¡Gracias, señor Darwin!
Hola, amigos, amigas:
Acabamos de celebrar [hace un año] el segundo centenario
del nacimiento de Charles Darwin. ¡Gracias, señor
Darwin! ¡Qué bien que vino Vd. hace 200 años y, contra
la voluntad de su padre, cambió su primera carrera de
teólogo por la de naturalista observador y viajero!
Descubrimos mejor a Dios observando y admirando la
naturaleza que devanándose los sesos con muchos textos
de teología. Darwin hizo más por la teología que todos
los teólogos de su tiempo juntos. Naturalmente, no todos
lo vieron así ni le dieron la bienvenida. Es lo de
siempre.
Los datos y las hipótesis de Darwin, hoy confirmadas
básicamente y reconocidas por todos los científicos,
eran entonces demasiado peligrosas, no para la fe, sino
para quienes identificaban la fe con los dogmas o sus
centenarias interpretaciones. En 1946, Pío XII,
gravemente inquieto por las ideas de Darwin, se
preguntaba: "Si tal doctrina se difundiese, ¿qué sería
de los dogmas católicos inmutables, de la unidad y la
estabilidad de la fe?".
Pues sería y es tan sencillo y hermoso como la vida misma;
simplemente, hay que dejar de pensar en los dogmas como
algo inmutable; hay que dejar de pensar en la fe como
algo uniforme y estable; hay que entender los dogmas y
considerar la fe de acuerdo a la vida siempre cambiante
y diversa.
Aún estamos muy lejos de una teología en clave evolutiva.
Nadie piensa ya, supongo, que Dios creó en seis días
todas las especies una por una, y que el ciempiés y la
ballena y los seres humanos existimos "desde el
principio", cada uno por separado.
Si alguien se encuentra, como Darwin se encontró, con el
fósil de un animal hoy inexistente incrustado en una
roca, supongo que nadie piensa que Dios hizo a propósito
esa roca con incrustaciones de fósiles de especies que
nunca habrían existido. A nadie se le ocurre. Pero la
verdad es que la inmensa mayoría de los creyentes siguen
aún pensando sobre Dios y la creación, sobre el ser
humano y la encarnación, sobre la salvación y la "vida
eterna" como si Darwin no hubiera existido.
Después de 200 años, ¡cuánto le queda aún a la teología por
aprender de Darwin! Por ejemplo, que Dios no creó "al
principio" o en el Big Bang, sino que sigue creando
-casi diría "creándose”-
desde el corazón de la materia, del átomo y de las
galaxias. Que todo está relacionado y que todo se mueve
y evoluciona, desde las partículas subatómicas hasta las
nebulosas de galaxias.
Que Dios se está encarnando sin cesar en el cosmos y que,
si el cosmos es eterno, Dios se está encarnando
eternamente, y que seguirá encarnándose en el mundo
mucho más allá de esta especie humana, mucho más allá de
esta Tierra, hasta que sea plenamente, hasta que lo sea
todo en todas las cosas.
Que esta nuestra maravillosa Tierra no es el centro del
cosmos y que, en este pequeño y bello planeta, los seres
humanos no somos el centro ni somos el fin, y que todas
las formas actuales de vida son fruto de la evolución a
partir de la misma forma primitiva de vida, y a partir
de los mismos átomos y partículas del principio, y que
la vida seguirá evolucionando hacia nuevas formas
inimaginables.
Que nuestra historia no está cerrada, y nuestra libertad y
conciencia acaban justo de empezar a despertar, y están
despertando igualmente en todas las otras especies
animales, nuestras hermanas.
El misterio de Dios se nos hace mucho más transparente en
la evolución de la vida tal como Darwin la describe que
en la vieja imagen de un Dios que crea la vida, las
especies y las "almas" interviniendo desde fuera. Su
diseño de la evolución de la vida fue mucho más
inteligente que el "Diseño Inteligente" sin evolución.
Su asombro agnóstico ante un mundo en azarosa evolución
nos aproxima más a la presencia de Dios en la entraña de
los seres que la fe ferviente de muchos creacionistas en
un mundo acabado o previamente diseñado. ¡Gracias, señor
Darwin!
Los seres humanos fuimos bacterias, y nos convertimos en
células eucariotas y de ahí se siguió todo lo demás. Y
hubo muchas ramas en el árbol de la vida, y en cada rama
brotaron nuevos brotes y tallos, y nosotros hemos nacido
-casi
acabamos de nacer-
en una ramita todavía tierna y débil. Y el inmenso árbol
sigue creciendo, y cada ser viviente podría contar su
propia historia, distinta y maravillosa, y todas las
historias nos llevan al mismo origen.
Durante muchos millones de años, los seres humanos fuimos
familia invertebrada, como la lombriz y la araña, el
cangrejo y la mariposa. Y millones y millones de años
más tarde, la evolución inventó la columna vertebral, y
somos vertebrados, al igual que la tortuga y la rana, el
delfín y la malviz.
Y fuimos también peces, porque muchos vertebrados se fueron
a vivir a los mares y les gustó. Pero al cabo del
tiempo, algunos se cansaron y decidieron salir del agua
y se acostumbraron a vivir en tierra firma, aunque nunca
podremos vivir sin agua, pues del agua venimos, y por
eso seguimos teniendo sed.
Salimos, pues, del océano y nuestros antepasados se
convirtieron en mamíferos de tierra como el ciervo y el
oso, el murciélago y el ratón. Y de nuevo pasaron muchos
millones de años y, entre los muchos mamíferos de todos
los tamaños, nacieron los primates, nació nuestra
familia. Y unos se hicieron gorilas y otros chimpancés y
otros australopitecus y otros homo.
Y tras diversas especies humanas, nació también la nuestra,
el Homo Sapiens, un nombre bastante pretencioso,
pero es que somos nosotros los que hemos puesto todos
los nombres. Hoy tenemos el cerebro algo más
desarrollado que otros primates y los demás animales,
pero no volamos como las águilas, ni nos guiamos como
las abejas, ni nos entendemos como los delfines.
Somos proteínas, moléculas y átomos. Somos electrones,
protones y neutrones, y bosones y fermiones, y leptones
y quarks, las partículas más pequeñas hoy por hoy
observables.
Y somos sobre todo lo que aún no podemos observar, como ese
bosón de Higgs tan esquivo que al parecer existe pero
que ni el famoso túnel suizo logró atrapar de momento, y
algunos lo han llamado "partícula Dios" (como si Dios
fuese una partícula del todo y no más bien el Todo en
cada parte y el Fondo sin fondo de toda realidad).
Somos materia, y que nadie se escandalice, porque la
materia es santa, llena de Dios, capaz de dar forma a
Dios mismo en todo en forma de belleza y palabra y
ternura.
Es materia cuanto es en el mundo y todo cuanto vive. Es
materia la luna menguante que esta mañana, al amanecer,
se iba ocultando entre las ramas y las peñas desnudas,
iluminándolas. Es materia la paloma mensajera que soltó
Noé por el tragaluz del arca y volvió a ella con un
ramito de olivo en el pico. Es materia el arcoiris de
siete colores, testigo de la alianza de Dios que
sostiene el mundo.
Y nosotros mismos somos materia. Hasta nuestros
pensamientos y emociones, e incluso nuestra fe, todo es
materia, todo son formas brotadas de la materia al igual
que la flor del avellano y el canto del mirlo, y es
verdad que todas las formas son "más" que los elementos
materiales que las forman (como una melodía es más que
la suma de unas ondas), pero sólo se forman gracias a
los elementos materiales y nada sin ellos, y todos los
elementos y todas las formas son forma y sacramento de
Dios.
Es gozoso sentirse hermano de todos los seres. No sólo
hermano en un sentido figurado y abstracto, sino en su
sentido palpable y concreto, físico y biológico,
material y espiritual. En cuerpo y alma, somos hermanos
de todos los seres. Es gozoso sentirse hermano del
chimpancé y el herrerillo, la abeja y el caracol, el
romero y la zarza.
Nos constituyen las mismas partículas, los mismos átomos,
las mismas moléculas, la misma energía que todo lo
mueve. Nos hacen ser las mismas células, y el mismo
maravilloso instinto que les lleva a dividirse y unirse
y subsistir. Somos el mismo misterio de la vida en sus
innumerables formas y en su imparable devenir.
¡Que todos los seres sean felices! ¡Paz y bien a todos!
José Arregi