I LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA CATÓLICA
Esta nueva concepción de la autoridad, basada en el Evangelio y en la responsabilidad que pidió el Concilio, ha de implementarse en todos los niveles: Papa, obispos, conferencias episcopales, sacerdotes y laicos.
El alcance y los límites de la autoridad del Papa deben estar claramente definidos en el contexto del mundo de hoy.
Presentamos un bosquejo de cómo podría y debería funcionar
Con ocasión del 50º aniversario del Concilio Vaticano II (1962-1965), invitamos a todos los miembros del Pueblo de Dios, a evaluar la situación de nuestra Iglesia.
Muchos de los temas clave del Vaticano II todavía no han sido implementados en absoluto, o lo han sido sólo parcialmente. Esto ha sido debido a la resistencia de algunos sectores, pero también a una cierta dosis de ambigüedad que se dejó pasar en algunos de los documentos conciliares.
La principal causa del actual estancamiento radica en su incorrecta interpretación y la mala aplicación en lo que concierne al ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Concretamente, los siguientes temas requieren una corrección urgente:
La función del papado necesita ser redefinida claramente en la línea de la intención de Cristo. Como supremo pastor, unificador y principal testigo de la fe, el Papa contribuye sustancialmente a la buena salud de la Iglesia universal. Sin embargo, su autoridad no puede oscurecer, disminuir ni suprimir la autoridad auténtica otorgada directamente por Cristo a todos los miembros del Pueblo de Dios.
Los obispos son vicarios de Cristo, no vicarios del papa. Tienen una responsabilidad inmediata de sus diócesis, y una responsabilidad, compartida con los otros obispos y el papa, respecto a la comunidad de fe mundial.
El Sínodo de los obispos debe asumir un papel más decisivo en la planificación y en la orientación del mantenimiento y el crecimiento de la fe dentro de nuestro complejo mundo actual. Para llevar a cabo esta tarea, el sínodo de los obispos necesita ser dotado de unas estructuras apropiadas.
El Concilio Vaticano II ordenó que debía haber colegialidad y corresponsabilidad en todos los niveles. Esto no ha sido llevado a cabo. Como estableció el Concilio, los consejos presbiterales y los consejos pastorales, deben involucrar a los creyentes más directamente en las tomas de decisión concernientes con la formulación de la doctrina, la gestión de la pastoral y la evangelización de la sociedad secular.
El abuso de nombrar para puestos directivos de la Iglesia a candidatos de una única forma de pensamiento, debe ser erradicado. Se deben establecer nuevas normas, y una supervisión sobre su cumplimiento, para asegurar que las elecciones para tales puestos sean llevadas a cabo de una manera limpia y transparente, y en cuanto sea posible, democrática.
La Curia romana requiere una reforma más radical, en la línea de las instrucciones y la visión del Concilio Vaticano II. La Curia debería continuar existiendo por sus útiles servicios administrativos y ejecutivos.
La Congregación para la Doctrina de la Fe debe ser asistida por comisiones internacionales de expertos, que han de ser escogidos de forma independiente, sobre la base de su competencia profesional.
Estos no son, ciertamente, todos los cambios necesarios. Somos conscientes de que la puesta en marcha de estas reformas estructurales deberá ser elaborada con detalle, según las posibilidades y limitaciones de las actuales y futuras circunstancias. Sin embargo queremos destacar que estas siete reformas sugeridas son urgentes y que su puesta en marcha debe comenzar inmediatamente.
El ejercicio de la autoridad de nuestra Iglesia debe emular las normas de transparencia, de rendición de cuentas y de democracia que son practicadas en la sociedad moderna. La autoridad en la Iglesia debe ser percibida como honesta y digna de confianza, inspirada por un espíritu de humildad y de servicio, mostrando preocupación por la gente más que por las reglas y la disciplina, transparentando a un Cristo que nos hace libres, y escuchando al Espíritu de Cristo que habla y actúa a través de cada persona.
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