EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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EN DEFENSA DEL MÁS DEBIL
La pregunta de los fariseos es insólita: nadie en Israel negaba el “derecho” del varón a “repudiar” –no se trataba de “divorcio” paritario, sino de “repudio” legal de la mujer por parte del marido-; se discutían únicamente los motivos. ¿Cuál puede ser la razón que les lleva a preguntar por una cuestión que no era debatida?
Probablemente, sospecharan que Jesús mantenía una actitud contraria a esa práctica. De ahí, el añadido del narrador: “para ponerlo a prueba”. Parece claro que, en medio de una cultura marcadamente machista y patriarcal, Jesús adoptó una actitud de reconocimiento y valoración de la mujer a nivel de igualdad con el hombre.
De hecho –rompiendo tabúes y prejuicios bien arraigados-, en su grupo aparecen también “discípulas”, con una importancia tan revelante, que llegarán a ser las primeras testigos de la resurrección.
De esta manera, el texto que estamos leyendo no se refiere en primer lugar al tema del divorcio, sino más bien a la relación entre el varón y la mujer. Y ahí la postura de Jesús es tan inequívoca como novedosa: se trata de una relación de igualdad, y eso desde “el principio”, es decir, por voluntad divina.
La “novedad” de tal postura queda puesta de manifiesto en el hecho de que los discípulos siguen resistiéndose a aceptarla y vuelven, ya en casa, a la misma cuestión.
Sabemos bien cómo el machismo se resiste a modificar el statu quo que le otorga cualquier tipo de superioridad; y cómo, desde esa misma actitud, se han construido también las grandes religiones que, particularmente en el caso de las teístas, han “masculinizado” la propia Divinidad, con todas las consecuencias “legitimadoras” que eso conlleva. Pues como le gusta repetir a María López Vigil, parafraseando a Mary Daily, “cuando Dios es varón, los varones se creen dioses”.
En la respuesta de Jesús, vuelve a subrayarse la igualdad por encima de todo. No nos hacemos idea de cómo podría sonar a sus interlocutores la expresión “si ella se divorcia”, algo que les resultaba absolutamente impensable (aunque fuera algo ya reconocido en el mundo romano).
Si modificamos ahora la perspectiva, quizás sea interesante preguntarse: ¿Significan las palabras de Jesús que el divorcio es condenable siempre, y que las personas divorciadas deben ser estigmatizadas? Eso ha ocurrido cuando se han leído esas palabras desde la literalidad y desde una óptica moralizante. Y ya sabemos que “literalismo” y “moralismo” conducen al –y son expresión del- peor de los fundamentalismos.
Jesús está hablando a nivel de “principio”, a lo que es el horizonte “ideal” de una relación amorosa, nada menos que a la vivencia y experiencia de ser “dos en una sola carne”, es decir, no-dos. Toda persona que verdaderamente ama va buscando esa realidad unitiva, que responde, por otra parte, a lo que somos en profundidad.
Pero, en la realidad cotidiana, las personas estamos donde estamos. Y ahí se dan múltiples condicionamientos, inconsciencia, límites de mil tipos, errores…; ignorancia, en definitiva, que hace inalcanzable aquel objetivo pretendido. Y es entonces cuando hemos de reconocer, en palabras también del propio Jesús, que “no es la persona para la ley, sino la ley para la persona”. Por lo que habrá que buscar una regulación lo más ajustada posible.
Hay que tener presente que a Jesús le plantean una cuestión de “principios” –apelando incluso a la Ley-, no le preguntan por una persona divorciada. No tengo duda de que, en este caso, su respuesta hubiera sido más completa. ¿Cómo no habría de ser así, viniendo de alguien que, cuando –siguiendo estrictamente lo que ordenaba la Ley- van a lapidar a una mujer adúltera, se enfrenta a sus acusadores para decirles: “el que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, y él mismo la envía en paz?
En la segunda parte del texto de este domingo, pasamos de la figura de la “mujer”, que no contaba nada en aquella sociedad, a la del “niño”, también insignificante.
La figura del “niño” –chiquillo, pequeño- viene cargada simbólicamente desde 9,36. Desde allí, el lector tiene claro que no sólo hay que “acogerlos”, sino hacerse uno de ellos, como “último y servidor de todos”.
Los discípulos siguen sin “entender”: no están dispuestos a vivir de ese modo. No sólo no acogen a los niños, sino que quieren echarlos fuera. Todo ese simbolismo es el que explica la dureza de la reacción de Jesús: es la única vez en todo el evangelio en que se muestra “indignado” con los discípulos. Parece claro que está en juego algo absolutamente innegociable para él: no se puede “entrar en el Reino” si uno no se hace “como niño”.
“Entrar en el reino” significa entender y compartir el proyecto de Jesús. Lo cual resulta imposible para quien se rige por criterios de poder, prestigio, ambición… Porque aquel proyecto no es otro que el de vivir una “fraternidad universal”; descubrir, experimentar y conocer –caer en la cuenta- de la Unidad que somos en Dios, de la interrelación (no-separación) de todos con todos y con todo. Y eso no puede ser posible desde actitudes que separan, dividen o enfrentan. Al contrario, cuando se descubre la Unidad que somos, no cabe otra postura que la del amor servicial.
Jesús lo vivió así: no es extraño que “abrace” a los niños (abrazar significa identificarse) y los “bendiga” (les comunique vida): quien descubre esa Unidad la experimenta como Plenitud de Vida.
Una vez más en el evangelio de Marcos, salta el contraste entre la perspectiva de los discípulos y la de Jesús. Aquéllos representan la actitud egoica, la de quienes, centrados en el propio yo, se ven “obligados” a vivir girando en torno a él, dependientes del tener, poder y aparentar. En Jesús, por el contrario, apreciamos la actitud desegocentrada de quien, desidentificado del yo, se ha descubierto, se percibe y se vive desde la Conciencia unitaria y compartida del “Yo Soy”.
Enrique Martínez Lozano