EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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LOS PELIGROS DE LA RIQUEZA
Un hombre se acerca corriendo y se arrodilla ante Jesús. En el evangelio de Marcos, solamente corren hacia Jesús este personaje y el endemoniado (5,6), y sólo se arrodillan ante él este mismo y el leproso (1,40). Algo en común tienen estos tres hombres que les lleva a un comportamiento inusual –en Oriente, el correr es algo reprobable-: la angustia de su situación.
En este caso, se trata de un hombre rico y moralmente intachable que, sin embargo, no está bien. Su angustia le lleva a querer “poseer” la vida eterna. En un primer momento, Jesús lo remite a los manda-mientos, es decir, a un comportamiento ético responsable.
Ahora bien, en la lista que hace Jesús, llama la atención que en ningún momento se nombra a Dios; se enumeran sólo aquellos mandamientos que tienen que ver con las relaciones interpersonales. Y se añade uno que no aparece en el Decálogo de Moisés: “no estafar” (o no defraudar).
Se trata de un código válido para cualquier ser humano, más allá de sus creencias: lo que lleva a la vida es actuar positivamente con el prójimo, cumplir la “regla de oro”: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros” (evangelio de Mateo 6,31).
La reacción del hombre parece indicar que, aun cumpliendo todo eso, se halla insatisfecho, como si buscara algo más. Es una actitud que, en Jesús, provoca cariño y una propuesta más arriesgada: la de renunciar a los bienes a favor de los pobres y seguirlo.
Pero, ante ella, el hombre se retira triste “porque era muy rico”. De los tres personajes que corrieron o se postraron antes Jesús, el leproso se curó, el endemoniado recuperó su sano juicio, pero el rico continúa con su angustia, por no atreverse a renunciar a poner su seguridad en sus bienes. Como si nos quisiera decir que es más fácil librarnos de cualquier demonio que de la riqueza.
Jesús concluye con una sentencia contundente, acentuada con la hipérbole del camello: ¡qué difícil les es a los ricos entrar en el Reino de Dios! ¿Dónde radica el motivo de esta dificultad?
Es sabido que, en los evangelios, se habla del apego a la riqueza como de un ídolo –el dios Mammón- que seduce, engaña y termina devorando a quien le da culto. Por eso, aparece contrapuesto a Dios, como recuerda aquel dicho de Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero” (evangelio de Lucas 16,13).
De los cuatro, es precisamente el evangelio de Lucas el que más insiste en los peligros de la riqueza:
1) porque impide al hombre ver más allá de sí, más allá de la superficie; lo entretiene y narcotiza; lo mantiene en la ignorancia y el engaño;
2) porque lo encierra en sí mismo y le impide abrirse a los otros;
y 3) porque la riqueza tiende a ocupar en el corazón humano un lugar que corresponde sólo a Dios.
Como siempre, el problema no está en el dinero, sino en el apego, en la identificación con él. Desde nuestra necesidad (ilimitada), fácilmente proyectamos la seguridad en el tener, el poseer, el acumular. Sin ser conscientes de que, de ese modo, no hacemos sino aumentar el encierro en torno a nuestro yo.
La propuesta de Jesús aparece llena de sabiduría. Sólo cuando avanzamos en la desidentificación de nuestro yo, tenemos un “tesoro en el cielo”, es decir, experimentamos nuestra verdadera identidad en la Unidad que somos.
Los discípulos “se extrañaron” y “se espantaron”. Probablemente, porque la postura de Jesús rompía los esquemas habituales judíos, que consideraban la riqueza como un signo de la bendición de Dios. Pero también por la misma contundencia de sus palabras.
Sin embargo, desde nuestra perspectiva, nos resulta más compren-sible. Mientras estamos identificados con nuestro yo –en cualquier forma de apego-, es imposible trascenderlo. Es precisamente esa identificación la que constituye nuestra prisión.
Y el yo puede pensar “cómo heredar la vida eterna”, puede ser un yo muy religioso y hasta muy “cumplidor”, pero es radicalmente incapaz de entrar en el “Reino de Dios”, es decir, de acceder a una nueva Conciencia que trascienda la egoica. Porque el paso a esa Conciencia unitaria sólo es posible a través del desapego. No hay camino espiritual sin desapropiación del yo.
Es una tarea ardua –“es imposible para los hombres”-, porque no está al alcance del yo. El yo no puede trascenderse a sí mismo. Sólo en la medida en que no ponemos nuestra identidad (y nuestra seguridad) en las cosas, podrá abrirse camino la identidad profunda que somos.
Porque “Dios lo puede todo”: en la medida en que nos entregamos a Lo Que Es, nuestro pequeño yo se empieza a disolver. Termina la apropiación y la identificación y emerge la Presencia, el “Reino de Dios”.
La escena termina con la intervención de Pedro, en representación del grupo de los discípulos, aduciendo méritos y reivindicando derechos. Todavía no ha entendido nada; el hombre rico estaba apegado a sus bienes, y eso le incapacitaba para acceder al Reino. Pedro y los discípulos están apegados a sus méritos… Uno y otros no han salido aún de la religión mercantilista; todos se hallan lejos del Reino.
Jesús no entra ahora a esa cuestión, sino que enfatiza una certeza: “Os aseguro”, en una fórmula casi de juramento. Y la certeza consiste en que, cuando hay desapropiación del yo, todo se “recupera” centupli-cado…, aunque haya “persecuciones”, es decir, renuncias y pérdidas.
(Todo se “recupera”, menos la figura del “padre”. El motivo puede ser que ese término, en la comunidad primitiva, se reservaba únicamente para nombrar a Dios).
Pero, con todo esto, se hace patente la paradoja: mientras el yo busca aferrarse a los bienes para sentirse seguro sin conseguirlo, apenas es trascendido, gracias a la desidentificación, emerge una seguridad radical.
El yo se afana por una seguridad que siempre le resultará inalcanzable, porque él mismo es vacío. Sin embargo, en cuanto dejamos de identificarnos con él, accedemos a una seguridad inquebrantable, “más allá de cuanto podemos pensar”, la seguridad y la confianza de Lo Que Es, siempre Presente.
A partir de ese momento, aprendemos a descansar en el Misterio y permitimos que todo sea y fluya a través nuestro.
Enrique Martínez Lozano