LA “CONVERSIÓN DIABÓLICA”
DE DIOS
El abandono de las prácticas religiosas y la creciente
militancia de los ateos contra la creencia en Dios son
hechos que están a la vista de todos. A partir de enero, los
autobuses de Londres van a llevar grandes anuncios en los
que se dice “Probablemente no hay Dios, así que deja de
preocuparte y disfruta de la vida”.
¿Se puede decir tranquilamente que las gentes que piensan
así son malas personas que proceden por turbios intereses?
Los hechos no avalan semejante explicación. Porque en todas
partes hay gente buena y mala, entre los ateos, los
agnósticos y los creyentes. Por tanto, que nadie intente
despachar este asunto echando mano de explicaciones éticas y
menos aún con recetas de moralina. El problema no está eso.
¿Dónde entonces?
No es lo mismo hablar de Dios que hablar de religión. Ni
Dios es una pieza más (la más importante) de la religión. Se
puede estar de acuerdo con Dios y en desacuerdo con la
religión, sea la que sea. Es más, se puede afirmar con
seguridad que, con demasiada frecuencia, lo que han hecho
las religiones ha sido desfigurar a Dios y presentarlo de
tal manera que a muchas personas se les hace muy difícil,
por no decir imposible, creer en él. ¿Por qué?
Cuando hablamos de Dios, en realidad ¿de qué estamos
hablando? Lo que especifica a Dios, lo que lo diferencia
radicalmente de todo lo que no es Dios, es que Dios es el
Trascendente. Es decir, Dios es específicamente el que
“trasciende” nuestra capacidad de conocimiento. Por tanto,
Dios está más allá de todo cuanto puede alcanzar nuestra
razón. O sea, lo más exacto que podemos decir de Dios “en sí
mismo” es que no podemos conocerlo. Porque está más allá del
campo puramente inmanente de nuestra capacidad de conocer.
Entonces, cuando las religiones nos dicen que Dios es así o
de otra manera, que Dios dice esto o lo otro; o que quiere
tal cosa, las religiones ya no hablan de Dios “en sí mismo”,
sino de las “representaciones” de Dios que nos hacemos los
humanos. Porque cuando Dios, que está más allá del horizonte
último de nuestra capacidad de conocer, entra en el campo
inmanente de lo que nosotros podemos alcanzar con nuestra
razón, entonces ya no estamos hablando de Dios en sí mismo,
sino de la representación de Dios que nosotros nos hacemos.
Se produce entonces lo que Paul Ricoeur ha llamado
acertadamente el proceso de “conversión diabólica”, en
virtud del cual el Absoluto, el Trascendente, degenera en
“objeto”.
Insisto: nosotros no tenemos capacidad de acceso nada más
que a los objetos que están a nuestro alcance. Y eso no es
sino la “objetivación” o mera representación de Dios.
¿Quiere esto decir que Dios es un invento de los hombres? La
existencia de Dios no se puede demostrar por la razón. A
Dios sólo tenemos acceso por la fe. Y la fe es una decisión
libre que tiene su explicación en las incontables
limitaciones que son propias de la condición humana.
De ahí que la fe en Dios tiene su razón de ser en los
anhelos más profundos del ser humano. Anhelos de humanidad,
de dignidad, de libertad, de plenitud de vida, de felicidad.
Anhelos a los que, en su totalidad, la condición humana por
sí sola no puede responder. De ahí la búsqueda de Dios, que
trasciende las inevitables limitaciones de lo humano. La
humanidad está en nosotros mezclada con increíbles dosis de
inhumanidad.
Si Dios tiene alguna razón de ser, es encontrar respuesta a
nuestros anhelos más profundos de humanidad. Lo cual quiere
decir que un Dios, que entra en conflicto con lo humano, no
puede ser Dios. Por eso el problema no está en Dios. Está en
las religiones que nos presentan a Dios, no como respuesta a
los anhelos que son comunes a todos los humanos, sino de
acuerdo con los intereses y conveniencias de los “hombres de
la religión” quienes, a su vez, representan intereses y
conveniencias de las que no son conscientes ni los mismos
representantes de la religión.
Intereses y conveniencias que, en lugar de fomentar la fe en
Dios, lo que consiguen es alienar la fe haciéndola odiosa. Y
haciendo además insoportable la práctica religiosa. Si los
autobuses de Londres le van a decir a la gente que
probablemente no hay Dios y que, por eso, se dediquen a
disfrutar de la vida, es evidente que las religiones
presentan a Dios como un ser incompatible con el disfrute
de esta vida. ¿Y nos vamos a extrañar de que haya tantas
personas que quieren sacudirse el peso insoportable de
instituciones y poderes que, en nombre de un desconocido
Absoluto, le prohíben o limitan a la gente la dicha y el
disfrute de vivir?
La cosa está clara. Mientras las religiones se aferren a un
Dios que entra en conflicto con lo humano, con la felicidad,
la dignidad, la libertad y el disfrute de la vida, cosas a
las que tenemos derecho los humanos, ni Dios ni la religión
tienen futuro.
Con el mayor respeto posible a otras tradiciones religiosas,
me permito recordar que el cristianismo tiene su punto de
partida en la “encarnación de Dios”, que entraña en sí misma
la “humanización de Dios”. En la encarnación, Dios renuncia
a su poder y su gloria, nace en la miseria de un establo y
muere en la exclusión de un esclavo y un subversivo, en una
cruz.
Jesús no hizo eso para aguarnos la fiesta de la vida, sino
porque no soportó el hambre de los pobres, el dolor de los
enfermos, el desprecio que tienen que soportar las personas
a la que la religión califica como pecadores. Por eso Jesús
irritó a los sedicentes “pastores” que, en nombre de Dios,
hacían (y siguen haciendo) insoportable el yugo de la
religión.
José M. Castillo