Lc 4, 16-21

«El espíritu del Señor está sobre mí»

Todos lo ocurrido en el mundo hasta la aparición de los primeros seres humanos estuvo causado por las leyes naturales; tanto físicas como biológicas o evolutivas. Ése era un mundo netamente determinista donde todo ocurría porque inexorablemente tenía que ocurrir así; y no sólo nos referimos a los fenómenos físicos o químicos que conformaron la Tierra y configuraron a los seres vivos, sino también a la conducta de los animales que la poblaban; una conducta totalmente determinada por sus instintos. Los conceptos de “bien” y de “mal” carecían de sentido, al igual que el de “libertad”. Si alguien había diseñado aquel proceso fabuloso podía estar tranquilo, pues no existía ningún factor que pudiese malograr su obra.

Los primeros seres humanos seguían sometidos a los mismos instintos egoístas que habían dominado a sus ancestros, pero en ellos fue creciendo una conciencia capaz de distinguir lo bueno de lo malo y una libertad que les permitía elegir entre lo uno y lo otro. Su conducta ya no estaba determinada, pero estaba seriamente condicionada por unos instintos que hasta entonces habían sido simples mecanismos de supervivencia, pero que merced a la conciencia y la libertad que iban adquiriendo, se convirtieron en pasiones que les hacían muy difícil comportarse de acuerdo a lo que les marcaba su conciencia incipiente.

Pero Dios no les dejó inermes ante ellas, pues les infundió su Espíritu para que su fuerza les permitiese combatirlas. Y así, con ese soplo de Dios quedó configurada la condición humana; por una parte sometida a unas pasiones fruto de su herencia genética animal que le arrastran hacia abajo, hacia la tierra de la que procede, y por otra, liberada por la fuerza del espíritu de Dios que le empuja hacia arriba, hacia la plenitud, hacia su destino. La historia humana es el fruto de la lucha encarnizada y permanente entre estas dos fuerzas contrapuestas que nos solicitan en sentidos opuestos, pues es ella la que ha marcado y sigue marcando la vida de cada hombre y el rumbo de la humanidad.

 Ahora bien, si entendemos la historia como materialización del proyecto de Dios, podremos comprender dos aspectos cruciales para nuestra vida. La primera es que caminamos hacia la plenitud individual y colectiva, es decir, hacia un mundo libre por fin de las pasiones que nos deshumanizan. A esto lo llamamos el sueño de Dios. La segunda, que los protagonistas de esta última etapa del camino somos nosotros; que Dios ha confiado en nosotros, ha puesto en nuestras manos su proyecto y nos ha dotado de tal grado de inteligencia y libertad, que ahora tenemos la capacidad de culminarlo… o destruirlo.

En principio los seres humanos apenas podíamos influir en su proyecto, pero merced a la inteligencia de la que fuimos dotados, nos hemos ido haciendo cada vez más poderosos, hasta el punto en que hoy somos capaces de mandarlo al traste, bien sea borrando del mapa a la especie humana, o bien, deteriorando su hábitat hasta el punto de hacerlo inhabitable.

Y esta capacidad que sin duda poseemos nos plantea preguntas que no sabemos responder desde la razón. Por ejemplo, ¿supondría esto el fracaso de Dios, que vería naufragar su sueño? ¿está Dios dispuesto a fracasar por mantener el don precioso de la libertad que nos ha dado? ¿Dios puede fracasar?...

No, Dios no fracasa, y esta convicción nos abre la puerta a la esperanza a pesar de las negros nubarrones que ensombrecen el horizonte. Pero esta esperanza no puede ser pasiva, sino activa, militante, pues somos el único instrumento del que Dios dispone para evitar el desastre.

Jesús se sintió enviado por Dios para marcar el rumbo de la humanidad y, a su muerte, nos envió a nosotros para completar su obra: «Como Dios me envió, así os envío yo a vosotros»… La seña de identidad del cristiano es el compromiso con esta tarea apasionante y descomunal, y ninguna otra, y se espera que la llevemos a cabo al estilo de Jesús, como la semilla, como la levadura, siendo sal, siendo luz… Claro que podemos no entenderlo así y poner nuestra prioridad en otros menesteres, pero estaremos corriendo el riesgo de no servir para nada útil y acabar desapareciendo.

 

Miguel Ángel Munárriz Casajús