EVANGELIOS Y COMENTARIOS
¿CÓMO FUE EL ENTIERRO DE JESÚS?
En busca de un sepulturero
Solemos pensar que el entierro de Jesús fue como lo presentan los cuadros y esculturas que hemos visto. Imaginamos a los amigos del Señor rodeando el cadáver recién bajado de la cruz, mientras la virgen María lo sostenía en brazos, y numerosas mujeres junto a otras personas piadosas lloraban y se lamentaban a su alrededor. Pero ¿así sucedieron los hechos?
Si consultamos los evangelios, veremos que nos ofrecen cuatro versiones diferentes del entierro, y ninguna coincide con la que nos presenta el arte cristiano. Como Marcos es el Evangelio más antiguo, veremos primero qué dice éste, y luego analizaremos las diferencias que hay entre Marcos y los otros tres evangelistas.
Pero antes de estudiar a Marcos, debido a que en la muerte de Jesús intervinieron las autoridades romanas y judías, debemos examinar la costumbre que éstas tenían sobre la sepultura de los criminales.
Entre romanos y judíos
Comencemos con los romanos. Éstos no eran crueles ni brutales en sus leyes, y en principio no castigaban innecesariamente a la familia de un condenado a muerte. Por lo tanto, el cadáver de un castigado a la pena capital solía ser entregado a sus parientes para una digna sepultura.
Pero si se trataba de un condenado por razones políticas, la práctica cambiaba. Porque los romanos, si había algo que evitaban, era convertir a un criminal en héroe popular. En esos casos, su cadáver era dejado expuesto y sin enterrar, para que las aves y los animales salvajes lo despedazaran y se lo comieran.
Por eso resulta poco probable que, en el caso de Jesús, muerto por proclamarse “rey de los judíos”, Pilatos hubiera entregado su cadáver justamente a sus seguidores para que lo enterraran con todos los honores. Quizás a sus familiares sí lo habría entregado, pero según los Evangelios ningún pariente de Jesús se presentó solicitando el cuerpo.
En cuanto a los judíos, tenían una visión diferente. La práctica romana de dejar a los criminales sin sepultura, y de exponer sus cadáveres colgados en la cruz durante varios días, los horrorizaba. La Ley de Moisés (Dt 21,22-23) ordenaba que ningún cadáver debía permanecer expuesto durante la noche, sino que debía ser sepultado ese mismo día para no contaminar la tierra.
Flavio Josefo cuenta que los judíos respetaban tanto esta ley, que procuraban enterrar antes del anochecer incluso a los condenados a muerte, a los suicidas y hasta a sus propios enemigos.
El enterrador
Veamos ahora el relato del entierro de Jesús según San Marcos (Mc 15,42-47). Comienza presentando al responsable de la sepultura: José de Arimatea, y lo primero que nos dice es que era un “miembro respetable del Consejo”. ¿De qué Consejo se trata? Marcos no lo dice, pero “el” Consejo no puede ser otro que el Sanedrín, órgano de gobierno judío.
Como Marcos había dicho antes que “todo el Sanedrín” buscaba la muerte de Jesús (Mc 14,55), y que “todo el Sanedrín” lo había entregado a Pilatos para que lo matara (Mc 15,1), está claro que para Marcos este sanedrista no era un seguidor de Jesús. Al contrario, más bien se trata de alguien claramente opuesto al Maestro de Nazaret.
Pero Marcos dice que José de Arimatea “esperaba también el Reino de Dios”. ¿No significa eso que era discípulo de Jesús? En efecto, Jesús había predicado el Reino de Dios a sus discípulos (Mc 1,15; 4,24.30), y sólo a ellos les enseñó el misterio del Reino de Dios (4,10-12).
Pero tengamos presente que también los judíos esperaban el Reino de Dios, sin que por ello fueran discípulos de Jesús. Por ejemplo una vez, a un escriba judío que no era su seguidor, Jesús le dijo: “no estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12,34). O sea que para Jesús, tanto sus discípulos como los judíos piadosos que con sincero corazón buscaban cumplir la Ley de Dios eran buscadores del Reino de Dios. Por eso Marcos dice que José “también” buscaba el Reino, a pesar de que no era discípulo de Jesús.
La audacia de pedir un cuerpo
José de Arimatea era un judío que buscaba con sinceridad el Reino de Dios. Y si, como miembro del Sanedrín, buscó pruebas “para dar muerte a Jesús” (Mc 14,55), era porque de buena fe estaba convencido de que Jesús era culpable de blasfemia (Mc 14,63-64). Por otra parte, si Marcos hubiera querido decir que José era discípulo de Jesús, podía haberlo dicho claramente, como lo hizo cuando al contar la sepultura de Juan el Bautista dijo que lo enterraron “sus discípulos” (Mc 6,29).
¿Pero por qué un judío piadoso y observante de la Ley iba a querer enterrar el cadáver de un blasfemo crucificado? Justamente para cumplir la Ley de Dios. Ya vimos cómo el Deuteronomio ordenaba que el cadáver de un muerto no quedara en la cruz después del atardecer. Y menos aún, teniendo en cuenta que al día siguiente era sábado (Mc 15,42). Se trataba, pues, de una obra buena que el ferviente judío quiso realizar.
Marcos continúa diciendo que José de Arimatea “tuvo la valentía” de entrar donde Pilatos y pedir el cuerpo de Jesús. No sabemos por qué, para Marcos, hacía falta valentía para presentarse ante el gobernador romano. Quizás porque éste, que ya estaba molesto por haber tenido que condenar a Jesús a petición del Sanedrín sabiendo que era inocente (Mc 15,10), podía enojarse aún más si era molestado otra vez por un miembro del Sanedrín. O quizás porque al pedir el cuerpo de un crucificado por traición, podía acarrear las sospechas sobre el mismo José. Aunque el hecho de ser un miembro del Sanedrín lo libraba en parte de tales sospechas.
Sólo una humilde sábana
Al final, sea por la jerarquía del solicitante o por otra razón, Pilatos entregó el cuerpo de Jesús a José, y éste lo llevó a enterrar.
¿Cómo lo enterró? Sabemos que los judíos distinguían dos clases de sepultura. Una honorable, para todos los que habían vivido de un modo digno y noble. En este caso se incluía una serie de ritos: lavaban el cadáver, lo ungían con aceite, lo untaban con perfumes y mirra, lo vestían con cuidado, peinaban su cabello, cerraban sus ojos, cubrían su cabeza con un velo y ataban el mentón con un sudario.
La otra, deshonrosa, para los delincuentes, pecadores y cuantos morían de manera innoble. Éstos eran echados en fosas comunes (es decir, no en una tumba familiar), pero no mezclados con otros cuerpos, porque una vez que el cadáver se desintegraba, los huesos eran entregados a sus familias. La sepultura deshonrosa y la fosa común aparecen varias veces mencionadas en la Biblia (1 Re 13,21-22; 2 Re 23,6; Jer 22,18-19; 26,23; Mt 27,7-8).
Ahora bien, ¿qué tipo de sepultura recibió Jesús? La costumbre judía era que los condenados por haber violado la Ley no recibieran una sepultura honrosa. Y efectivamente, Marcos no menciona el lavado del cuerpo de Jesús, ni la unción con aceites, ni ningún otro rito. (Quizás por eso cuenta en 16,1 que el domingo de Pascua las mujeres fueron a la tumba para ungir el cuerpo con perfumes).
Sólo dice que José, después de comprar una sábana y descolgar el cuerpo de la cruz, “lo envolvió en la sábana”. El verbo empleado aquí por Marcos (eneiléo = envolver) es vulgar, y describe el acto más elemental y simple que pudo haber hecho José, de enrollar el cuerpo.
Finalmente dice Marcos que “lo puso en un sepulcro que estaba excavado en la roca”. Cerca del lugar de la crucifixión debió de haber habido algunas grutas que se empleaban como tumbas para los criminales que eran condenados a muerte en aquel sitio. En una de esas grutas, el piadoso judío José puso el cuerpo de Jesús, para que su cadáver no permaneciera insepulto el atardecer de aquel viernes.
Las mujeres que no ayudaron
El relato de Marcos menciona un detalle que a veces no se tiene en cuenta, y es que las mujeres seguidoras de Jesús sólo miraban de lejos dónde ponía José el cuerpo, pero no colaboraron para nada en el entierro (Mc 15,47). Esto resulta incomprensible si José hubiera sido un discípulo de Jesús. Pero si era un miembro del Sanedrín, responsable de la muerte de Jesús, que sólo enterró su cuerpo por razones legales, se entiende la falta de colaboración con él de aquellas piadosas mujeres.
Además, la versión del entierro que trae Marcos coincide con el relato, también muy antiguo, del libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando Pablo dice en uno de sus discursos: “Los habitantes de Jerusalén y sus jefes... sin hallar en él ningún motivo de muerte, pidieron a Pilatos que lo matara; lo bajaron del madero y lo sepultaron” (Hch 13,27-29). Aquí también se dice que los que mataron a Jesús (sus enemigos) fueron los que lo enterraron.
Un rico como modelo cristiano
San Mateo, que escribió su Evangelio unos diez años después de Marcos, hizo algunos cambios al relato del entierro de Jesús (Mt 27,57-61).
Ante todo, al presentar a José de Arimatea dice que era “discípulo de Jesús”. O sea, Mateo convierte al judío José en un cristiano. Así, el entierro de Jesús no queda en manos de sus enemigos sino de un fiel seguidor.
Además, Mateo agrega que José era “un hombre rico”. Resulta difícil imaginar que Jesús, durante su vida, haya tenido un discípulo rico. Él exigía el abandono de las riquezas, y decía que era difícil para un rico entrar en el Reino de Dios.
¿Por qué entonces Mateo presenta a José como un hombre rico? Probablemente en la comunidad de Mateo había bastante gente rica. De hecho, el Evangelio de Mateo menciona cantidades abultadas de dinero como los talentos (que nadie más menciona), habla de monedas de oro y plata (que no figuran en los otros Evangelios), no trae la maldición de Jesús contra los ricos (de Lc 6,24), ni la prohibición de invitar a una fiesta a los vecinos ricos (de Lc 14,12), ni la parábola del rico insensato (Lc 12,16-21), ni la del rico epulón (Lc 16,1-13).
Los lectores de Mateo, pues, debían de ser personas de buen nivel económico. Y Mateo debió de pensar que José podía servir muy bien como modelo de discípulo rico, capaz de poner su riqueza al servicio del Maestro.
Aparece el dueño de la tumba
Dice Mateo que el cristiano José pidió a Pilatos el cuerpo de Jesús, y que éste se lo entregó. Aquí la versión de Mateo resulta poco creíble. Es difícil que el prefecto romano entregara el cuerpo de alguien crucificado como Rey de los judíos justamente a un partidario suyo.
Luego Mateo relata la sepultura de una manera más digna que la de Marcos, propia de un discípulo que se despide de su maestro. No dice, como Marcos, que José “descolgó” el cadáver de la cruz, lo cual es algo tosco, sino que los soldados lo bajaron y se lo entregaron casi como una ofrenda, y José “lo tomó”.
Tampoco dice que “compró una sábana” a las apuradas, sino que ya la tenía preparada. Y no se trata de cualquier sábana, sino de una “sábana limpia”. Y no lo “envolvió” a Jesús, sino que lo “cubrió” (con el verbo entylísso, mucho más elegante).
Por último, José puso el cuerpo en una tumba. Pero Mateo agrega dos novedades: la tumba era “suya” (de José), y era “nueva”. Dos características que hacen más honorable la sepultura de Jesús, pero difícilmente creíbles. ¿Cómo un hombre rico tendría su tumba familiar en las inmediaciones de un lugar donde se ejecutaba públicamente a los criminales?
El último detalle, de las mujeres discípulas que contemplaban de lejos la sepultura sin ayudar, tampoco encaja bien con la versión mateana de un José de Arimatea discípulo de Jesús.
Discrepancia en el Sanedrín
El tercer evangelista, Lucas, también trae su propia versión del entierro de Jesús (Lc 23,50-53). Él describe a José de Arimatea como un “hombre bueno y justo”; es decir, destaca ante todo sus cualidades morales y espirituales. Es algo propio del estilo de Lucas, a quien le gusta presentar a sus personajes por sus rasgos interiores.
Para Lucas, ¿José es judío o cristiano? Es judío y miembro del Sanedrín. ¿Pero cómo puede un judío, miembro del tribunal que condenó injustamente a Jesús, ser bueno y justo? Lucas resuelve el problema, diciendo que él “no había estado de acuerdo con la decisión y el proceder de los demás”. Es un esfuerzo del evangelista por salvar la figura de José, aunque poco coherente, pues un momento antes dijo que “todo” el Sanedrín había condenado a Jesús (Lc 22,70-71) y que “todo” el Sanedrín lo había llevado ante Pilatos para que lo matara (Lc 23,1).
En Lucas, pues, José no es discípulo de Jesús sino un piadoso judío, miembro del Sanedrín, pero que por no haber estado de acuerdo con los demás integrantes, se presentó para enterrar a Jesús por respeto y compasión hacia el noble galileo condenado injustamente.
El funeral de un rey
El Evangelio de Juan es el que relata el entierro más solemne y espléndido de todos (Jn 20,38-42). Como Mateo, dice que José de Arimatea era discípulo de Jesús, aunque “en secreto por miedo a los judíos”.
Pero cuenta algo que ningún evangelista había dicho: que con José “fue también Nicodemo”. Éste era un importante maestro judío, miembro del Sanedrín (Jn 3,1) pero admirador y partidario de Jesús (Jn 7,50-52). O sea que Juan coloca dos enterradores: al cristiano José y al judío Nicodemo.
Los detalles de la sepultura son fascinantes. Nicodemo se presentó llevando una mezcla de mirra y áloe, dos polvos aromáticos que los judíos ponían junto a los cadáveres para disimular el olor a descomposición.
Pero Juan dice que Nicodemo llevó ¡45 kilos de especies! Una cifra desorbitada que, de haberla puesto sobre el cadáver de Jesús, lo habría aplastado; además, es imposible que Nicodemo hubiera podido venir cargando todo eso. Se trata de una cifra simbólica.
Lo que Juan describe aquí es el entierro de un rey. En efecto, sabemos que cuando murió el rey Herodes se emplearon 500 esclavos para cargar los aromas de sus exequias; y cuando murió el rabino Gamaliel el Viejo, se quemaron 40 kilos de esencias en su funeral. Para Juan, Jesús no podía ser menos. Si en la cruz habían puesto un cartel que lo proclamaba como “Rey de los judíos” (Jn 19,19-20), debía de recibir un sepelio acorde con su rango.
Luego tomaron el cuerpo de Jesús y “lo envolvieron con vendas” (no sólo con una sábana), agregaron los aromas, y realizaron todos los ritos necesarios “según la costumbre judía de sepultura”, es decir, con la minuciosa perfección de los fariseos. No se escapó un detalle del funeral.
Y por si fuera poco, terminada la tarea depositaron el cuerpo en una tumba nueva que había “en un jardín”. Se trata de otro detalle simbólico de Juan. Los reyes de Judá eran sepultados en un jardín (2 Re 21,18.26), y el rey David yacía en una tumba de un jardín (Neh 3,16, según la versión de la Setenta). El “rey de los judíos”, hijo de David, también debía descansar en un jardín. Según Juan, pues, Jesús tuvo un entierro magnífico, digno de un rey.
La evolución de un entierro
Vemos cómo el relato del entierro de Jesús fue evolucionando en los evangelios, de acuerdo con la teología de cada uno.
Según Marcos, Jesús fue sepultado por un judío, miembro del Sanedrín, que había votado en su contra durante el juicio, y que lo inhumó sólo para cumplir con la Ley judía; le practicó un entierro deshonroso, propio de un malhechor, y puso su cuerpo en una simple gruta cercana al lugar de la ejecución. Muestra así cómo a veces las cosas parecen terminar mal y sin esperanzas, cuando en realidad, escondida late siempre la buena noticia de una resurrección cuando se sabe esperar.
Según Mateo, quien enterró a Jesús fue un discípulo suyo, un hombre rico que le preparó un entierro digno, y hasta le cedió su propia tumba; muestra así cómo incluso quienes parecen estar lejos del Reino de Dios, como los ricos, pueden en cualquier momento entrar en él si saben desprenderse de sus riquezas y usarlas para ayudar a los demás.
Según Lucas, a Jesús lo enterró un judío, miembro del Sanedrín, pero que percibía algo especial en Jesús, y por eso no votó contra él durante el juicio; muestra así cómo para llegar hasta Jesús hay que ser fiel a las propias convicciones, aunque eso signifique ir en contra de la opinión de los demás y quedar en ridículo ante los otros.
Finalmente, según Juan el entierro de Jesús fue hecho por dos personas admiradoras de Jesús pero cobardes y temerosas, que lo seguían en secreto, y que al final dieron la cara en el momento más peligroso y se animaron a mostrar en público su devoción por él. Nos enseña así que no se puede ser seguidor de Jesús en secreto; y que sólo cuando uno da testimonio cristiano en público puede decir que ha encontrado al Señor.
Ariel Álvarez Valdés