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¿CUÁLES SON MIS INTERESES?

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Mc 9, 30-37

En el evangelio de Marcos se subraya el contraste entre la actitud de Jesús, caracterizada por la “entrega”, y la de los discípulos, marcada por la ambición.

Es precisamente esa postura diametralmente opuesta la que explica por qué “no entendían nada y les daba miedo preguntarle”.

No vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos. Es sabido que son nuestros “intereses” los que explican, tanto la incapacidad para ver las cosas de otra manera, como los miedos que nos paralizan.

Son los intereses que nacen de nuestra identificación con el ego: al pensar que somos él, no podemos sino vivir para él. Esto es lo que las tradiciones sapienciales han llamado “ignorancia”, que explica aquellos comportamientos que nos hacen daño o provocan dolor a otros. Todo ello es consecuencia de aquella ignorancia básica, que nos impide “ver” o entender cómo es la realidad, y que nos mantiene sumergidos en el miedo.

Los “intereses” del ego, que condicionarán irremediablemente nuestra existencia mientras perdure nuestra identificación con él, son mecanismos defensivos, a través de los cuales, el propio yo busca consolidarse, persiguiendo una seguridad que siente como imprescindible, pero que, paradójicamente, no se halla nunca a su alcance.

Una vez que la mente etiqueta lo que percibe y siente como “favorable” o como “desagradable”, se instaura en la persona una dinámica regida por la “ley del apego y de la aversión”. Tanto al aferrarse a algo como al rechazarlo, el yo no hace otra cosa sino perseguir sus propios “intereses”. Cualesquiera que sean mis creencias, mientras dure la identificación con el yo –la creencia de que el yo es mi identidad-, mis intereses no podrán ser sino egocentrados, girando permanentemente en torno al propio ego.

Más aún, mientras permanezca en la identificación, la persona no podrá advertir que la frustración radica en el error de origen: haber confundido la propia identidad con el yo para el que se vive.

Esa ignorancia radical la mantiene en un callejón sin salida: no puede dejar de vivir para el yo, pero a cada paso percibe la inutilidad e incluso vacuidad de su intento, al comprobar la impermanencia de todo aquello a lo que se aferra y la inevitable decepción, que puede llevarla a lamentarse, como hace el Qohéleth, en el libro del Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?... Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta… Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol” (Ecl 1,2-9).         

En cualquier caso, bienvenida la frustración, la decepción o la crisis si cumplen el papel de ayudarnos a “despertar” y salir de aquella ignorancia de base, que confunde toda nuestra percepción y alimenta nuestros miedos.

Solo la nueva comprensión de quienes somos hará posible que podamos liberarnos de la esclavitud de los “intereses” del yo que antes nos dominaban.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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