ocurrir dar gracias a
Dios por lo que han sufrido, pero sí por esos
pequeños restos que tal vez puedan servir para algo.
En lo mismo estoy, consolándome con los restos que
supieron RESISTIR al naufragio, y contento de
compartirlos con aquellos que, menos viejos y menos
sonsos que yo, sueñan sinceramente con un mundo
realmente nuevo.
Eloy Roy