EL
DRAMA DEL MUNDO EN EL CORAZÓN DE DIOS
Hace mucho, muchísimo tiempo, mucho antes de que el tiempo
existiera, existía Dios, a quien llamamos así a falta de
otro nombre mejor.
No había nada más que Dios, pero Dios no estaba solo. No
había varios dioses
-eso
era imposible-,
pero Dios no estaba solo, porque Dios era como una amistad
colmada, como una compañía feliz, como una familia muy
libre, como una conversación animada, como un intercambio
intenso de tú y yo y nosotros todos, más que todo lo
imaginable. Dios era como un gran corazón que palpita. Luego
los teólogos le llamaron Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu,
pero no faltaron quienes le llamaron también Madre, Amante,
Amigo y Compañero.
Así pues, Dios era desde siempre, y lo era todo y nada le
faltaba. Pero serlo todo era recibirlo todo, y recibirlo
todo era darlo. De modo que Dios era la riqueza más opulenta
y la pobreza más indigente. Era plenitud que se vacía, y
puro vacío que acoge. Era como una pura fuente que mana, y
una pura tierra que recibe. Era amor.
Y Dios quería
-tal vez sería más propio conjugar en adelante todos
los verbos en plural-,
Dios quería difundirse y derramarse en una realidad
absolutamente otra de sí, más allá de sí, si bien es verdad
que nada puede existir propiamente más allá o fuera de Dios.
¿Cómo podía ser algo que no fuese él, Dios, en su eterna
plenitud compartida?
Tampoco él acertaba del todo a entenderlo ni a imaginarlo.
Dios quería hacer ser algo nuevo, y quería que fuese como un
despliegue de vida y de color. Dios se sentía como una
fuente desbordada, como unos amantes apasionados, como un
músico inspirado, como un poeta en trance de crear.
Pero ¿cómo saber qué rumbos desconocidos y peligrosos podía
emprender la nueva realidad, una vez salida de sus entrañas
divinas? Le asaltaron terribles dudas. Algo desde el fondo
le decía que era demasiado arriesgado. Sintió vértigo. Y el
vértigo se fue convirtiendo en espanto cuando
-desde
el fondo de una realidad que todavía no era, y mezclado con
suspiros de placer y de risas-
empezaron a llegarle ecos lejanos de gritos y gemidos.
“¿Qué es eso?”, se preguntó, cada vez más inquieto. Y de
pronto, con un gran sobresalto, lo adivinó todo: eran gritos
de angustia y de rebeldía. Eran interminables gemidos de
dolor. Era el infierno... Un estremecimiento recorrió las
entrañas de Dios.
Pero ya estaba pensado, y no podía echarse atrás, como
nadie puede hacer desaparecer una palabra ya pronunciada. Ya
estaba pronunciada la primera palabra de la creación, y Dios
supo ya que todo podía derivar en un drama insoportable, un
extravío sin fin, un infierno eterno.
Y en ese mismo instante, Dios tomó una determinación
irrevocable: “Si esta creación se pierde, yo me perderé con
ella, yo la acompañaré hasta el fondo del infierno. No
descansaré hasta encontrarla, hasta que volvamos a
encontrarnos, hasta que yo sea todo en todas las cosas,
hasta que sea cielo para todos”.
Y así lo juró Dios Amante. Así lo ratificó Dios
Amado,
Dios
Amigo.
Así lo selló Dios Amor.
Se había oído mientras tanto como un estallido suave y
poderoso. Y existió el cosmos fuera de Dios y en Dios, en el
tiempo y en la eternidad. Ya estaba en marcha la aventura
peligrosa de la creación. Y todo empezó a moverse, y empezó
a existir el tiempo con un antes y un después. Y Dios lo
envolvió todo en su arco iris universal de esperanza
compasiva y de ternura irresistible. Y todo era como carne
suya sensible, como cuerpo suyo caliente. Y hubo gozo en las
criaturas y hubo dolor, hubo cielo y hubo infierno, y Dios
lo sentía todo en su propia carne.
Y cuando
habían pasado miles de millones de años y se habían formado
y seguían formándose cientos de miles de millones de
galaxias con cientos de miles de millones de estrellas cada
una y no sabemos cuántas formas inimaginables de vida, Dios
quiso también probar en plena carne propia los inmensos
placeres y los indecibles dolores de una especie viviente
muy contradictoria de un increíble planeta azul y verde
calentado por la estrella sol en la periferia de la Vía
Láctea.
Y Dios se
hizo ser humano con todas las consecuencias, hasta que el
ser humano sea Dios plenamente. Pero ésta es otra historia,
o tal vez otra forma de la misma historia.
José Arregi
Para orar
A ti, que me has revelado y hecho conocer todas estas cosas,
palabra de vida, a quien he llamado ahora madero,
a ti te doy gracias no con estos labios con un clavo
atravesados,
ni con esta lengua, de la que procede la verdad y la
mentira,
ni tampoco con una palabra emitida por la acción de una
naturaleza mortal.
Te doy gracias, por el contrario, oh rey,
con esa voz comprendida por el silencio,
que no se oye en lo aparente, ni se emite por los órganos
corporales,
que no penetra en oídos carnales, ni es oída por una
naturaleza corruptible,
que no está en el mundo ni resuena sobre la tierra,
que no se escribe en los libros y no pertenece a uno sin ser
de otro,
con esa voz, Jesucristo, te doy gracias.
Con el silencio de esa voz el Espíritu que está en mí
te ama, te habla y te contempla.
Tú que eres comprensible sólo por el espíritu,
tú, mi padre, mi madre, mi hermano, mi amigo; tú, siervo y
administrador.
Tú eres el todo, y el todo está en ti.
Tú eres el ser y no hay cosa que exista sino sólo tú.
Vosotros, hermanos, buscad en él refugio
y, aprendiendo que sólo existís en él,
conseguiréis las cosas de las que os habla,
las que ni el ojo vio, ni el oído escuchó,
ni han llegado a subir al corazón del hombre.
Te pedimos lo que has prometido darnos, Jesús sin mácula.
Te alabamos, te damos gracias y te confesamos,
glorificándote nosotros, débiles seres humanos,
porque sólo tú eres Dios y no hay otro,
a quien sea la gloria ahora y por todos los siglos. Amén.
Oración final de Pedro en los Hechos de Pedro,
libro apócrifo del s. II, de inspiración gnóstica