ARARNOS, UNA Y OTRA VEZ…
Según el Génesis, hemos
sido hechos de barro, soplado por el aliento de Dios.
Barro invitado a multiplicar la vida… Barro convocado a
la siembra, al cuidado silencioso de las semillas
ocultas en su seno, a agrietarse para dejar surgir los
brotes, a nutrirlos desde lo más hondo de sus entrañas
para que lo nacido se despliegue.
Ahí está nuestra tierra.
Debemos hacernos disponibles, primero, al arado, para
permitir que la tierra se quiebre. En el quiebre, en la
fragilidad, está el secreto de nuestro crecimiento. Al
dejarnos abrir por las heridas, nuestra superficie se
parte para acceder a mayores profundidades…
El dolor nos brinda la
oportunidad de llegar más hondo, buscando nuevo
alimento; las raíces se expanden, para sostener mejor y
roturar espacios más amplios donde seguir encontrando
riquezas nutritivas.
Es necesario también
asumir la tarea de apertura, de permitir la conmoción,
la sorpresa y la movilización. El trabajo consiste en ir
rompiendo paciente y amorosamente los terrones,
desmenuzando los nudos, para hacerlos más permeables.
Nuestra historia personal y comunitaria va armando
ligaduras que cuando se cristalizan impiden la
circulación de la vida, nos detienen; estamos invitados
a desatarlos, para poder seguir sembrando. Para que la
vida nos provoque.
Si estamos atentos, el
mundo entero nos ofrece señales que pueden convertirse
en semillas de vida nueva. Las múltiples dimensiones de
la naturaleza, la hondura del corazón del hombre y de
los vínculos, el universo con sus gigantescas
maravillas, la realidad microcelular, el devenir de la
historia, la lucha de los que creemos que vale la pena
buscar algo distinto, la sabiduría de milenios de
pensamiento humano… todo está allí, a nuestra
disposición, para sacudirnos, para interpelarnos, para
motivar nuevas preguntas y lanzarnos a buscar
respuestas.
Un desafío es acoger en
nuestra tierra esa provocación, recibirla en lo oculto,
darle espacio para desplegarse en el silencio, acompañar
sus tiempos con sutileza. Ofrecer un sitio protegido y
dejarlas germinar…
La apertura va
permitiendo también, que el agua nos penetre. Que
aquella riqueza líquida que siempre proviene del otro,
de lo otro (y del Otro) nos ablande, nos vuelva tiernos.
Que mezcle los minerales y el abono, fruto de lo que
hemos dejado morir, y los vehiculice para que puedan ser
tomados por la vida y se hagan alimento de la novedad.
Y además, nos expone al
ingreso de la luz, con su potencia creadora, fuente de
toda energía; al “sol que nace de lo alto”, símbolo de
Dios en la mayor parte de las religiones de todos los
tiempos.
Todo queda así preparado
para el parto. Nuestra tierra necesita romperse una vez
más, para dar nacimiento a los primeros brotes. Nuevo
dolor, entremezclado con la promesa de primavera. Cada
retoño nos parte, nos estalla en algarabía, nos vuelve a
abrir, nos expone. Cada tallo pequeño exige atentos
cuidados, nos conecta con el misterio de que en lo más
frágil se manifiesta la vida entera.
Después vendrán la
cosecha de los frutos, la siega que deja otra vez la
tierra pelada. Dicen los que saben, que los campos
deberían descansar un ciclo completo para reponer su
capacidad nutritiva con la vegetación que naturalmente
aparece. Son los tiempos de la gratuidad. Para no
“gastarnos y desgastarnos”.
Tiempos de recuperar las
fuerzas vitales y vitalizantes, en la tarea silenciosa
de los gusanos y las lombrices, que aprovechan lo muerto
para generar gases y minerales que enriquecen la tierra
para recomenzar el ciclo. De dejar a un lado el control,
y confiar en la dinámica de la vida, que nos garantiza
que nuestro poder generativo se recuperará si logramos
tolerar el tiempo de reposo. De aceptar la apariencia de
aridez de algunos períodos, apostando a su fecundidad
invisible…
“Los suelos se conservan
siempre fértiles, con el constante reciclaje”… Nuestra
tierra necesita ser arada una y otra vez…
Para volver a sembrar,
necesitamos volver a pasar la reja, para romper la
tierra que se ha endurecido con el paso del sol, que se
resecó por haber gastado toda el agua para nutrir los
brotes; para reutilizar los recursos concebidos en el
tiempo de reposo y renovar la fecundidad.
Una y otra vez, es
preciso revisar nuestra historia, nuestras heridas,
nuestros momentos de gloria. Haciendo memoria removemos
la tierra, invocamos nuestras fertilidades, revisamos
los frutos y las sequías y los buenos riegos, para salir
a buscar las riquezas de cada ciclo, para los tiempos
nuevos, para recrear el futuro… Siempre hay una hondura
mayor para explorar, riquezas escondidas, tesoros que un
nuevo proceso de arado nos permitirá intuir, y tener
disponibles para las semillas nuevas…
Según las
características de cada sector del suelo, podremos
buscar distinta clase de cavadores, que roturen sin
lastimar, y lleguen a la mayor profundidad posible para
cada etapa.
Y nuevamente, viene el
tiempo de la siembra. Momento de elegir qué seguiremos
cultivando. Sabemos que el monocultivo es muy
pernicioso, que agota los suelos… Es indispensable
cambiar periódicamente de semillas, cuidando su
renovación prudente, para mantener la fertilidad. Buen
desafío para el nuevo año…
Sandra
Hojman