CARTA A JOSÉ DE NAZARETH
Estimado Yôsef:
Los cristianos te hemos reconocido siempre con el
apodo de “el santo silencioso”. Y a fe que ese
mutismo tuyo –o más bien el de los cronistas de tu
época- nos está dando hoy verdaderos quebraderos de
cabeza: la misteriosa concepción de Jesús, la
embarazosa situación de María y, por descontado, la
propia tuya. La Iglesia primitiva intentó arreglarlo
todo como pudo con sobrenaturales componendas, bien
intencionadas entonces en función de los personajes,
pero hoy ya difícilmente mantenibles.
La sociedad judía de tu tiempo -¿recuerdas?-
diferenciaba tres edades para la mujer: menor (gatannah,
hasta los doce años), joven (na’arah, de
los doce a los doce y medio), y mayor (bôgeret,
a partir de entonces). Antes la hija no podía
rechazar un matrimonio impuesto por los padres y
tenía sus restricciones legales para aparecer en
público, aunque como campesinos galileos seguro que
entre tú y tu joven prometida había ya, como es
natural, algo más que mera buena vecindad.
Ignoramos tu edad cuando celebraste los esponsales
con ella, pero dado que los hombres por lo general
se casaban muy jóvenes, podrías rondar los 15 años,
más menos, cuando te desposaste. Lo que no parece de
recibo es el sambenito de la barba y calva con que,
por salvar no sabemos qué particulares atributos
marianos, te encasquetaron a posteriori. Tu escasa
iconografía de hasta el siglo V nos revela una
imagen joven de ti, como evidencia el sarcófago de
San Celso en Milán.
Peor cariz tiene aún lo de paternidad putativa
orientada a mantener el escasamente estimado
privilegio de la virginidad de una joven que, como
todas las de su edad en Israel, su máximo anhelo era
la maternidad. Todas estas cosas debieron acaecer
sin el conocimiento –y desde luego sin el
consentimiento- de ninguno de los tres. Seguro que
ni María ni Jesús, y menos tú, máximo perjudicado en
tan lamentable affaire, hubierais estado de acuerdo
con tantas y tan desafortunadas sentencias
conciliares posteriormente dictadas al respecto.
Tampoco quiero aprovechar la ocasión para
felicitarte como padre. Todos cuantos tenemos hijos
recibimos de ellos congratulaciones y regalos con
motivo de tu fiesta. Aunque lo que más nos complace
son sus muestras de respeto y la satisfacción de
verles crecer en edad, sabiduría y gracia delante de
Dios y de los hombres, como dice Lucas de Jesús (Lc
2:52) y relata el Antiguo Testamento, del pequeño
Samuel (Sam 2:26).
El evangelista (Lc 2:18-19) señala que todos oyeron
y se maravillaron de lo que contaban los pastores la
noche de Belén, pero vosotros en cambio guardabais
todas esas cosas, meditándolas en vuestro corazón.
Como permanecisteis extasiados y llenos de
admiración por cuanto el anciano Simeón, hombre
justo y piadoso, refirió del niño el día de la
Presentación (Lc 2:28-33). Y como pudisteis
comprobar, lo hicieron todos los que le oían,
asombrándose de su inteligencia y de sus respuestas
cuando después de tres días de angustiosa búsqueda
le hallasteis en el Templo escuchando y preguntando
a los doctores (Lc 2:46-51).
Qué infinita ternura y qué respeto hacia él a pesar
de no entender sus palabras: “¿Por qué me buscabais?
¿No sabíais que es necesario que yo esté en las
cosas de mi Padre?”. Para entonces no había
respondido aún Kahlil Gibran a la madre que pidió al
Profeta que les hablara de los hijos, pero en
vosotros estaba escrita ya su respuesta:
“Les podéis dar vuestro amor, pero no vuestros
pensamientos.
Porque ellos tienen sus propios pensamientos.
Podéis dar habitáculo a sus cuerpos pero no a sus
almas,
Pues sus almas habitan en la casa del mañana,
la cual no se puede visitar ni tan siquiera en los
sueños”.
Y el que tenga oídos para oir, que oiga (Mc 4:9).
Pues ante lo evidente de tanta violencia estructural
de pensamiento único, a mi memoria, Yôsef, viene
incontenible el añorado recuerdo de lo que fue y ya
no es el Cristo! Así suena el lamento del poeta:
Esto, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora,
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Y aprovechando tu patronazgo sobre la Iglesia
universal, sugiérele por favor al sucesor de Pío IX
la posibilidad –y ahora perentoria necesidad- de
abrir un proceso de auténtica Memoria Histórica
eclesial. La conducente, no a desenterrar muertos
sino a redescubrir la Vida: la que vivieron los
primeros cristianos; la que, como Vida que es, viaja
inexorablemente en un perpetuum mobile sobre
las aguas –también en perpetuo movimiento- de la
constante Evolución.
Frenar la evolución es frenar la Vida. Es obligar a
contemplarla en foto fija como algo externo a uno
mismo. El Barco de Mármol eternamente anclado en el
lago Kunming del Palacio de Verano pudiera ser una
muestra de todo ello. Un sabio ministro de la
dinastía Tang comentó al emperador una cita de Wei
Zheng: “las aguas que llevan el barco pueden también
volcarlo”, insinuando que el pueblo puede apoyar al
emperador pero también puede, de la misma manera,
derribarle. Qianlong lo tuvo en cuenta y se decidió
a construir el Barco de Mármol sobre una sólida base
de piedra -Tu es Petrus et super hanc petram…- para
indicar que la Dinastía Qing jamás sería derrocada.
Y dado que también has sido declarado patrono de los
seminarios por lo bien que preparaste a tu hijo para
el ejercicio de su ministerio, insinúa a los obispos
–a lo mejor a ti sí te hacen algún caso- la premura
de formar a la sazón evangelizadores capaces de
quebrantar el dicho, hoy más sentido que nunca, de
que no hay cristiano que les entienda.
Insinúales que no parece sensato seguir predicando
-y menos aún viviendo- verdades anunciadas en
formato de silabario hace más de dos mil años, en la
era de los libros digitales.
Y para terminar, seguro que tú, ejemplar trabajador
autónomo, y también patrón de los obreros, no
saldrías nunca a la calle con pancartas provocativas
convocando a huelga general. Y menos aún con tubos
de silicona escondidos bajo el manto para bloquear
cerraduras, pese a que de ello pudieras haber
obtenido luego pingües ganancias por razones de
oficio. Habías sobrepasado ya, porque las cosas de
sentido común no tienen mapa ni calendario, el
pensamiento comunista de Carl Marx y el capitalista
de Adam Smith.
Tu experiencia y honrado buen hacer te decían que ni
los empleados viven del patrón ni este de aquellos,
sino que unos y otros se mantienen por igual de los
clientes que compran sus bienes y servicios. Por eso
tu propuesta fue siempre tan moderna: unirse –no
dividirse-, dejarse de vagancias y de explotaciones
mutuas, esforzarse por ganarse el mercado y la
fidelización de los clientes.
Aunque, de haberlo presenciado, no te hubiera
escandalizado lo más mínimo que tu hijo –ahora el
Cristo- se armara alguna vez de sana ira y de látigo
(Jn 2: 14-15) para fustigar el poder establecido,
que presumía de cumplir escrupulosamente la Letra de
una Ley, exteriormente establecida, pero totalmente
indiferente al Espíritu de la misma: el vitalmente
encarnado en lo más profundo del ser: la Vida misma.
Y esto sucedía porque tú preferentemente le
enseñaste sabiduría, no saberes. O mejor dicho,
saberes con Sabiduría.
Vicente Martínez