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Si valoramos con objetividad la reinstauración de la democracia en España, que en muchas latitudes se considera ejemplar, es evidente que hay dos asignaturas pendientes muy significativas en la recuperación de la normalidad democrática: el avance hacia la laicidad del Estado y el reconocimiento de la memoria histórica. Probablemente no son dos cuestiones tan distantes, aunque cada una tenga su propio contenido.

Respecto a la laicidad, el debate sobre la interpretación del Art. 16.3 de la Constitución supone un hándicap considerable, pues a pesar de que el Tribunal Constitucional ha equiparado en la práctica la “aconfesionalidad” del Estado, recogida en dicho precepto, con la concepción de Estado laico; otros han exhibido la mención específica a la Iglesia católica como un plus de prevalencia jurídico-política para la religión dominante sociológicamente, aunque cada vez menos, en nuestro país. Si a ello unimos la aprobación extra jurídica de los Acuerdos España/Santa Sede de 1979, la perspectiva de la laicidad ha quedado muy rebajada en el corpus jurídico vigente.

Por otra parte, el reconocimiento de la memoria histórica como una obligación legal del estado se produjo también demasiado tarde, pues hasta la Ley del gobierno Zapatero poco o nada se había avanzado, a pesar de los años transcurridos desde la Constitución de 1978, norma que abría las puertas a la consideración jurídica del problema. No obstante, la escasa financiación y la irrupción nuevamente del PP en el gobierno dejaron el proceso frustrado por otros cuantos años más.

Es ahora cuando la Ley 20/22 sobre Memoria Democrática del gobierno de coalición progresista la que ha retomado con vigor el tema y ha impulsado las actuaciones inherentes a la contemplación coherente del proceso, aunque todavía quede mucho por hacer, como ha señalado el propio secretario de Estado de Memoria Democrática, Fernando Martín,  en el acto sobre la conmemoración del derecho a la Verdad, celebrado en el congreso de los Diputados el pasado 31 de marzo.

En medio de este quehacer ha surgido el acuerdo entre el gobierno español y el Vaticano sobre la resignificación del valle de Cuelgamuros (antiguo Valle de los Caídos), donde subsiste un enclave religioso muy consistente. La presión eclesiástica ha llevado al ejecutivo en la figura del ministro de Presidencia y Justicia, Félix Bolaños, a ceder un espacio estable a la comunidad benedictina y a la basílica para continuar su actividad en las instalaciones, lo que implica un serio revés a la nueva concepción de ese espacio tan sensible, que requiere la desacralización del proyecto.

No basta con que se haya prescindido del anterior superior de esa comunidad y de dos monjes más, por sus inclinaciones abiertamente fascistas, ni que vaya a convocarse un concurso de ideas sobre el proyecto del nuevo centro de memoria democrática. Es imprescindible que toda instancia religiosa salga de allí, pues no solo lo exige la lógica neutralidad e independencia del proyecto, sino que precisamente la religión fue un factor decisivo en la Guerra civil y no debe figurar en modo alguno en el nuevo enfoque del centro.

Por tanto, se opte por un planteamiento similar al museo del Holocausto de Berlín u otra fórmula semejante, es indispensable que desde la laicidad del estado democrático y desde el respeto más profundo a la memoria histórica se evite toda interferencia interesada para deformar un espacio por la Paz y la Memoria, que nos reconcilie con la verdad, la justicia y la reparación.

 

Fdo.: Ricardo Gayol, abogado