col labrador

 

Jn 20, 19-23

Celebramos este domingo la fiesta de Pentecostés, la recepción del espíritu del Resucitado por parte de las primeras comunidades cristianas. Esta fiesta se arraiga en la tradición judía de la Celebración de las cosechas, que se celebraba 50 días después de la Pascua, y se ofrecían los primeros frutos. Una fiesta de agradecimiento y fecundidad. El Pentecostés cristiano nos recuerda que la humanidad no está abandonada de la mano de Dios, sino que el espíritu del Viviente está presente en nuestro mundo y en la hondura del corazón humano y que acude siempre en auxilio de nuestra debilidad (Rm 8,26). Los textos de estos días se refieren al Espíritu como Paráclito, es decir, el que alienta y consuela. Asi le sucedió a la primera comunidad cristiana, que como nos recuerda el evangelio de hoy se encontraban desconcertados e inseguros tras la muerte de Jesús: en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. ¿Cómo llevar adelante su encargo de hacer del mundo un banquete sin primeros ni últimos en medio de tantas dificultades, frente a una realidad que se les resiste?

Probablemente también nosotras y nosotros hoy podemos experimentar algo similar. La impotencia, el miedo, el desconcierto y la incertidumbre nos atraviesan como personas y comunidades en el contexto global de un mundo en guerra contra la vida como es el nuestro. Pero el Paráclito es también Restaurador de sueños y Engendrador de resistencias. Como señala Leonardo Boff el Espíritu aparece siempre como resistencia, elevándose por encima de todos los odios, esperando contra toda esperanza. El espíritu es esa pequeña brasa que se oculta en el rescoldo. La lluvia apaga la llama, el viento disipa el humo, pero debajo de todo sigue una brasa encendida, inextinguible... El espíritu sostiene el débil aliento de vida en el imperio de la muerte[1]. Pero para ello es imprescindible la experiencia comunitaria, porque la resistencia y la esperanza para poder abrirse camino en la historia, necesitan tramarse entre muchos, trenzarse en colectivo. Por eso el Espíritu se recibe en comunidad, a la vez que uno de sus frutos más fecundos es su fortalecimiento, desde la diversidad de dones, carismas y ministerios.

Pero el Evangelio de este domingo nos recuerda también algo sumamente importante: el Espíritu brota del costado y las manos heridas del Resucitado, no es ajeno por tanto a la violencia, la injusticia y al sufrimiento. No se nos ofrece pese a ellos, sino que desde ellos mismos se derrama como aliento, como resistencia, como lucidez, como energía, para atravesar la densidad de los infiernos humanos y enfrentarlos, como contrarios a la vida, urgiéndonos a denunciarlos y a buscar colectivamente terminar con ellos. Por eso celebrar Pentecostés es siempre incómodo y desinstalador. La paz que nos regala el Espíritu no es tranquilizadora sino una provocación honda para ser iglesia en salida, para desordenar el mundo hasta que la humanidad y la creación sean reconciliadas. Por eso recibir el Espíritu nos urge siempre a la misión, Una misión que no se sostiene en nuestras propias fuerzas, sino que es recibida y alentada como una brasa inextinguible que nos mueve siempre agradecimiento y gratuidad. ¿Sentimos su ardor?

 

Pepa Torres Pérez

 

[1] Citado en Elizabeth Johnson, La que es, Herder, Barcelona, 2002, pág. 183-185

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