EVANGELIOS Y COMENTARIOS
(pinchar cita para leer evangelio)
DOS CAMINOS: ¿CUÁL ES EL MÍO?
Según el evangelio de Marcos, son tres los momentos en los que Jesús habla a los discípulos de su muerte y resurrección. El de hoy es el segundo; los otros dos textos se encuentran en el capítulo anterior (8,31-33) y en el posterior (10,32-34). Sabemos que el número tres contiene un matiz de definitividad.
Al narrarlo en tres ocasiones, pareciera que Marcos no quiere que el lector olvide que la figura y la actividad de Jesús hay que leerlas a la luz de la cruz y de la resurrección. En su contexto, eso significaba desmontar la idea común de un mesianismo guerrero y triunfalista, para presentar a Jesús como el Mesías que toma el camino del amor servicial y entregado…, aunque eso le supusiera el rechazo e incluso la muerte.
Por otra parte, en los tres relatos citados aparece una coincidencia tan llamativa que debe ser intencionada. Tras anunciar Jesús su camino de entrega, que acabaría en el rechazo y la muerte-resurrección, los discípulos discrepan de ese camino (como Pedro, en el primer relato) o aparecen embarcados en discusiones en torno al prestigio y al poder (en los otros dos).
La divergencia entre Jesús y los suyos no puede ser más radical. Marcos, que presenta con frecuencia a los discípulos como “ciegos” y “sordos”, incapaces de entender, escenifica ahora esa incapacidad de un modo que habrá de impactar al lector. Mientras Jesús habla con claridad de un camino de entrega y servicio, los discípulos están tomando otro diametralmente opuesto: el del dominio y la imposición. El contraste no puede ser mayor.
Venimos al relato de hoy. Marcos presenta las palabras de Jesús como una “instrucción” o enseñanza, que tiene lugar “en el camino”, como él mismo recordará, por dos veces, más adelante. Un “camino” más teológico que topográfico: geográficamente, es la senda que conduce a Jerusalén, donde tendrá lugar la muerte; teológicamente, sin embargo, es el itinerario de servicio y entrega, que define la misión misma de Jesús.
El narrador juega con la palabra: aunque avanzando por la misma senda topográfica, sin embargo, Jesús y los discípulos llevan caminos diametralmente opuestos. Eso es lo que significa que “no entendían”, hasta el punto de que “les daba miedo preguntarle”. El miedo, obviamente, no es a Jesús, sino a tener que tomar su camino, cuando sus intereses son bien diferentes.
Tan diferentes que, de hecho, en lugar de escuchar al Maestro que habla de servicio, su preocupación les lleva a discutir “quién era el más importante”. Jesús habla de entrega; ellos se mueven por ambición.
La reacción de Jesús aparece llena de paciencia y de sabiduría: “Se sentó y los llamó”. Sentarse es la postura propia del maestro, de quien tiene algo que enseñar. Llamarlos implica reconocer que los discípulos estaban “lejos”, en el sentido teológico de la palabra; lo que Jesús hace con ellos es renovar la “llamada”, como si estuviera convencido de que siempre es posible comenzar de nuevo.
Pero lo que no hace Jesús es “rebajar” sus exigencias. Su mensaje radical queda recogido en una sentencia y en una imagen. La primera es de las frases que no necesitan comentario: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.
La imagen es igualmente expresiva. Pero pierde casi toda su fuerza cuando proyectamos sobre la palabra “niño” nuestras propias categorías, y la leemos en clave de “inocencia”, “pureza” o “sencillez”. En algunas predicaciones, “hacerse como niños” parecía equivaler a cultivar actitudes infantiles o infantilizantes, como dependencia, sumisión, mutismo, renuncia a pensar o a decidir por sí mismo… No; todo eso son meras proyecciones, “funcionales”, por otro lado, a la autoridad.
En la Palestina del siglo I, el niño estaba muy lejos de ser “el rey de la casa”. Muchísimo menos si se trataba de una niña. Por ese motivo, la imagen del niño, en palabras de Jesús, quiere indicar a quien realmente es el último de todos (el niño, el que no cuenta nada en la familia) y el servidor de todos (y que, por eso mismo, estaba para servir).
Esta lectura todavía se refuerza más si tenemos en cuenta que el gran especialista que era Juan Mateos consideraba que el término griego paideion (traducido por “niño”) puede designar a un pequeño servidor o esclavo doméstico.
En cualquier caso, el sentido de la imagen parece claro: “Hacerse como niños” equivale a ponerse voluntariamente en el último lugar, el lugar de aquél –eso era un “niño”- que no tiene ningún derecho.
Como se ve, esto no tiene nada de “sentimental” ni de “infantil”. Es una opción que, como en el caso de Jesús, sólo puede nacer y mantenerse desde el amor gratuito e incondicional; en definitiva, desde una nueva percepción de la realidad. Mientras estamos identificados con el yo, no podemos dejar el camino de la ambición, como les ocurría a los discípulos. Sólo desde la conciencia ampliada, desidentificada del yo, es posible vivir la propuesta de Jesús; no por ningún tipo de voluntarismo, sino por comprensión de lo que es.
De ahí el gesto y las palabras últimas de Jesús. El abrazo significa identificación. Jesús se reconoce en el niño: él es quien ha optado por ponerse al final, el último y el servidor de todos. El niño –el pequeño sirviente o esclavo- es, por eso, la imagen viva de Jesús.
Y entonces entendemos el sentido profundo de las palabras: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”.
El “niño”, el que sirve, es no-diferente de Jesús y no-diferente del Padre, en la Unidad no-dual a la que accedemos cuando nos desidentificamos del yo. La Unidad en la que es posible captar el sentido del mensaje de Jesús y vivir –ahora sí- su camino.
Cuando alguien sirve o ama desde la “exigencia moral”, de algún modo “pasará factura”, porque el yo ha de obtener siempre algún “beneficio” para sí. Además, ese tipo de “servicio” suele acarrear consecuencias indeseadas: desde el fariseísmo de quien se siente superior hasta el resentimiento de quien ha esperado reconocimiento y se ha sentido frustrado.
El amor y el servicio del que habla el evangelio nace de la gratuidad y encuentra en sí mismo todo el “beneficio”. Y la gratuidad se vive cuando se ha trascendido el yo, en la medida en que la persona, en un proceso de desegocentración, se percibe como canal o cauce por el que deja pasar lo que se le regala en cada instante. La persona que ha visto es la que puede llegar a decir, con san Juan de la Cruz, “que ya sólo en amar es mi ejercicio” (Cántico Espiritual 19).
Entre tanto, esta palabra de Jesús cuestiona nuestro modo de ver y de hacer. Al percibir el contraste entre el camino que recorre Jesús y el que toman sus discípulos, el lector es llevado a preguntarse: ¿Cuál de esos dos es el mío?
¡Vivimos aún tan en función del yo, que no es extraño que nuestros comportamientos sean tan egoicos! Tanto a nivel individual como institucional, el yo busca sobresalir, imponerse, tener razón…, descalificar al otro o reaccionar con furia.
Desde el modo como nos expresamos –basta ver la descalificación constante en tantos foros virtuales que se llaman “cristianos”- y el reconocimiento que hambreamos, hasta la comodidad en que vivimos, delatan dónde nos encontramos.
El contraste entre la palabra y lo que vivimos constituye una llamada incontestable a la humildad. Porque sólo desde la humildad, que nos reconcilia con nuestra verdad, podremos crecer en la conciencia ampliada que trasciende el yo y nos redescubre en la Unidad con Jesús.
Enrique Martínez Lozano