NUESTRA POBREZA
(dedicado especialmente a
l@s
religios@s,
pero
también a la iglesia en general)
1.- APOSTOLADO DESDE LA POBREZA O DESDE LA RIQUEZA
Todos nuestros fundadores, sin excepción, han insistido en
el tema de la pobreza. Curiosamente, San Ignacio en las
Constituciones de la Compañía manda que el tema de la
pobreza no se revise si no es para apretarla. Ellos saben
muy bien que los demonios más peligrosos para una
congregación religiosa son el dinero, el prestigio y el
poder.
Hay un ejemplo claro y preocupante en los primeros años de
la Compañía, que se muestra bien en la vida de Francisco de
Javier. Javier empieza su vida apostólica viviendo en los
hospitales, dedicando mucho tiempo a curar a los enfermos y
pedir limosna para ellos, y dedicándose a dar catequesis a
los niños y los esclavos. Él es pobre, atiende a los pobres
y su impacto en la sociedad es formidable. También los otros
jesuitas hacían lo mismo. Y también causaron enorme impacto.
Éste impacto les llevó al éxito.
Las clases importantes de la sociedad acudieron a ellos, les
construyeron templos, les dotaron de medios de vida;
abrieron colegios en los que se enseñaba más a los
influyentes que a los necesitados... y acabaron cómodamente
instalados en una sociedad que tenía muy poco que ver con el
Reino; ganaron en influencia y prestigio, pero perdieron su
capacidad profética; tuvieron muchas vocaciones, pero se
instalaron en la mediocridad. Y, como siempre, le enmendaron
la plana a Jesús: no trabajaron por el reino de abajo a
arriba, de dentro a fuera, sino de arriba a abajo, desde
fuera, no procurando tanto la conversión del corazón sino la
imposición y la importancia exterior.
Afortunadamente, esos tiempos han pasado. Como tantas cosas
que hoy se ven como problemas de la iglesia, me parecen más
bien gracias de Dios que nos han quitado lo que más nos
estorbaba para anunciar el Reino.
2.-
¿PODEMOS SER POBRES?
Por supuesto que,
viviendo en el primer mundo, y además más bien instalados en
las zonas medias de la sociedad, dejamos de pertenecer al
mundo de los pobres. Pertenecemos a congregaciones
generalmente bien instaladas, que disponen de medios más que
suficientes. Nuestro presente y nuestro futuro, al menos
inmediato, están seguros. Así que nunca tendremos la primera
y peor característica del pobre: la inseguridad.
Por
otra parte, nuestra vida está asegurada en todos sus
aspectos: comida, vestido, casa, comodidades normales de la
vida de Occidente. Muchas veces, si nos quieren hacer un
regalo, tenemos que decir “no necesito nada” (a menos que
sea un capricho). Nosotros no sabemos quizá qué cenaremos
hoy, pero la inmensa mayoría de los pobres del mundo no
saben si cenarán, o saben que no cenarán.
Por
tanto, es difícil entender qué queremos decir con nuestro
voto de pobreza, y qué significa nuestra pobreza en la
iglesia a que pertenecemos, a esta iglesia rica, instalada,
que entiende la solidaridad con los pobres como una cuestión
porcentual, sin que llegue a modificar su tren de vida.
Creo
que la única vía de salida está en las palabras de Jon
Sobrino: lo único que puede salvar a Occidente es la
austeridad solidaria. Lo único que puede salvar la capacidad
de con-padecer de esta sociedad es el contacto con las
necesidades del mundo, que lleve a limitar el gasto y el
consumo para ayudar a otros.
Para nosotros los
religiosos, esto tiene una traducción inmediata y evidente:
nuestra pobreza puede consistir simplemente en austeridad y
servicialidad.
Austeridad debe
significar para nosotros un discernimiento profundo sobre
mis necesidades, para descubrir cuánto de ellas son
verdaderas necesi-dades y cuánto caprichos o concesiones a
la clase social en que nos movemos o nos hemos movido.
Es, a la vez, un
camino de libertad y un servicio a la iglesia: nuestra
sociedad ha convertido en necesidades sus caprichos:
necesita ver que otros viven felices (mucho más felices y
mucho, más libres) con mucho menos. La iglesia de aquí
necesita profetas, testigos de la austeridad, de la
sencillez, de la libertad ante las mil imposiciones que nos
amenazan cada día.
Además, y de forma
aún más importante, más exigente y más profética, el
ejercicio real de la pobreza se traduce en disponibilidad.
No considerar lo que tengo como mío sino como nuestro, pasar
también aquí del yo al nosotros, entenderlo todo como
talento.
Amarás al prójimo
como a ti mismo significa también que poseerás para los
otros como para ti mismo. Tenerlo todo siempre a disposición
del que lo necesite significa entenderse no como amo sino
como administrador.
Y uno de nuestros
talentos, más cuanto más jubilados, es el tiempo, que tanta
oportunidad ofrece a la disponibilidad. ¿Para qué tengo “mi”
tiempo? Aquí sí que se aplica estrictamente aquello de no
perder el tiempo en cosas que se quedan aquí, donde roe la
polilla.
El joven rico del
evangelio se asustó cuando Jesús le propuso todo esto. Los
discípulos lo vieron como imposible y escandaloso, la
iglesia lo hemos atemperado y domesticado sin piedad... y
todos lo hacemos porque no entendemos que todo esto es una
bienaventuranza: “Dichosos los pobres” no significa que los
miserables son mejores, ni hay que vivir como mendigos, pero
sí significa que si somos más austeros seremos más libres,
si somos más serviciales y solidarios nos sentiremos mucho
mejor.
Podemos
parafrasear a Jesús diciendo “qué felices seríais si no
fuerais esclavos de vuestros caprichos, de vuestros deseos;
qué felices seríais si no adorarais a vuestro yo; qué
felices serías, en resumen, si aceptaseis la Sabiduría y no
os fiaseis tanto de vuestras pequeñas y miopes sabidurías”.
José
Enrique Galarreta, S.J.