carta De tu hermano Francisco
¡Salud y paz!
Fui y sigo siendo un pobrecillo, y esto me infunde
confianza para dirigirme a ti, seas quien seas, estés donde
estés. No tengo nada que enseñarte, nada que mandarte, nada
que pedirte. Sólo quiero contarte, como pobrecillo que soy,
lo que a mí me pasó, y decirte que Dios te bendice como a
mí, que soy el último y el más pequeño.
Yo era inculto, pero amaba el mundo, y sentía un inmenso
cariño por todos los seres. Creo que por eso me gustaba
escribir cartas. Una vez, incluso, escribí a todos los
hombres y mujeres del mundo, aunque no tenía su dirección,
simplemente porque pensaba en todos y quería decirles que
siempre podemos sentirnos consolados y confiar a pesar de
todo, porque Dios es gracia, Dios es humildad, Dios es paz,
y está con nosotros en lo bueno y en lo malo.
Hoy también querría escribiros a todos, como pobrecillo que
soy, y deciros que es posible crear con lo que tenemos otro
futuro mejor, otro mundo diferente, otra iglesia distinta, y
que es bueno esperar, pues la esperanza despierta lo mejor y
nos hace creadores.
Cada uno debemos sentirnos contentos de ser hijos de
nuestra tierra y de nuestro tiempo, y agradecidos de nuestra
hermana Madre Tierra, que es bella y buena en todos sus
lugares. Tú también eres tierra santa y bella, y todos somos
hermanas, hermanos, y debemos cuidarnos como una madre cuida
a sus hijos. Yo nací en Asís en 1182, con un maravilloso
valle allí abajo, cubierto de luz nueva y de colores
diferentes durante todo el año. El lugar donde vives, monte
o valle, no es menos bello. Míralo y verás.
En mi tiempo, un nuevo mundo necesario estaba naciendo en
Europa. La sociedad medieval llegaba a su fin: los señores
feudales con su castillos y sus caballeros estaban cada vez
más lejos y solos, las ciudades crecían, sus gentes
anhelaban libertad y saber; por desgracia, también anhelaban
riquezas, sobre todo riquezas, aunque esto no era tan nuevo.
Se creaban universidades, el conocimiento iba saliendo fuera
de los monasterios. Muchos soñaban una nueva sociedad.
Muchos soñaban una nueva Iglesia.
Yo también tuve un sueño: un mundo sin señores ni vasallos,
donde todos los hombres y mujeres y todas las criaturas
fuesen hermanas, hermanos; una Iglesia que no estuviera ni
aliada con el emperador ni en guerra contra él, como yo
conocí; una Iglesia sin riqueza ni poder, una Iglesia donde
nadie estuviera por encima de nadie; hoy casi diría "una
iglesia sin clérigos ni laicos", corrigiendo aquel excesivo
clericalismo que mi tiempo inculcó y yo me lo creí.
Un día, a las afueras de Asís, me encontré con un leproso y
lo besé, y lo que antes me era amargo se me hizo dulce. Un
día, me encontré con un mendigo de tantos que había, y me
avergoncé de mí mismo y de todas mis telas y del comercio de
mi padre. Un día, en la pobrecilla ermita semiabandonada de
San Damián sentí que Jesús me hablaba dulcemente de reparar
la iglesia. Un día, en la catedral de San Rufino, escuché
durante la misa las palabras de Jesús: "No llevéis ni oro ni
plata, ni dinero en el bolsillo, ni zurrón para el camino,
ni dos túnicas, ni sandalias ni cayado. Y allí donde vayáis,
decid a todos: La paz con vosotros". Y me sentí muy
feliz y me dije: "Esto es lo que quiero vivir".
Y lo dejé todo, porque lo había encontrado todo.
No quise tener nada en propiedad, y ésa fue mi manera de
protestar contra aquella peligrosa codicia en aumento, que
luego llamaron "capitalismo". Un día me encontré con un
hermano que me dijo: "Vengo de tu celda". Me dolió tanto esa
expresión
-"tu
celda"-,
que ya no volví a dormir en ella.
Yo no sabía de Pastoral Vocacional ni nunca la hice, pero
una gran oleada de hombres y mujeres quisieron vivir como
yo, porque soñaban lo mismo. (Pero la Iglesia no permitió a
las hermanas vivir su sueño al igual que a los hermanos, y
fueron encerradas entre muros y verjas, y les hicieron
"monjas". Todavía me da pena).
Mis frailes celebran este año, según dicen, el Octavo
Centenario de la fundación de la Orden franciscana, pero
bien saben ellos que yo no quise fundar ninguna Orden, ni
escribir ninguna Regla. Solamente quise que fuéramos
hermanos con el Evangelio de Jesús como única Regla y forma
de vida. Y quise que fuéramos libres como Jesús y su
Espíritu.
Fui feliz, y creo que eso es lo que me permitió hacer el
bien que pude hacer. Y creo que fui feliz porque no tuve
enemigos, pero no sé cómo llegué a ello. Sólo sé que no
tengo en ello ningún mérito. Yo dije en mi Testamento y lo
sigo diciendo: "Dios lo hizo". Pero si me preguntáis por qué
Dios no lo hace en todos, entonces no sé qué deciros.
En aquella época pensábamos que Dios obraba en unos sí y en
otros no, según Él quisiera, pero comprendo muy bien que hoy
no podáis hablar de Dios así. Creo que yo tampoco podría hoy
hablar de Dios de esa manera, porque si algo me pareció y me
sigue pareciendo cierto es que Dios habla, ama y actúa todo
cuanto puede en todos los corazones y en todas las cosas.
Procurad decirlo vosotros a vuestra manera, para que se
seáis más felices y podáis hacer todo el bien que podéis.
Así pues, fui feliz, sí, aunque tampoco esto me lo explico
muy bien. Me dolían muchas cosas en mi cuerpo y en mi alma.
Me dolía, sobre todo, ver que mis frailes, de repente tan
numerosos e importantes en todas partes, construían grandes
casas de piedra y se procuraban privilegios en la Curia
romana. Pronto me volví un extraño para ellos, pero nunca
pude juzgar ni condenar a nadie.
(Y
-¡cómo
son las cosas de la historia!- hoy me duele ver que mis benditos frailes venden aquellos
grandes monasterios de ayer y engrosan sus cuentas bancarias
de hoy, mientras se desviven haciendo Pastoral Vocacional
para atraer a nuevos hermanos para no sé qué mañana. Pero
tampoco quiero juzgarles a ellos, porque nunca me tuve ni me
tengo por mejor que nadie).
Me dolían mucho el hígado y el bazo. El estómago me
atormentaba y me sangraba a menudo. Padecía fuertes accesos
de fiebre que me dejaban postrado. Los ojos
-¡oh, mis pobres ojos!- no podían soportar la luz
-¡oh,
la luz!-,
y me dolían terriblemente de día y de noche (contraje la
enfermedad en mi viaje a Egipto, pero mereció la pena; había
ido allí en la terrible V Cruzada
-yo quería ser contracruzado, pero iba con los
cruzados-
a hablar con el sultán, y éste me recibió, y conversamos
amigablemente como hermanos y yo le pedí perdón por las
guerras que les hacíamos en nombre de Dios, y hoy volvería a
hacerlo más que nunca).
No es extraño, pues, que me hubieran atribuido los
"estigmas" o llagas de Jesús en mis manos y en mi costado
(¿quién no lleva en sus manos y en su costado las llagas de
Jesús?). Pero fui feliz, y no cambiaría nada de lo que fue.
Veía tanta belleza y bondad en todos los corazones y en
todas las criaturas, que en todo percibía a Dios, y Dios me
llenaba del todo. Y así, aunque todo me dolía y aunque
muchas veces la noche y la tristeza invadían mi alma, un
día, poco antes de morir a mis 44 años, me brotó del alma y
de los labios
-no me lo explico- el Cántico del Hermano Sol y de todas las
criaturas.
Han pasado muchos años, y en el mundo sigue habiendo muchas
cosas terribles. Los tiempos son difíciles, como lo fue
también mi tiempo, como lo fueron siempre todos los tiempos.
Como hermano vuestro pobrecillo que soy, os digo como mejor
puedo: vuestro mundo es el mío, y yo también sigo queriendo
pasar mi cielo haciendo bien en la tierra. Los hombres y las
mujeres de hoy y todas las criaturas, cuyo nombre propio
quisiera conocer, están llenos de belleza y de gracia, y
llevan dentro un hermoso sueño
-es Dios que sueña-
y ese sueño merece la pena.
Os bendigo cuanto puedo.
Francisco, vuestro hermano menor.
José
Arregi
Para orar
(sin pedir nada)
Tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien,
Señor Dios vivo y verdadero.
Tú eres el amor, la caridad;
tú eres la sabiduría, tú eres la humildad, tú eres la
paciencia,
tú eres la belleza, tú eres la mansedumbre;
tú eres la seguridad, tú eres el descanso, tú eres el gozo,
tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres la justicia,
tú eres la templanza, tú eres toda nuestra riqueza a
satisfacción.
Tú eres la belleza, tú eres la mansedumbre, tú eres el
protector,
tú eres nuestro custodio y defensor; tú eres el refrigerio.
Tú eres nuestra esperanza, tú eres nuestra fe, tú eres
nuestra caridad,
tú eres toda nuestra dulzura, tú eres nuestra vida eterna.
("Alabanzas al Dios altísimo"
escritas
por Francisco de Asís
para
consolar a Fray León).