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"MI REINO SÍ ES DE ESTE MUNDO"

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Y no es por llevarle la contraria a Juan, privilegiado cronista de los hechos. Sería imperdonable osadía por mi parte, cortesano fiel de un tal reino. Aunque sí, a quienes en asunto tan trascendente se han empecinado durante siglos en "mantenella y no enmendalla", interpretando en su literalidad lo que de apocalíptico y escatológico hay en la pluma del evangelista.

Un género literario el suyo -patrimonio de la Sabiduría eterna muy vinculado al mito- cuyos textos y símbolos deben interpretarse, en lugar de describirse y explicarse. Esconden significados trascendentales de valor universal, razón por la que perduran indefinidamente en el espacio y en el tiempo. Los tenemos hoy en novelas como Ensayo de la ceguera de José Saramago; en películas como la serie Terminator de James Cameron; en óperas como El Gran Macabro de György Ligeti...etc. etc., por mencionar tan solo algún ejemplo.

Solo los puros de corazón y de mente, y los capaces de elevar sus sentidos por encima de toda contaminación espiritual tóxica, entrarán en ese Reino de los Cielos aquí en la Tierra: un reino en nuestro mundo y en nuestra historia cuyo descubrimiento y posesión se hace no desde la frontera de Dios sino desde la de sus creaturas. El otro, es un Fondo Garantizado para todos ab aeterno; un patrimonio del que nada ni nadie –Roma incluida- nos puede despojar; ni siquiera el propio Dios, inmanente y trascendente a la par, el que Es, y nosotros en Él. En esta herencia no hay legalmente tercio de mejora ni tercio de libre disposición. Un Testamento el Suyo en el que todo es tercio de legítima.

En el terreno de la teología, la necesidad de una exégesis de segunda generación es todavía más apremiante que en ningún otro campo. Este es el caso del "Reino de Dios": un concepto sustancial desarrollado en los libros sagrados del Judaísmo, el Cristianismo y el Islam; y también en su mística universal. Podríamos considerarlo como La catedral sumergida configurada pianísticamente por Debussy, a la que solo se puede acceder buceando a capella. Es decir, sin acompañamiento instrumental de la Sixtina en el foso.

Los territorios, como las plantas, como las personas, como todas las cosas, no solo tienen vocación de expandirse hacia el exterior, que es conquista de los demás, sino también hacia el interior, que es conquista de sí mismo: "Es hora de que mi imperio, ya demasiado crecido hacia afuera -pensaba el Gran Kan- empiece a crecer hacia dentro" (Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles).

Reino poliédrico y caleidoscópico éste, en cuyo Libro de la Vida está escrito para siempre el nombre de todos los seres. Porque en el Censo de Dios no hay "sin papeles". Un Reino apocalíptica y escatológicamente anunciado que hay que desvelar y mejorar, que se expande porque sus ciudadanos personalmente se expanden. Y también porque, como canta Juan Ramón Jiménez en su místico poema, han llegado a descubrir el yo esencial del ser, más allá -y más acá- de su yo existencial:

 

Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo,
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.

 

Lucas, más próximo a las realidades corporales por oficio -y sin ninguna contradicción con el Águila de Patmos- relata en su evangelio lo que Jesús respondió a los fariseos, que también como Pilatos buscaban enredarle sobre el tema: "El Reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque el Reino de Dios está ya dentro de vosotros" Lc 17:20-21).

Un mensaje, el de la Buena Nueva, cuyo propósito original es ofrecer a la Humanidad un camino hacia la experiencia directa y personal de un Reino sobre todo reino: el que todos los que como Jesús, Buda y tantos otros Caballeros Andantes del Espíritu, conquistaron y vivieron interiormente. Ninguna de las Iglesias hoy oficiales puede ser considerada universal. Menos, la autodenominada Católica y a la vez –contradictio in terminis- Apostólica y Romana. El Reino de Dios terrenalmente concebido, solo puede serlo como lo fue Jesús, como lo es Dios, como lo es el Cosmos: en la Totalidad, en la Unidad y en la Universalidad.

Fue el Hijo de Dios –el Verbo- quien desembarcó desde el Principio en los muelles del Universo, encarnándose en todas sus creaturas. El segundo desembarco ocurrió –y sigue ocurriendo hoy- cada vez que un ser humano se hace consciente de esa presencia en su interior. Instante sublime que constituye a todo Hijo del Hombre en verdadero "Hijo Unigénito del Padre", a imagen y semejanza de Jesús. No es una ceremonia bautismal ni la adscripción a una determinada Iglesia de creyentes quien lo hace, sino el espíritu compasivo y comprensivo que da vida a la árida teología y a los mecánicos rituales de la liturgia.

En Lucas nos señaló dónde estaba ese tesoro escondido y, como a Nicodemo, nos orientó también sobre la forma de encontrarlo más allá de Sagradas Escrituras, de ostentosas filacterias, tiaras y turbantes: nacer de nuevo en nuestras propias entrañas. El riesgo lo corremos buscando neciamente en el lugar equivocado, como le sucedió en una ocasión al mulá Nasrudín:

Un vecino encontró a Nasruddin cuando éste andaba buscando algo de rodillas. «¿Qué andas buscando, Mullab?».
«Mi llave. La he perdido».
Y arrodillados los dos, se pusieron a buscar la llave perdida. Al cabo de un rato dijo el vecino: «¿Dónde la perdiste?». «En casa».
«¡Santo Dios! Y entonces, ¿por qué la buscas aquí?».
«Porque aquí hay más luz».

 

Vicente Martínez

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