Capítulo 1

Una nueva forma de entender la Iglesia

El concilio Vaticano II dijo, repetidas veces, que la Iglesia es "sacramento universal de salvación" (LG 1, 2; 48, 2; 59, 1; GS 45, 1; AG 1, 1; 5, 1).

Esta designación conciliar de la Iglesia como sacramento fue una novedad en la doctrina de Magisterio eclesiástico. En las enseñanzas oficiales, anteriores al Concilio, jamás se había dicho que la Iglesia es "sacramento".

Esta idea se venía utilizando, por algunos teólogos centroeuropeos, en los años que siguieron a la segunda guerra mundial. Seguramente el más destacado a este respecto fue O. Semmelroth, cuyas enseñanzas sobre este asunto fueron decisivas en el Vaticano II. Y también autores de la talla de K. Rahner, E. Schillebeeckx, H. De Lubac, E. Mersch, entre otros.

Como es lógico, si estos autores fueron los promotores de esta forma de comprender a la Iglesia, eso quiere decir que, al hablar de la Iglesia como sacramento, estamos ante una de las ideas renovadores (provenientes de Centroeuropa), que asumió el Vaticano II, frente a las ideas conservadoras, que tenían sus más eficaces defensores en los teólogos de la Curia Romana.

¿En qué estuvo aquí la novedad o, mejor dicho, la innovación? Como es bien sabido, los teólogos de la Curia Romana habían preparado, antes del Concilio, un "Esquema" sobre la Iglesia en el que ésta era presentada como "sociedad perfecta". La preocupación fundamental que se expresaba en el "Esquema" de la Curia se centraba en afirmar la autoridad de la Iglesia y el significado de salvación que tiene el aparato institucional de la misma.

Dicho de otra forma, lo que se pretendía era presentar a la Iglesia como una institución que tiene dos características determinantes: lo autoritativo y lo jurídico. De ahí que los seres humanos (según esta idea) podemos alcanzar la salvación en la medida en que nos sometemos al ordenamiento jurídico de la autoridad eclesiástica romana.

Esto es lo que los teólogos de la Curia Vaticana pretendían conseguir del Concilio. Ahora bien, esta manera de entender a la Iglesia fue rechazada por el Vaticano II, ya que no se aceptó el "Esquema" de los teólogos de la Curia.

Y (lo que es más importante), en lugar de dicho "Esquema", el Concilio aprobó la propuesta de los teólogos centroeuropeos, concretamente de los obispos alemanes, que presentaron a la Iglesia como "sacramento de salvación".

Como es lógico, si la idea de la Iglesia como sacramento fue la alternativa a la idea de la Iglesia como sociedad autoritaria y jurídica, eso quiere decir que la nueva forma de entender la Iglesia, tal como la presentó el Vaticano II, no va por el camino que lleva al poder autoritario, sino que presenta a la Iglesia desde otro punto de vista. Se trata de la Iglesia que se ha de entender, no desde lo jurídico, sino a partir de lo sacramental. Pero, ¿qué nos viene a decir esto?

 

El "ser" y el "hacer" de la Iglesia

Para comprender correctamente lo que representa y lleva consigo la afirmación de la Iglesia como sacramento, lo primero que se debe tener presente es lo que ya indicó el gran especialista en esta materia, O. Semmelroth. Al decir que la Iglesia es "sacramento de salvación", el concilio Vaticano II no pretendió ofrecer una definición de la esencia de la Iglesia, sino más bien indicar cómo debe ser su modo de actuar.

Es decir, lo que está en juego, en esta afirmación conciliar, no es tanto lo que la Iglesia es en sí, sino el modo de su actuación en este mundo. Sin olvidar que esto, en última instancia, afecta y determina lo que es la esencia misma de la Iglesia. O sea, el "ser" se comprende aquí a partir del "actuar".

La Iglesia es lo que tiene que ser cuando actúa como tiene que actuar para que los humanos encuentren salvación y solución para sus vidas. Lo cual quiere decir que, a partir de la comprensión de la Iglesia como sacramento, no cabe decir que la Iglesia tiene un ser predeterminado ontológicamente, que siempre ha sido, es y será el mismo.

Una Iglesia que actúa de forma que en ella los hombres no encuentran solución a sus problemas últimos y definitivos, no encuentran solución a sus preguntas más determinantes, y no ven en ella esperanza alguna, esa Iglesia no es que actúe mal, sino que no es ya la Iglesia que Dios quiere, es decir, la Iglesia que tiene su origen en Jesús y que prolonga en el tiempo y en la historia la presencia de Jesús en el mundo.

Dicho más claramente, la Iglesia deja de ser la Iglesia cuando actúa en esta vida de manera que en ella la gente ya no ve un signo de esperanza y de futuro, la esperanza y el futuro que se refiere a esta vida, pero que también trasciende esta vida y es capaz de dar un sentido pleno a la vida de las personas.

No existe, por tanto, una esencia permanente e inmutable de la Iglesia. Porque la historia de los hombres no es inmutable, sino cambiante. De ahí que la Iglesia, por más que tenga el deber de conservar un pasado y una tradición que le ha sido dada, nunca puede olvidar que su ser está siempre orientado a un fin que históricamente cambia, se modifica, sufre profundas transformaciones y, por tanto, exige modificaciones y las debidas adaptaciones.

Cuando el papa Juan XXIII habló en el Concilio del necesario aggiornamento de la Iglesia, se refería a una cuestión en la que estaba, y sigue estando, en juego el ser o no ser de la Iglesia.

Porque una Iglesia que se queda trasnochada y que resulta anacrónica y, por eso mismo, inadaptada a la cultura y a la capacidad de comprensión de los hombres y mujeres de cada tiempo y de cada cultura, por eso también deja de ser la Iglesia que Dios quiere y pierde su razón de ser, por más que visiblemente y ante determinados sectores de la población continúe teniendo plausibilidad y hasta éxitos más o menos engañosos y, en todo caso, efímeros.

He aquí la consecuencia inevitable, y al mismo tiempo altamente esperanzadora y exigente, de la comprensión de la Iglesia como sacramento.


Capítulo 2

Sacramento, signo y símbolo

Como es bien sabido, el término "sacramento" se ha aplicado en la teología cristiana para designar los rituales religiosos, que son centrales en la vida de la Iglesia, y que han sido definidos como "signos eficaces de la gracia". Así, efectivamente, se vienen entendiendo los sacramentos desde el siglo XII, concretamente a partir del libro de las Sentencias, de Pedro Lombardo.

Ahora bien, si los sacramentos son signos, para entender lo que queremos decir cuando hablamos de la Iglesia como sacramento, lo primero que se ha de precisar es el concepto de "signo".

Pues bien, según la explicación comúnmente usada, un signo es una realidad sensible (visible, audible, tangible...) que nos remite y nos pone en relación con otra realidad que no es del orden de lo sensible, sino que, de la manera que sea, no está a nuestro alcance inmediato.

En su formulación más técnica, el signo se define como la unión de "significante" y un "significado".

Por ejemplo, las palabras son signos. Ahora bien, en la "palabra" (un signo que constantemente utilizamos), el significante es el fonema que se pronuncia al decir esa palabra. Y el significado es el concepto al que nos remite el fonema que oímos. Cuando el significante (fonema) se une con el significado (concepto), entonces tenemos el signo. Que siempre es indicador de un "referente", la realidad, objeto, persona... a la que nos referimos con cada palabra o en cada frase (conjunto de palabras).

Pero ocurre que si el sacramento se reduce a mero signo, tropezamos con una dificultad. De acuerdo con lo dicho sobre el signo, éste se sitúa necesariamente al nivel del conocimiento, ya que el significado es siempre un concepto, una idea, algo estrictamente mental y, por tanto, del orden de lo cognoscitivo.

Eso, por supuesto, es enteramente necesario en la comunicación humana. Sin lenguaje, o sea sin los signos mediante los que nos comunicamos unos a otros lo que sabemos o queremos decir, la comunicación entre los seres humanos sería imposible.

Pero sabemos que, en la vida humana, más determinantes que las "ideas" o los conceptos, son las "experiencias" que vivimos. Experiencias que nos configuran ya desde antes de nacer. Como es bien sabido, la comunicación entre la madre y el hijo que lleva en sus entrañas es decisiva, para el futuro de ese hijo, desde las primeras semanas de la gestación.

Por eso un hijo amado y deseado por la madre es y será completamente distinto de un hijo rechazado y hasta despreciado por la madre. Señal evidente de que entre la madre y el hijo se establece una profunda y determinate comunicación ya antes de que el feto o, más tarde, el recién nacido pueda entender, mediante conceptos, lo que la madre lo quiere o lo desprecia.

Y es que el amor, el afecto, la empatía, el gozo y el disfrute de la vida, o por el contrario, el odio, los deseos de venganza, el desprecio, el resentimiento, todo eso no se comunica entre los humanos mediante "signos" lingüísticos y conceptuales, sino de otra forma. Por eso, en la comunicación humana, son más importantes los "símbolos" que los "signos".

Ahora bien, mientras que un signo es la comunicación de un "concepto", el símbolo es la comunicación de una "experiencia". Por eso los símbolos son tan decisivos, sobre todo, cuando se comunican las experiencias que entrañan una "totalidad de sentido" para la vida de las personas.

Porque en la vida de los humanos, más decisivo que "saber" definir el amor es "amar" y sentirse "amado". Como más destructivo que "saber definir el odio" es "odiar".

De ahí que Paul Ricoeur, acertadamente, ha dicho que, mientras el signo es Lógos (palabra). el símbolo es Bios (vida).

Además, en todo este ámbito de realidades humanas, es fundamental caer en la cuenta de que todos los seres humanos vivimos experiencias que no se pueden comunicar mediante signos, es decir, mediante la "información" que proporcionan las palabras y los discursos. Tales realidades solamente se pueden transmitir mediante el "contagio" que desencadenan los símbolos.

Una madre no enseña a amar a su hijo echándole discursos sobre la estructura profunda de la relación interpersonal. La madre educa en el amor amando, besando, acariciando, mediante el tacto amoroso y cálido de la intimidad. Así hemos aprendido todos a amar y ser amados.

Y de la misma manera, resulta evidente que a otras personas no se les hace felices predicándoles sobre la felicidad, sino contagiando la felicidad que uno vive.

Como nadie logra que el otro se sienta querido porque se le explica la más depurada teoría sobre el amor. Se siente querido el que experimenta el cariño que contagia la persona que ama de verdad a quien se relaciona con ella.

Por eso es más importante la mirada que el ojo. Porque el ojo pertenece al orden de los signos, mientras que la mirada es símbolo. El ojo "informa", la mirada "contagia" o, si se prefiere, desencadena la corriente de vida que une y funde a las personas.


Capítulo 3

Símbolo y cultura

Es fundamental tener presente que los símbolos son siempre manifestaciones de la cultura.

Es decir, no parece aceptable la propuesta de C. G. Jung según el cual existen símbolos arquetípicos o primordiales, que serían comunes a todas las culturas e incluso estarían por encima de éstas.

Es decir, según esta teoría, habría símbolos "naturales", que por eso mismo serían inherentes a la naturaleza humana. Tales serían los símbolos relacionados con la comida o con ciertos elementos básicos de la vida, como es el agua.

Frente a esta opinión, está la tesis, comúnmente aceptada, que afirma que todo símbolo no es algo "natural", sino necesariamente "cultural". Por más que haya, como sabemos, símbolos que gozan de especial fuerza en todas las culturas, como es el caso de los símbolos asociados a la alimentación (la comida compartida) y al sexo (el abrazo, el beso, la caricia...).

En definitiva, se trata de comprender que los símbolos más fuertes y determinantes son los símbolos más estrechamente ligados a la vida, bien sea en su mantenimiento (alimentación), bien sea en su propagación y comunicación más honda (sexo).

La teología católica debe tomar en serio esta compresión del símbolo como hecho cultural. Y, en consecuencia, debe tomar también en serio la consecuencia que de eso se sigue, a saber: la urgente necesidad de acomodarse a las diferentes culturas y no lo contrario, pretender que las culturas se acomoden a las ideas y normas que dicta la teología de una determinada tradición cultural, la cultura occidental y, más en concreto, la cultura "romana".

La experiencia histórica de la Iglesia nos tendría que haber enseñado a dudar de la eficacia pastoral de las imposiciones autoritarias de Roma. Por ejemplo, el fracaso de la Iglesia en la evangelización de Asia y de su presencia en aquel inmenso continente, a partir de los conflictos que originaron las grandes intuiciones pastorales de los jesuitas Ricci (1552-1610) en China y De Nobili (1577-1656) en India.

El rechazo de Roma a los ritos chinos y malabares resultó determinante para que el cristianismo, hasta el día de hoy, haya sido (y siga siendo) una religión marginal precisamente en los dos grandes países que hay apuntan a ser las grandes potencias emergentes del futuro.

En el fondo de este penoso asunto está la pretensión eurocéntrica de la cultura occidental. Es la pretensión que identifica lo "europeo" con lo "natural".

De ahí que, según esta mentalidad, existe una "ley natural", propia y específica de la "naturaleza humana", que es simplemente la recopilación de las ideas, tradiciones, instituciones, usos y costumbres de Occidente.

En consecuencia, los rituales y tradiciones culturales de Occidente se erigieron en rituales y tradiciones universales, que tenía (y tienen) que ser impuestos en todo el mundo y asimilados y vividos como propios por todas las culturas del planeta tierra.

Por supuesto, la Iglesia no asumió esta extraña y dañina mentalidad en los primeros siglos de su historia, por más que los padres de la Iglesia sufrieran, en este sentido, la influencia del pensamiento estoico, que, a través de Filón de Alejandría, se encuentra reflejado ya, en el s. II, en Justino y en los autores cristianos de los siglos siguientes.

Pero nada de esto impidió que la Iglesia de los primeros siglos aceptase una notable diversidad de liturgias. Lo que, en el fondo, equivalía a aceptar los signos y símbolos de culturas y tradiciones que no eran de matriz romana.

Sin embargo, la idea de una lex aeterna que, por medio del lumen rationis naturalis (la luz de la ley natural) tiene que ser común a todos los seres humanos, termina por imponerse sobre todo a partir de Tomás de Aquino, en la Prima Secundae de la Summa Theologica.

De hecho, a partir de los siglos XII y XIII, los signos y símbolos vigentes en la cultura romana se han querido imponer como signos y símbolos universalmente válidos. Lo que, en la práctica, los ha invalidado en tantas sociedades y culturas en las que la simbología occidental de los siglos IV y V necesita de eruditas explicaciones para ser debidamente comprendida.

Pero, es claro, cuando un símbolo necesita ser explicado, por los eruditos historiadores de la cultura y de la liturgia, es que es símbolo ha dejado de ser símbolo. A un ser humano cualquiera no hay que estarle explicando lo que significa una mirada de cariño, un gesto de bondad o sencillamente un beso de afecto limpio y sincero.

El signo y el símbolo, cuando son verdaderamente tales, no necesitan ser explicados. Se imponen por sí mismos. Porque responden a vinculaciones profundas entre las experiencias vividas y la misma configuración del cerebro humano.

 

Capítulo 4

Símbolo y realidad

Para la mentalidad de muchas personas, quizá poco formadas en este orden de conocimientos, el símbolo no coincide con lo real.

De ahí, las sospechas y hasta el malestar que tales personas experimentan cuando oyen decir que los sacramento son símbolos. Porque hay quienes tienen la impresión de que, si las cosas son así, estamos vaciando los sacramentos de un determinado contenido de algo real.

Es decir, si un sacramento, por ejemplo la eucaristía, se explica como un símbolo, hay quienes temen que, de esa forma, lo que se está haciendo es negar la presencia real de Cristo en ese sacramento.

Quienes piensan de esa forma dan a entender que no comprenden adecuadamente lo que es el símbolo. Seguramente la mentalidad científica, tan predominante en nuestra cultura, nos dificulta la adecuada comprensión de la relación entre "sacramento" y "realidad".

Esta comprensión defectuosa queda resuelta cuando se recuerda que el símbolo es siempre comunicación, no de "ideas" y, menos aún, de "cosas", sino que es comunión de "experiencias".

Ahora bien, las "cosas", los objetos, o se dan tal cual, como son en su realidad tangible, o no se dan. Si yo doy un billete de cien euros "simbólicamente", el hecho real es que no doy ese dinero. Porque el dinero es una cosa. Y eso no se puede comunicar mediante un símbolo.

Pero, cuando hablamos de símbolos, no nos referimos a nada de eso. Nos referimos a "realidades", pero de otro orden. Tan real como el dinero es el amor. Pero, ¿cómo se puede expresar y comunicar el amor entre dos personas? Se puede comunicar dando cosas: dinero, joyas, objetos de valor, etc. Pero todo eso expresa amor (y no interés) en la medida, y sólo en la medida, en que mediante tal objeto se expresa una experiencia. Y entonces, el objeto (un ramo de flores, por ejemplo) se convierte en símbolo.

Pero hay más. Porque, si todo este asunto se piensa más despacio, pronto se advierte que en la vida humana hay realidades que solamente se pueden expresar y comunicar simbólicamente.

Las grandes experiencias, que dan sentido a la vida, sólo pueden adquirir su manifestación más real y verdadera mediante símbolos.

De ahí que, en el caso de los sacramentos, las experiencias que se transmiten a través de ellos solamente pueden resultar auténticamente reales mediante las expresiones simbólicas que, en cada cultura, sirven de vehículo a la experiencia en cuestión.

Esa es la razón por la que los sacramentos, además de "signos", son también "símbolos" eficaces de la comunicación de Dios y de nuestra comunicación con Dios.

 

Sacramentalidad y teología de la Iglesia

Todo esto supuesto, de lo dicho se siguen algunas consecuencias básicas para la teología de la Iglesia como sacramento. Ante todo, se entiende la razón por la que la Iglesia es presentada como sacramento.

La Iglesia no existe para sí misma, sino para los hombres y mujeres de este mundo. Esto, obviamente, quiere decir que la Iglesia es ella misma cuando se comunica con los seres humanos de cada tiempo y de cada cultura.

Ahora bien, la comunicación con los humanos se realiza mediante signos y símbolos. Lo cual quiere decir que la Iglesia es, por su misma razón de ser, sacramento, es decir, signo y símbolo de comunicación con la humanidad.

En segundo lugar, es necesario comprender que, por más verdadero que sea que la Iglesia tiene que ser comunicación de mensajes ideológicos o de conocimientos (las verdades de la fe), en todo este asunto es capital comprender que lo primero y principal que la Iglesia tiene que comunicar y contagiar son experiencias.

Se trata de las experiencias fundamentales de la vida: la fe-confianza, el amor, la esperanza, la paz, la bondad, etc.

Esto quiere decir que, en la Iglesia, más importantes que los signos (las verdades) son los símbolos (las experiencias).

En tercer lugar, si tanto los signos como los símbolos son siempre expresiones culturales, de ahí se sigue que la Iglesia, si es que quiere ser ella misma en cada tiempo y en cada cultura, no tiene más remedio que adaptarse, en cada momento histórico, en cada cultura y en cada sociedad, a las mediaciones significativas y simbólicas que viven y utilizan las gentes de los distintos tiempos y culturas de la humanidad.

Por eso no es imaginable que la Iglesia pueda ser fiel, a sí misma y al designio de Dios sobre ella, si sus dirigentes se empeñan en mantener e imponer una uniformidad de expresiones significativas y simbólicas que sean idénticas en todo el mundo.

Los signos y los símbolos no se imponen por decreto, sino que son manifestaciones fundamentales de la vida, de la cultura y de la sociedad.

Por eso, si es que la Iglesia toma en serio que ella es y tiene que aparecer como sacramento de salvación, la Iglesia tendría que comportarse, vivir y aparecer ante la gente de forma que no hiciese falta presentar el mensaje mediante numerosas y eruditas teologías especializadas, al alcance de los sabios y entendidos de este mundo.

La Iglesia-sacramento tiene que ser y vivir de tal forma que se meta por los ojos de la gente. Y que la gente la vea y la sienta como algo que les es connatural y propio. De no ser así, algo muy serio falla en la Iglesia.

 

Capítulo 5

Importancia de lo visible en la Iglesia

A veces, se dice que lo meramente externo y visible en la Iglesia no es determinante para que ella sea lo que tiene que ser y cumpla con su misión en este mundo.

En este sentido, se afirma que, a fin de cuentas, lo mismo da que el papa o el obispo vivan en un palacio o pasen la vida en una vivienda corriente, más o menos como la casa que puede tener cualquier ciudadano.

Y algo parecido se dice de los lugares de culto, de las vestimentas y medios de transporte, de la forma de presentarse en público y así sucesivamente.

Por el contrario, si somos consecuentes con la sacramentalidad de la Iglesia, debe quedar bien claro, de una vez por todas, que lo visible de la Iglesia, es decir, lo que entra por los sentidos y lo que todo el mundo percibe, no es cosa sin importancia o algo meramente accidental. Lo visible y palpable de la Iglesia es una categoría estrictamente teológica.

Es decir, se trata de algo que toca el ser mismo de la Iglesia como sacramento. Y, al mismo tiempo, eso que se mete por los ojos de la gente debe estar siempre organizado de forma que espontáneamente lleve a los hombres y mujeres a percibir que Jesús y su mensaje siguen presentes en el mundo y en la historia.

Esto quiere decir que la organización externa de la Iglesia, su derecho, sus costumbres, su funcionamiento, su estilo de vida, sus pautas de comportamiento y, en general, todo lo que en ella es perceptible debe estar organizado y debe funcionar de tal manera que la gente, al ver todo eso, se sienta espontáneamente movida y motivada para pensar que el Evangelio sigue adelante en este mundo.

Por otra parte, es decisivo tener presente que todo lo dicho no es algo meramente aconsejable desde el punto de vista de la ética o de la espiritualidad. Lo que aquí está en juego es la efectividad de la Iglesia, es decir, en esto la Iglesia se juega el ser o no ser de su misión en el mundo.

Tomás de Aquino lo supo explicar con una de sus formulaciones magistrales:

"los sacramentos son causa (de aquello para lo que están instituidos) en cuanto que lo significan"

("Sacramenta significando causant") (De Veritate, q. 27, a. 4 ad 13).

Es decir, en la Iglesia, la "causalidad" está ligada a la "significatividad". Dicho de otra forma: la Iglesia produce y causa ante la gente aquello que la gente percibe que la Iglesia significa, lo que la Iglesia expresa, lo que los humanos perciben en ella y en su forma de aparecer y manifestarse en la sociedad.

Utilizando la vieja clasificación de causalidades de la teología escolástica, se puede afirmar que la causalidad de la Iglesia no es "eficiente", sino "ejemplar".

Tal es, en efecto, la cualidad propia de los sacramentos como causa de salvación. Lo que nos viene a decir que la Iglesia-sacramento es causa de salvación en la medida, y sólo en la medida, en que es una institución ejemplar para los ciudadanos de una determinada cultura y de una sociedad concreta.

Ahora bien, la consecuencia que se sigue de lo dicho es fuerte. Porque eso nos viene a decir que en la Iglesia tienen que cambiar muchas cosas y se tiene que producir una reforma muy profunda, si es que sinceramente se quiere que la Iglesia sea eficaz en el cumplimiento de la misión que tiene que llevar a cabo en este mundo: la salvación, ser "sacramento de salvación".

Por una razón que entiende cualquiera, a saber: los valores que son significativos para las gentes de la cultura actual no son ya los mismos que tenían significación y ejemplaridad para los hombres y mujeres de tiempos pasados.

Por ejemplo, en los tiempos del antiguo régimen, el poder monárquico y la autoridad impositiva eran valores que los ciudadanos acogían como lo más natural del mundo. Valores, por eso mismo, en los que los fieles cristianos veían lo mejor y hasta lo más ejemplar que podían hacer, que era, ni más ni menos, que someterse al soberano, sin disentir ni protestar.

Hoy ya la gente no piensa así. Ni ve en la sumisión un valor supremo. De ahí que mientras la Iglesia siga actuando sobre la base de una teología y una ley que obligan al sometimiento incondicional, es seguro que la Iglesia no cumplirá con su dimensión sacramental. Y, lo que es peor, la Iglesia es y será una institución carente de credibilidad, ya que, al proceder de esa forma, se ve privada de la ejemplaridad necesaria para poder interesar a los fieles y, menos aún, a quienes se resisten a creer en ella.

Y otro ejemplo en el mismo sentido, quizá más elocuente que el del poder, es el que se refiere a la nueva mentalidad sobre el sexo y todo lo que la sexualidad abarca en la vida de las personas. Nadie duda ya de que, en este orden de cosas, estamos asistiendo a un cambio tan profundo y tan rápido que, como es bien sabido, la mayoría de la población, cuando oye los sermones, discursos y consignas de la Iglesia sobre la vida sexual, lo menos que hace es sonreír con aire de displicencia, si no es que se llega a la indignación y al desprecio.

Es importante caer en la cuenta de que, cuando ocurre esto, estamos ante un fallo que no es sólo de orden "moral", sino además se trata de una desviación "teológica" en el sentido más fuerte y propio de esa palabra.

Y lo peor de todo, en este asunto, es que no se ve camino para un posible encuentro entre el discurso eclesiástico y la mentalidad moderna. Al contrario, se trata de caminos contrapuestos que cada día se alejan más y más el uno del otro.

Y, por último, a los dos ejemplos anteriores, se ve como algo evidente añadir el "desajuste sacramental" que padece la institución eclesiástica en su forma de aparecer públicamente ante las gentes de nuestro mundo y en la sociedad actual. Para decirlo con más claridad, se trata de la imagen de ostentación, pompa y boato con que, por lo general, los obispos, los cardenales y el papa aparecen en los medios de comunicación y ante las multitudes que tantas veces congregan en actos públicos y diariamente en sus vestimentas, lugares de residencia, medios de transporte, títulos e insignias que utilizan, lugares que ocupan, etc. Siempre los primeros y siempre de forma llamativa y sin miedo al ridículo que mucha gente advierte en semejantes formas de conducta pública.

Nada de eso es intranscendente desde el punto de vista "teológico". Porque afecta, de forma muy clara y determinante, a la imagen, al signo y, por tanto, al sacramento que es la Iglesia.

Ciertamente, semejante imagen está muy lejos de aquello y de Aquél a quien los sucesores de los apóstoles tienen que hacer presente o deben representar.

A fuerza de "vanidad ingenua" y acumulada, por la fuerza y la debilidad (ambas cosas) del "parecer" superpuesto al "ser", la sacramentalidad de la Iglesia ha quedado mortalmente herida. Lo que es tanto como decir que la misión salvadora de la Iglesia -si es que el concilio Vaticano II dijo la verdad- ha sido reducida y en gran medida anulada.

La cosa está clara. Las leyes que rigen el ordenamiento interno y externo de la Iglesia, tanto el Código de Derecho Canónico, como la Constitución o Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, son cosas que están pensadas y redactadas de tal forma que, en tales documentos, no se reconocen los derechos humanos de los miembros de la Iglesia y de los ciudadanos en general.

Nadie se debería sorprender de que, en no pocas encuestas de opinión pública, la Iglesia sea la institución que tiene hoy menos credibilidad entre las generaciones jóvenes.

Y lo que se dice de las leyes, hay que decirlo - con más razón - de la teología, de la moral, de la espiritualidad y de la liturgia. Si la Iglesia sigue enseñando que para acercarse a Dios hay que mortificar lo humano y hay que despreciar las cosas de este mundo, es seguro que la Iglesia no será vista como sacramento (signo o símbolo) de salvación.

En definitiva, se trata de comprender que, si el sacramento es "signo" o "símbolo" (de algo, para alguien), la Iglesia significa y simboliza, ante los más amplios sectores de la sociedad, cosas que poco a nada tienen que ver con aquello que ella, por su propia misión y destino, tiene que significar y simbolizar ante los hombres.

He aquí uno de los problemas más fuertes que la Iglesia tiene que afrontar y resolver en este momento.

 

Capítulo 6

El problema de fondo

Sin duda alguna, si en la Iglesia ha terminado por imponerse una teología, una moral, una espiritualidad y una liturgia que, en lugar de favorecer la imagen de la Iglesia como sacramento, lo que hacen es dañar esa imagen, el motivo de tal desviación no hay que buscarlo primordialmente en causas de orden moral.

Es decir, la Iglesia no anda mal por el anquilosamiento trasnochado, egoísta y conservador de los hombres del clero. Es evidente que los defectos del clero influyen negativamente en la misión de la Iglesia. Pero el fondo del problema está en otra cosa,

Para poner en claro este asunto, seguramente lo más sencillo y lo más directo es hacerse esta pregunta: los sacramentos cristianos y, por tanto, el sacramento que es la Iglesia, ¿se explican "desde arriba" o "desde abajo"?

Si decimos que los sacramentos se explican desde arriba, eso equivale a afirmar lo siguiente: en la Iglesia hay sacramentos y la misma Iglesia es sacramento porque Dios lo ha dispuesto así, porque Cristo lo instituyó todo así y, en consecuencia, la Iglesia (que representa a Cristo) es el cauce a través del que la gracia divina llega a la humanidad.

En este supuesto, como es lógico, es la Iglesia la que dispone de los sacramentos, ella es la que los administra, los concede o los niega, porque la Iglesia es el medio instrumental, que está sobre los hombres y por mandato divino, tiene el poder y el privilegio de administrar la gracia de Dios para salvar a los mortales.

Por el contrario, si decimos que los sacramentos, incluida la Iglesia como sacramento, se justifican desde abajo, es lo mismo que decir lo siguiente: hay sacramentos porque los seres humanos nos comunicamos, y recibimos comunicación, mediante signos y símbolos.

Es decir, los humanos expresamos y recibimos nuestras ideas y experiencias fundamentales mediante signos y expresiones simbólicas. Y Dios (que respeta la condición humana hasta sus últimas consecuencias) interviene y actúa, en la vida de las personas, a través de las mediaciones de las que disponemos, para dar y recibir, para comunicar nuestras ideas (signos) y nuestras experiencias fundamentales (símbolos). Teniendo en cuenta, como ya se dijo antes, que las experiencias fundantes de la vida no se pueden comunicar al ser humano si no es mediante los símbolos que configuran culturalmente incluso nuestro cerebro.

Además, cuando se trata de experiencias colectivas, precisamente para unificar tales experiencias, la comunicación simbólica se realiza mediante rituales establecidos por las tradiciones de cada cultura o, eventualmente, de cada institución.

Ahora bien, la diferencia determinante que hay entre la primera (desde arriba) y la segunda (desde abajo) de estas dos explicaciones está en que, cuando el sacramento se explica "desde arriba", la mediación a través del cual interviene Dios es el rito, es decir, el gesto sagrado al que se le atribuye un efecto inmediato y, de alguna manera, automático, para santificar al creyente, con tal de que el sujeto no ponga obstáculo ("óbice", en el lenguaje teológico tradicional). Es esto lo que en teología se llama la eficacia ex opere operato.

Por el contrario, en la segunda explicación, cuando el sacramento se justifica "desde abajo", la mediación a través de la cual interviene Dios, es la "experiencia" humana que vive el sujeto (y la comunidad) que realiza y celebra el sacramento. Lo cual resulta perfectamente comprensible si tenemos en cuenta que, como ya se ha dicho, los seres humanos estamos constituidos de tal forma que las experiencias fundamentales de nuestra vida las expresamos y comunicamos mediante gestos simbólicos, que, cuando son colectivos, necesitan un común acuerdo y, en ese sentido, se ritualizan.

Dicho esto, se comprende lo que está en juego en todo este asunto. Si el sacramento se entiende y se practica de acuerdo con la efectividad de "desde arriba", eso lleva inevitablemente al "ritualismo" y, desde ahí, a la "magia", cosa que no sirve sino para engañar al sujeto o a la institución que se aferra a la exacta ejecución del ritual.

Por el contrario, si el sacramento se pone en práctica de acuerdo con la segunda explicación, es decir, pensando en la efectividad "desde abajo", eso es lo único que resulta coherente. Por las razones que más adelante se van a explicar.

De momento, quede claro que no se trata de poner en duda la absoluta necesidad de la intervención de Dios y de la gracia divina. El problema no está en eso. El problema está en saber si Dios actúa en la vida y en la historia humana, si Él se comunica con nosotros, nos humaniza y nos hace mejores personas, "mediante el rito" o "mediante la experiencia humana" que se expresa ritualmente.

Sin olvidar que este planteamiento afecta, por supuesto, a los sacramentos que celebra la Iglesia. Pero no sólo a eso. Antes que a la praxis de cada uno de los sacramentos, lo que se acaba de indicar afecta, ante todo, a la Iglesia como sacramento. Es más, el problema se centra, sobre todo, en la comprensión de la sacramentalidad de la Iglesia. Porque según y cómo se entiende dicha sacramentalidad, así es como se entiende y se pone en práctica cada uno de los sacramentos.

Y es que si, efectivamente, en la teología y en la pastoral de los sacramentos, lo que más se impone es la exacta ejecución del ritual, eso se debe a que, en la forma fundamental de comprender la Iglesia, lo que más se cuida, lo que más se urge y lo que, en cualquier caso no se tolera, es precisamente que la institución como tal, en su organización, sus poderes, sus autoridades y su imagen en bloque, todo eso se respete, se acepte, se quiera, se defienda desde todos los puntos de vista posibles.

Semejante mentalidad, que se suele presentar como la puesta en práctica del mayor amor a la Iglesia, es en realidad el clavo ardiendo al que se agarran todos los que se afanan, más por alcanzar la "seguridad" que proporciona lo institucional, lo normativo y lo ritual bien asimilado y ejecutado, que por acercarse a la "coherencia" que viven y tienen los que se arriesgan a orientar su vida por el camino que va trazando la experiencia humana, auténticamente humana, por los desconocidos caminos de la vida.

 

Magia sacramental en la Iglesia

Se ha dicho que el problema que plantea la interpretación del sacramento explicado en su eficacia "desde arriba", consiste en que por ese camino desembocamos en el ritualismo. Y de ahí, en la magia sacramental. Ahora bien, todo lo que es magia (o se roza con ella) tiene como característica propia la "eficacia automática".

En efecto, el que ejecuta un acto de magia, lo hace persuadido de que, si realiza ese acto observando todos los detalles que impone el ritual, por eso solo, y por eso mismo, el acto produce automáticamente el efecto apetecido, sea el que sea.

Por eso precisamente la magia es tan seductora para muchos espíritus. Por la sencilla razón de que mediante un esfuerzo o un ejercicio, que puede ser relativamente simple y que siempre es controlable, se consigue un efecto que no suele estar a nuestro alcance o rebasa nuestras capacidades, Esto es lo que explica la seducción que la magia ejerce sobre mucha gente.

La cuestión está en comprender que la magia está presente en la vida bastante más de lo que sospechamos. Porque puede (y suele) estar actuando en cosas tan simples como son tantos actos sencillos de mera superstición a los que muchas personas atribuyen el automatismo del acto propiamente mágico. Como es lógico, en tales casos, se trata de cosas sin importancia.

Lo verdaderamente serio en la vida está en la seguridad que, con tanta frecuencia, percibimos por el hecho de pertenecer a tal institución, a tal grupo o a tal corriente de mentalidad o ideología. Se trata, en este caso, de un mecanismo que actúa sobre todo en las cuestiones más fundamentales de la vida, concretamente en la política y en la religión.

En la política, mediante el sentimiento de identidad que proporciona la pertenencia a una nación, a una tendencia, a un partido, y con relativa frecuencia desemboca en el fanatismo, en el fundamentalismo o en conductas de tipo nacionalista.

Cuando se trata de la religión, lo que la "magia sacramental" produce es el sentimiento de seguridad que ofrece la garantía (engañosa) que genera la exacta fidelidad y la fiel pertenencia a una institución que se considera a sí misma como el "pueblo elegido", la "religión verdadera", el "camino seguro" de la salvación.

El común denominador de todos estos sentimientos es siempre el mismo: el mecanismo oscuro de un oculto automatismo de eficacia que no se puede ni poner en cuestión.

Esto es lo que explica que muchas personas den más importancia a su fiel pertenencia a la Iglesia, que a su fiel observancia del Evangelio. Porque lo primero pertenece al orden del ritual mágico, mientras que lo segundo se sitúa en el ámbito de la experiencia arriesgada y exigente. Lo primero da seguridad, en tanto que lo segundo expone al peligro.

La confrontación de la libertad de Jesús con la observancia de los fariseos tiene en esto su exponente más conocido. A este propósito, resulta ilustrativo recordar que, por lo que cuentan los evangelios, para los fariseos, Dios actuaba en sus vidas a través de la fiel pertenencia al pueblo de los "hijos de Abrahán" (cf. Lc 3, 8), mientras que, para Jesús, lo determinante en la vida es "pasar haciendo el bien" (Hech 10, 38).

Como es lógico, quienes se aferran a la sacramentalidad mágica de su pertenencia y su sumisión a la Iglesia, necesariamente incurren en una práctica sacramental diaria que se centra sobre todo en observar exactamente las rúbricas, las normas litúrgicas y los ceremoniales, con el mayor respeto y la más estricta fidelidad. Porque a todo eso es a lo que se le atribuye la eficacia en orden a recibir la gracia que el sacramento proporciona.

De ahí, toda una eclesiología y una pastoral e incluso una espiritualidad, normalmente anquilosada en un pasado que ya poca gente entiende y que a pocos ciudadanos interesa.

Por otra parte, esto es lo que explica que haya, en algunos países, una población ampliamente "sacramentalizada", pero que no es precisamente ejemplar por su coherencia ética o simplemente por su humanidad en las relaciones que mantiene y en los distintos ámbitos de la vida en que se desenvuelve. Cosas, todas ellas, de las que muchos cristianos se lamentan sin encontrarle la adecuada y necesaria solución.

Por lo demás, aquí no vendrá mal recordar que la conocida fórmula de la eficacia sacramental ex opere operato, recogida en la sesión séptima del concilio de Trento (DS 1608), no se refiere en absoluto a nada que tenga que ver con la magia que aquí se critica.

Esa fórmula, como bien analizó O. Semmelroth (LTK 7, 1184), tiene un origen cristológico. Y se refiere únicamente al origen de la gracia, que se recibe en el sacramento. De forma que el sentido de la fórmula está en que la gracia sacramental no tiene su origen ni en la fe del que recibe el sacramento, ni en la santidad del ministro que lo administra, sino únicamente en la vida y muerte de Cristo.

En consecuencia, al hablar de la eficacia sacramental, habría que decir que los sacramentos comunican la gracia ex opere operato a Christo, es decir, comunican la gracia por la obra realizada por Cristo. Por tanto, deducir de esa fórmula consecuencias que lleven a practicar los sacramentos y la liturgia con más fidelidad al rito que a la experiencia propia del que tiene viva la "peligrosa memoria" de la muerte de Jesús (J. B. Metz), eso equivale a hacerle decir al canon de Trento lo que en realidad nunca quiso decir.

 

Capítulo 7

De acuerdo con la vida

La vida de una persona no cambia ni mejora por la eficacia que puedan tener sobre ella determinados rituales sagrados que, de una manera o de otra, terminan siendo rituales mágicos.

La vida de una persona cambia y mejora cuando esa persona vive experiencias que tocan en el fondo mismo de su ser y que, por eso, modifican sus afectos y sentimientos (su sensibilidad) y, de ahí, cambia también su forma de pensar, sus criterios, los valores que determinan su vida, en definitiva, todo su comportamiento.

Se suele decir que las cosas (y entre ellas, la vida) no cambian "por arte de magia". Incluso cuando a esa magia le ponemos nombres divinos, ya sea que hablemos de "signos sagrados", de "signos sacramentales" o de "eficacia sacramental".

Todo eso es exactamente aplicable, en igual medida, a todo lo que decimos de la "institución divina" que tiene, según se dice en ambientes teológicos, la virtualidad de trasformarnos, de santificarnos, de hacernos semejantes a Dios y cosas por el estilo. De sobra sabemos que, con frecuencia, todo eso no pasa de ser mera retórica sin contenidos que responda y se correspondan con realidades tangibles en la vida y en la sociedad.

Será conveniente recordar aquí, de nuevo, que hay magia en un gesto o una decisión humana cuando a ese gesto o a esa decisión se le atribuye una eficacia automática. Porque se piensa que en el gesto mismo o en la decisión, sin más, intervienen fuerzas sobrehumanas que van a modificar nuestro destino, nos dan seguridad y con eso sólo nos garantizan que estamos en el recto camino, en la verdad incuestionable y en el medio seguro de la salvación.

Sin embargo, la experiencia nos dice que la vida no funciona así. Todos sabemos que no existe relación, en la vida real, entre la fidelidad a una pertenencia fielmente mantenida y lo que es la vida y las relaciones humanas del fiel observante o del perseverante que se mantiene en la institución aun a costa de cualquier renuncia.

El sacramento no es nunca un hecho o un fenómeno al margen de la vida. Sobre todo, al margen del comportamiento ético de las personas. Esto explica que haya cristianos que se pasan cuarenta años recibiendo sacramentos y luego resulta que, al cabo de tantos años y de tantos sacramentos, esa persona tiene al final los mismos defectos y las mismas miserias que tenía al comienzo.

Y lo que decimos de los sacramentos (por ejemplo, la eucaristía o la penitencia), hay que decirlo también -y con más razón- de la fiel perseverancia en la institución Iglesia como sacramento de salvación. No por vivir en ella y, menos aún, por ocupar en ella cargos relevantes, por eso alguien tiene garantizada la salvación, la coherencia de su vida, la aportación que tiene que hacer para bien de este mundo. En las mejores instituciones ha habido siempre personas indeseables o, por lo menos, vividores cuya existencia ha transcurrido en la esterilidad.

Y es que lo decisivo, para el logro o el fracaso de una persona, no es ni la institución a la que pertenece, ni los ceremoniales que practica o los rituales a los que somete. Lo decisivo en la vida es la vida misma, la forma de vivir y de relacionarse con los demás y con la sociedad.

Es más, con bastante frecuencia, los usos ceremoniales y los ritos que la sociedad nos impone son un buen disfraz que sólo sirve para ocultar la verdad de una vida. Por eso, como bien sabemos por la experiencia, la sacramentalidad de la Iglesia, así como la práctica de los siete sacramentos, se puede convertir de hecho en el ropaje que encubre una realidad muy distinta de los que todo eso aparenta.

 

De acuerdo con el Nuevo Testamento

La religión de Israel, desde muy antiguo, pero sobre todo en tiempos de Jesús, había centrado sus preocupaciones en la exacta observancia de los ritos y ceremoniales del culto sagrado. Así las cosas, el cristianismo representó una ruptura radical con aquella situación y la mentalidad que la sustentaba.

El autor de la carta a los hebreos afirma que todos aquellos ceremoniales (hoy diríamos "sacramentos") "no pueden transformar en su conciencia al que practica el culto" (Heb 9, 9). Y la razón está en que tales "sacramentos" o ceremoniales "se relacionan sólo con alimentos, bebidas y diversas abluciones, observancias externas impuestas hasta que llegara el momento de poner las cosas en su punto" (Heb 9, 10).

Con esto se nos viene a decir que el culto puramente ritual es enteramente ineficaz (A. Vanhoye). Lo que significa, obviamente, que cuando el sacramento se reduce a simple ceremonial o, en otras palabras, a lo meramente externo y vacío de experiencia, eso no pasa de ser un engaño para quien lo pone en práctica.

Esto mismo es lo que se dice en los evangelios. Y se dice con una fuerza que llama la atención. Concretamente, en Mc 7, 3-4, donde el evangelio informa de la importancia que los israelitas concedían a los rituales religiosos.

La reacción de Jesús ante semejante comportamiento es de denuncia contundente: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil" (Mc 7, 6-7; cf. Is 29, 13).

Jesús, por tanto, desautoriza el culto religioso basado en meros ceremoniales a los que, de acuerdo con las prácticas de carácter mágico, se les atribuye un efecto automático.

Porque, si todo esto asunto se piensa con cierta detención, lo que en el fondo se detecta es que se pone la fe y la confianza en los gestos, como tales, y no en Dios y en el fiel cumplimiento de su santa voluntad. Sin duda, por eso Jesús insiste en que la relación del hombre con Dios tiene su raíz y su razón de ser donde está el "corazón", lo más profundo y auténtico de la experiencia humana (Mc 7, 15. 20-23).

La Iglesia, según afirma el concilio Vaticano II, tiene su origen en Jesús y el anuncio del Reino de Dios (LG 5, 1). Pues bien, en todo este asunto es capital tener muy en cuenta que Jesús cambió radicalmente el sentido de la religión.

Para Jesús, lo que importa no es lo meramente externo, lo ritual, las ceremonias y las observancias. Lo que importa es lo que a cada ser humano le brota de la sede de sus sentimientos, intereses y experiencias más fuertes, lo que en el lenguaje bíblico se llama el "corazón".

Por eso, incluso el relato litúrgico de la institución de la eucaristía no se puede interpretar como un ritual de eficacia automática, ya que san Pablo reconoce que, si eso se hace en un grupo dividido y enfrentado, en realidad tal rito no es "la cena del Señor" (1 Cor 11, 20).

Lo cual quiere decir que un condicionamiento social invalida un ceremonial religioso. Si la conducta es socialmente incorrecta, el ritual es religiosamente inválido.

El cristianismo desplazó la sacralidad, de forma que, de su sitio "natural", que es "lo sagrado", la situó donde nadie, hasta entonces la había situado, en "lo social".

Seguramente, ésta es la razón por la que el evangelio de Juan, cuando relata la cena de despedida con sus discípulos, precisamente en el sitio en que los evangelios sinópticos cuentan la institución de la eucaristía, entre el anuncio de la traición de Judas y el anuncio de la negación de Pedro, exactamente en ese sitio, Juan pone, en lugar del ritual eucarístico, el mandato del amor a los demás (Jn 13, 34-35).

Según la reflexión teológica, más elaborada, del IV Evangelio, lo que interesa de verdad, en el tema de la eucaristía (el sacramento central de la Iglesia), no es la repetición exacta del ceremonial, sino la experiencia profunda que se expresa mediante el símbolo religioso. Y esa experiencia no es otra que lo central de la vida humana: el amor mutuo.

Todo esto explica que, a juicio del cristianismo primitivo, la "religión pura y sin tacha a los ojos de Dios" no es la religión de las observancias ceremoniales o los ritos fielmente repetidos, sino "mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros" (Sant 1, 27).

En eso consiste el "culto auténtico" del que habla san Pablo: en ofrecer la propia existencia como el "sacrificio" religioso que agrada a Dios (Rom 12, 1-2).

Y no vale decir que la gracia de Dios se nos comunica por medio de la "imposición de manos" (2 Tim 1, 6), es decir, por el ritual religioso que tiene esa efectividad por sí mismo. Porque no es seguro que sea eso lo que dice el texto de la segunda carta a Timoteo, ya que tal traducción es dudosa. Además, la misma carta alude enseguida al "espíritu de valentía y amor" (2 Tim 1, 7). Sin duda, eso es lo que importa.


Capítulo 8

La Iglesia "sacramento"

y el origen de los "sacramentos"

Como es bien sabido, la teología de los sacramentos no llegó a cuajar definitivamente hasta bien entrado el siglo XIII. Ni el concepto de sacramento, ni el número de los sacramentos, fueron ideas teológicas debidamente asentadas hasta los tiempos de la gran escolástica.

Se suele admitir convencionalmente que fue Pedro Lombardo (s. XII) quien dio la noción de sacramento, que luego elaboraron y precisaron los grandes teólogos del s. XIII.

Y, en cuanto al número de los sacramentos, sabemos que, en pleno s. XII, había autores que hablaban sólo de tres sacramentos, como es el caso de san Bernardo, o también había quienes enumeraban más de treinta sacramentos, cosa que se dice en la teología de Hugo de san Víctor. Más aún todavía en el s. XIV, hay sínodos locales que mencionan entre los sacramentos la consagración de un abad o la sepultura de un cristiano.

Por otra parte, ya se sabe que, en la Edad Media, cuando se estructura la teología como un conjunto de saberes sistematizados, nacen los distintos tratados teológicos (sobre Dios, sobre Cristo, sobre la gracia, los sacramentos, etc), pero sorprendentemente en aquella sistematización teológica no apareció el tratado sobre la Iglesia.

Los historiadores de la teología han discutido el motivo de este silencio. El hecho es que, en aquellos tiempos, quienes escribían sobre la Iglesia no eran los teólogos, sino los juristas y canonistas. Porque hablar de la Iglesia, para los hombres del medievo, era hablar de la "potestad eclesiástica". Abundan, en efecto, los tratados De auctoritate et Potestate Ecclesiastica.

Así las cosas, hoy vemos claro que, en aquellos siglos ni nació, ni pudo nacer, un tratado completo sobre los sacramentos. Porque no se había elaborado el tratado de la Iglesia como Sacramento. Dicho de otra forma, sólo a partir del concilio Vaticano II, podemos tener una teología más elaborada y completa sobre los sacramentos cristianos.

Ahora bien, todo esto nos viene a decir que ahora es cuando podemos tener una idea más completa y, por tanto, más profunda de lo que es el sacramento y sobre el origen de los sacramentos.

Ya dijo K. Rahner que en la Iglesia hay sacramentos porque Cristo fundó su Iglesia como Sacramento. Históricamente, resulta imposible saber si Jesús instituyó el sacramento del matrimonio o del orden, por poner dos ejemplos concretos. No hay datos para eso en el Nuevo Testamento.

Entonces, ¿en qué sentido se puede afirmar que Cristo instituyó los siete sacramentos que celebra la Iglesia? En cuanto que Jesús, al anunciar el Reino de Dios, puso el origen o fundamento de la Iglesia (LG 5, 1). Y lo hizo mediante el movimiento de creyentes y discípulos que se congregaron junto a él y siguieron su vida y sus enseñanzas. Ahí estuvo el origen de la Iglesia. Y, por tanto, el origen de los sacramentos también.

La Iglesia, como signo visible de la presencia invisible de Cristo entre los hombres. Y así también, signo de los sacramentos, que hacen presente y operante a la Iglesia en los momentos más determinantes de la vida humana.

Todo esto nos viene a decir algo de extrema importancia, a saber: si la Iglesia es el signo visible de la presencia invisible de Cristo en el mundo, y si de esa manera la Iglesia y los sacramentos hacen visible a Cristo que ya no está al alcance de nuestra vista, todo esto conlleva y exige que los sacramentos se celebren de forma que, en ningún caso, la Iglesia aparezca ante la gente como signo o manifestación de cosas que poco o nada tienen que ver con lo que, de hecho, fue la existencia de Jesús el Mesías (Cristo) entre los hombres.

Por tanto, los sacramentos no se deben celebrar jamás como actos que en realidad resulten ser:

1) Actos sociales, por ejemplo en el caso de bautizos, primeras comuniones, bodas o no pocas misas, celebraciones en las que lo central en el acto no es precisamente la memoria o el recuerdo de Jesús, sino el status social, el rango económico o la ocasión para el lucimiento y la frivolidad de no pocas personas o familias.

2) Actos militares, como es el caso de determinadas celebraciones que son utilizadas por las fuerzas armadas para atestiguar los valores que pretenden inculcar a la población.

3) Actos de carácter político, cosa que suelen hacer los partidos políticos de derechas cuando quieren afirmar su confesionalidad militante o legitimar su razón de ser en la sociedad.

En ninguno de estos casos, la Iglesia puede ceder ante la manipulación, las formas más disimuladas de soborno o - lo que es más detestable - el simple interés económico o la defensa de ciertos privilegios. En tales casos, el sacramento queda adulterado de raíz, ya que, en lugar de hacer visible a Cristo, lo que hace patente es la presencia del Anti-Cristo en el mundo.

 

Capítulo 9

Para una reforma de la Iglesia

Se ha dicho muchas veces que la Iglesia está siempre necesitada de reforma. Pero la experiencia histórica nos enseña que tal necesidad de reforma se ha puesto, con demasiada frecuencia, más en la conversión personal de los cristianos, que en la renovación y cambio de las estructuras organizativas de la misma Iglesia.

Al decir esto, no se trata de establecer una disyuntiva, en el sentido de optar o por lo uno o por lo otro. Por supuesto, ambas cosas son necesarias.

Pero es importante caer en la cuenta de que, cuando todo el problema de la Iglesia se pone en la conversión de los individuos, con eso se está indicando que el centro de las preocupaciones de la Iglesia tiene que ser la conversión del pecado y la santidad de sus miembros. Y eso es evidente que le tiene que preocupar a la Iglesia y por eso se tiene que interesar. Pero, si la Iglesia se queda sólo o principalmente nada más que en eso, tiene el peligro de incurrir en un error que le ha costado muy caro a ella misma y a los pueblos y culturas en los que la Iglesia ha estado o sigue estando implantada.

Se trata del error que consiste en anteponer el tema del "pecado", que ofende a Dios, al problema del "sufrimiento", que hace desgraciados a los hombres. Como es lógico, cuando hablamos de conversión y santidad, nos estamos refiriendo al asunto del pecado y de las ofensas a Dios.

Ahora bien, una Iglesia centrada en ese asunto es una Iglesia que se centra y se concentra en administrar sacramentos. Porque para eso están los sacramentos, desde el bautismo "para el perdón de los pecados", hasta la eucaristía en la que recibimos el cuerpo "que se entrega por vosotros" y la sangre "que se derrama para el perdón de los pecados".

De ahí que, a partir de esta mentalidad, todo el sistema sacramental de la Iglesia está pensado y organizado para resolver el problema del pecado, no para humanizar este mundo y aliviar el dolor humano.

· El bautismo, para limpiarnos del pecado original y darnos la gracia que santifica.

· La confirmación, para complementar el compromiso bautismal en esa misma dirección.

· La penitencia, como sacramento específico y propio para perdonar los pecados.

· La eucaristía, para unirnos al sacrificio de Cristo que murió por nuestros pecados.

· La unción de los enfermos, por más que se diga que es para darnos vida y salud, de facto, es un sacramento que se administra a los moribundos para que Dios les perdone los pecados que no se les han perdonado mediante el sacramento de la penitencia.

· El matrimonio, como sacramento a partir del cual las personas se pueden expresar su amor sin pecar.

· Y el orden sacerdotal, como el sacramento que confiere el poder de consagrar la eucaristía y el poder de perdonar sacramentalmente los pecados, como afirma el canon primero de la sesión XXIII de Trento (DS 1771).

Con esta sencilla enumeración de los sacramentos de la Iglesia, cualquiera se hace una idea aproximada de la centralidad avasalladora que el tema del pecado tiene en la teología sacramental de la Iglesia.

Ahora bien, si los sacramentos de la Iglesia están concebidos así y administrados pastoralmente a partir de semejante mentalidad, eso es el indicador más claro de que la Iglesia, toda entera, está presente en este mundo como la institución que tiene como tarea y misión gestionar y resolver el problema del pecado.

Un problema que los dirigentes eclesiásticos se han encargado de argumentar y presentar de forma tan desproporcionada, que, por evitar pecados o por perdonarlos cuando ya se han cometido, no se ha dudado en causar sufrimientos indecibles a personas y grupos enteros en este mundo.

Las consecuencias, que se han seguido de semejante teología, han sido destructivas para la misma Iglesia. Porque una institución que se presenta para eso (resolver el pecado), interesa cada día menos al común de los mortales cuya preocupación central en la vida es distinta (sufrir lo menos posible)

Además, porque una Iglesia empeñada en esa tarea, no ha tenido más remedio que presentar a un Dios que poco tiene que ver con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, del que nos hablan los evangelios.

Y, sobre todo, porque una Iglesia organizada para gestionar de esa forma el tema del pecado, ha terminado por organizar una liturgia, unos rituales, una pastoral y hasta una legislación, que se ha convertido en una carga pesada para muchos y en un oscuro conjunto de ceremonias arcaicas que la gran mayoría de los fieles apenas entiende.

Todo esto nos viene a decir que, si la Iglesia quiere tomar en serio su propia reforma en estos tiempos, lo primero que tendría que revisar es su teología sacramental. Y revisarla a partir de su eclesiología.

Es verdad que la teología de la Iglesia, tal como quedó formulada en el Concilio Vaticano II, no es ya una teología obsesivamente centrada en el perdón de los pecados. Eso es cierto. Pero no es menos verdad que la teología de los sacramentos, tal como se venía enseñando desde Trento, quedó intacta en el Concilio.

Con lo que la afirmación de la Iglesia como sacramento no ha pasado, de facto, de ser una afirmación novedosa, pero sin consecuencias prácticas y renovadoras, ni para la misma Iglesia, ni para la renovación de la vida sacramental de los cristianos.

Es verdad que después del Concilio se han traducido y renovado los rituales de sacramentos. Pero ha sido una renovación tímida, indecisa y que, en todo caso, se ha hecho a partir de la teología y de la pastoral sacramental que se venía practicando desde siglos antes del Vaticano II.

No cabe duda que, en este orden de cosas, algo se han mejorado. Pero el fondo del problema ha quedado tal como estaba. Y el resultado ha sido el masivo abandono de las prácticas sacramentales por parte de amplios sectores de la población, sobre todo en las sociedades avanzadas del primer mundo.

La conclusión, que cabe deducir de lo dicho, es que si la Iglesia pretende asumir en serio su propia reforma, tal empeño tiene que empezar por afrontar el problema de los sacramentos.

De hecho, como es bien sabido, el indicador más claro de la crisis que padece la Iglesia, en las sociedades avanzadas, es precisamente el abandono de las prácticas sacramentales en grandes sectores de la población que, hasta hace sólo algunos años, venían siendo cristianos "practicantes". Esto viene a decir que si la crisis se nota, antes que nada, en el abandono de las prácticas sacramentales, la reforma vendrá mediante la recuperación de tales prácticas.

Precisamente, si algo nos ha enseñado la experiencia del post-concilio, ha sido que la Iglesia no se renueva o se reforma mediante la sola renovación ideológica de su teología. El Vaticano II elaboró una teología renovada de la Iglesia. Pero tal teología, por sí sola, no ha renovado a la Iglesia.

De ahí que, a estas alturas y después de cuarenta años, la "recepción" del Concilio está, no sólo frenada en buena medida, sino que se puede decir, sin exageración, que la recepción del Vaticano II se ha hecho, hoy por hoy, inviable.

Para tal recepción, la teología conciliar no basta. Las leyes eclesiástica y la gestión de gobierno de la Iglesia no parecen estar hoy decididas a que se ponga en práctica tal recepción por parte del pueblo cristiano.

Quizá todo esto nos viene a decir que, de la misma manera que la primera percepción de la crisis religiosa actual se advierte sobre todo en el abandono sacramental, la renovación o reforma de la Iglesia tendrá su manifestación más obvia cuando los cristianos celebren los sacramentos menos dependientes de la mera ejecución de las normas establecidas. Y más atentos a los símbolos que hoy puede asimilar nuestra cultura, nuestros valores, nuestros intereses y, sobre todo, nuestros problemas. Porque, si los sacramentos no responden a todo eso, no serán los signos y los símbolos mediante los que los hombres de nuestro tiempo pueden vivir la experiencia de la comunicación de Dios y del encuentro con Dios.

La razón de ser de este protagonismo de las prácticas sacramentales en la reforma de la Iglesia está en que, como sabemos, los sacramentos son la manifestación, en los momentos más determinantes de la vida, del sacramento primordial que es la misma Iglesia.

Lo cual quiere decir que la crisis de las prácticas sacramentales es, en definitiva, la manifestación más visible de la crisis de la Iglesia en su totalidad.

Por otra parte, no conviene olvidar que los sacramentos (y la forma concreta de celebrarlos) son la dimensión más inmediatamente visible de la Iglesia. Por lo general, el pueblo cristiano no tiene a su alcance el conocimiento de los complicados estudios y análisis teológicos de la Iglesia. Lo que la gente ve y oye son bautizos y misas, confesiones, bodas y ordenaciones de clérigos. Así se hace presente (o ausente) la Iglesia para la mayor parte de la población cristiana. De ahí, la importancia determinante de una renovación y actualización de tales celebraciones, para conseguir así una reforma a fondo de la Iglesia.

Concretando más, es urgente que los sacramentos dejen de ser meros actos sociales, como de hecho lo son para muchos ciudadanos. Esto se nota especialmente en determinados sacramentos, como es el caso de bautizos, comuniones y bodas.

Más importante aún es que los sacramentos dejen de ser utilizados como ocasiones privilegiadas para determinadas manifestaciones de carácter político.

La eucaristía y el matrimonio son, en este sentido, insistentemente adulterados en actos eclesiásticos que se utilizan para satisfacer los intereses de determinados grupos políticos o de instituciones públicas. Es evidente que, en tales ocasiones, la sacramentalidad de la Iglesia queda seriamente dañada. Con lo que estamos afirmando que ese tipo de actos sociales o políticos pervierten, no sólo la celebración del sacramento, sino además el ser mismo de la Iglesia, que no es ni una institución social, ni un grupo de presión política.

Por otra parte, si recordamos que, como ya se ha dicho, las grandes experiencias de la vida solamente se pueden comunicar simbólicamente, es decir, mediante los símbolos que vehiculan tales experiencias, resulta evidente que una Iglesia que transmite ideas y verdades, normas, mandatos y prohibiciones, tal Iglesia, por mucho que se afane en semejante tarea y por muchos medios de comunicación que tenga para tal efecto, si no hace presentes en la sociedad y en la intimidad de las personas las experiencias que pueden dar sentido a la vida, será una Iglesia con muy poca presencia en la sociedad y en la vida de la gente.

Porque, a fin de cuentas, las verdades y las normas que impone la religión son cosas que interesan menos cada día. Seguramente en esto radica el fracaso creciente de la Iglesia en su empeño por comunicarse con las gentes de la cultura de nuestro tiempo.

A la gente le interesa poco y le preocupa menos la ideología que pueda difundir el hombre "religioso". Lo que la gente espera y necesita son experiencias que den sentido a sus vidas. Y eso, o se hace mediante la celebración comunitaria y la experiencia religiosa en el silencio y la paz del retiro interior o no se hace de ninguna manera.

Por esto, en definitiva, es tan decisiva la reforma de la Iglesia-sacramento. Y tan urgente es una renovación en profundidad de todos y cada uno de los sacramentos de la Iglesia.

Bibliografía

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José M. Castillo