EL PAPA Y EL PAPADO
No cabe duda de que el ejercicio del papado es
extremadamente difícil. Benedicto XVI dice que se siente
solo. Y años atrás, Pablo VI y Juan Pablo II habían pedido
ayuda a obispos y teólogos para buscar nuevas formas de
ejercer el “ministerio de Pedro”, es decir, el papado.
Y es que el problema de fondo no está motivado
principalmente por la persona del papa (si es conservador o
progresista, de tal o cual tendencia...), sino por el cargo
en cuanto tal, es decir, el modo y forma en que el papado ha
terminado por organizarse.
Es evidente que una institución de ámbito mundial, como es
la Iglesia católica, necesita una autoridad supranacional
que pueda coordinar las actividades que trascienden las
fronteras y resolver los problemas que no se pueden
solucionar localmente. Pero tan cierto como eso, es que una
autoridad así, se puede organizar de formas muy distintas.
Puede ser una autoridad democrática o, más bien, monárquica.
La forma más antigua en la Iglesia fue la democracia. La
misma palabra “Ecclesía” se tomó del lenguaje técnico de la
democracia griega y significaba la “asamblea” de los
ciudadanos libres, reunidos para tomar sus decisiones. Así
funcionó la Iglesia durante más de mil años, hasta el siglo
XI.
Los grandes defensores de la democracia en la Iglesia, en
aquellos siglos, fueron precisamente los papas. Es ejemplar
el texto de san León Magno (s. V): “El que debe ser puesto a
la cabeza de todos, debe ser elegido por todos” (Epist. 14,
4).
Por otra parte, en aquellos siglos, el obispo de Roma no
tenía el papel que tiene ahora. Desde Justiniano (siglo VI),
la Iglesia quedó gobernada por cinco patriarcados: Roma,
Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén (“Novella”
109). Roma aspiró siempre a la presidencia, basada en la
tradición según la cual san Pedro estaba allí enterrado.
Pero es notable que san Gregorio Magno se resistió siempre a
ser designado como “papa universal”. Además, el gobierno no
estaba concentrado en ningún patriarca, ni siquiera en el de
Occidente (Roma), sino que era compartido por todos los
obispos que, en los sínodos locales, tomaban las decisiones
doctrinales y de gobierno.
Se sabe también que el texto de Mt 16, 18-19, que ahora se
aplica al primado de Pedro, en toda la Edad Media se
aplicaba a los doce Apóstoles y se leía como evangelio en la
misa de ordenación de obispos. Se tenía la conciencia de que
los Apóstoles habían recibido el mismo “honor” y la misma
“potestad” que Pedro (Yves Congar).
A partir de 1073, Gregorio VII tomó la decisión más grave en
la historia del papado. Este papa decidió concentrar todo el
poder en el obispo de Roma. Una decisión que se reforzó en
los siglos siguientes, sobre todo a partir de Inocencio III
(1196-1216) cuyos teólogos inventaron la teoría de la
“plenitudo potestatis”, en la práctica, el papa como dueño
absoluto del mundo, una locura, que no se pudo equilibrar ni
siquiera a partir del Gran Cisma, cuando desde 1409 la
Iglesia se encontró con tres papas, ninguno de ellos
dispuesto a renunciar.
El concilio de Constanza (1415) dijo que el concilio estaba
sobre el papa, lo que equivalía a defender que el episcopado
está sobre el papado. Esta decisión fue ratificada por el
concilio de Basilea (1431). Pero duró poco, ya que el
concilio de Florencia (1439) definió que “la Sede Apostólica
y el Pontífice romano poseen el primado en el universo
entero”.
Así quedaron las cosas hasta el Vaticano II, que en la
Constitución sobre la Iglesia (nº 22) declaró que el papa es
el sujeto de suprema y plena potestad en la Iglesia, pero
añadiendo inmediatamente que también tiene esa potestad,
junto con el papa, el episcopado mundial. Quedó, sin
embargo, sin resolver cómo se han de armonizar en la
práctica estos dos poderes.
El actual Código de Derecho Canónico resolvió este enorme
problema teológico por vía jurídica, afirmando el poder
supremo del papa sobre todos los obispos y sobre toda la
Iglesia (Can. 331 y 333). Con lo que la Iglesia entera ha
quedado a merced de las decisiones de un solo hombre. Cosa
que no se puede demostrar ni desde el Nuevo Testamento, ni
desde la tradición de la Iglesia en sus veinte siglos de
historia.
Esta situación tiene, sobre todo, tres consecuencias graves:
1) Mientras el papado siga como está, es imposible la unión
de todos los cristianos. Porque las otras confesiones
cristianas saben bien la historia que yo he condensado en
pocas palabras. Y esos cristianos no se sienten, ni se
pueden sentir, motivados en conciencia a someterse a un
poder que no se justifica desde la fe cristiana.
2) El papado así organizado, como monarquía absoluta, hace
imposible también que la Iglesia haga suyos e integre en su
vida (y en sus relaciones internacionales) los Derechos
Humanos. Con lo que los problemas y los conflictos con los
poderes públicos y con la cultura actual son y serán
incesantes, como lo estamos viviendo a diario y por todas
partes.
El papado continuará exhortando a los demás a aplicar los
Derechos Humanos, pero la Iglesia seguirá sin ponerlos en
práctica. Lo que lleva consigo agresiones violentísimas a
las personas, a los grupos humanos y a las instituciones
públicas.
3) Así las cosas, la Iglesia vive y vivirá en constante
contradicción con el Evangelio. Jesús no consintió jamás que
ninguno de los apóstoles pretendiera ser el primero, el más
importante, el que estaba sobre los demás.
Este dato, tan fundamental y tan insistentemente repetido en
los evangelios, no ha sido integrado por la teología del
papado. Y eso es tanto o mas serio que aquello de “Tú eres
Pedro...” No se puede tomar del Evangelio lo que conviene y
dejar lo que incomoda.
Estoy de acuerdo en que Benedicto XVI ha tomado un camino
equivocado. Porque es un camino de retroceso, no de
progreso. Pero el problema no está en el papa, sino en el
papado.
José M. Castillo