EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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PODER versus SERVICIO
A lo largo del evangelio de Marcos, va quedando patente la divergencia entre el camino de Jesús y el de los discípulos. A cada palabra del Maestro sobre un estilo de vida caracterizado por el servicio y la entrega le sucede una reacción de los discípulos marcada por la ambición. El contraste no puede ser mayor.
Eso es lo que aparece, una vez más, en este texto. Jesús acaba de anunciarles, por tercera vez, su próxima muerte. A renglón seguido, dos de los discípulos, sin darse por enterados, solicitan para ellos los primeros puestos. No entienden absolutamente nada: dando signos de una “distancia” abismal con respecto a lo que Jesús vive y les propone, siguen girando en torno al ego y a sus intereses egoicos.
Así como la vida de un hombre desegocentrado como Jesús se muestra marcada por el amor y la entrega, la de ellos se manifiesta como un intento insaciable de autoafirmación del propio yo: ser “más que”… Porque es claro que el yo entiende el autoafirmarse como “ser el primero”. El yo no tiene nunca suficiente con “ser”; necesita ser “algo más”.
Con una paciencia admirable, Jesús busca introducirlos en un modo de afrontar la vida que va más allá del yo, aceptando una muerte como la suya, la “muerte” del propio yo. Beber la copa (pasar el trago) y ser bautizado (ser sumergido en las aguas) son figuras de esa muerte, en el doble aspecto: activo y libre (entregarse) y pasivo (ser entregado).
Los discípulos dicen estar dispuestos. La autenticidad de su disposición se manifestará –viene a decir Jesús- porque son capaces de “olvidarse” de los primeros puestos. En efecto, en cuanto se vive la desidentificación del yo, es posible tomar distancia de todos sus intereses. Se abre un horizonte tan nuevo como amplio, en el que lo que antes parecía imprescindible y prioritario empieza a ser visto como carente de valor.
Pablo lo expresará de un modo tajante: “Lo que antes consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Es más, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Carta a los Filipenses 3,7-8). El “conocimiento de Cristo” no es sino la experiencia de Unidad, en una percepción nueva de la propia identidad.
Pero la ambición causa división en todo grupo. “Los otros diez” no se hallan en una actitud diferente a la que habían manifestado los dos hermanos. De hecho, todo aquello que nos altera en los demás no es sino reflejo de lo que vive en nosotros. Cuando, en lugar de “actuar” desde quienes somos, “reaccionamos” ante algo o alguien, lo hacemos desde el ego, y adoptamos, aun sin darnos cuenta, uno de estos dos papeles: de víctima o de vencedor.
Mientras permanezca nuestra identificación con el yo, nos resultará imposible abandonar esos papeles. Reaccionaremos desde la queja –como en caso de estos diez- o desde la imposición.
Pero podemos también leer lo que nos ocurre desde otra perspectiva más enriquecedora. Cada vez que nos sorprendamos “reaccionando” o adoptando esos papeles, sabemos que estamos reducidos al ego y lejos del presente. Podemos entonces “usar” esa circunstancia como una alarma que nos dice: respira hondo, ven al presente y no te reduzcas a tu ego. Al venir a la Presencia, notaremos que se abre un “espacio” de paz y de libertad. El motivo es simple: al sentir la Presencia, (caemos en la cuenta de que) somos Presencia, no el pequeño yo que no puede hacer otra cosa que “reaccionar”.
Sin ninguna duda, Jesús se halla situado en –y se percibe a sí mismo como- Presencia. Eso le permite no “reaccionar” a las peleas infantiles de los suyos, sino poder acogerlos y “reunirlos”.
En la Presencia, no cabe el juicio ni el rechazo al otro. La Presencia es integradora, porque se trata nada menos que de la “identidad compartida” que a todos abraza. En ella, la mente está aquietada –es el «todo cesó», de san Juan de la Cruz- y no se puede vivir sino amor -«que ya sólo en amar es mi ejercicio», por seguir citando al mismo místico-.
La respuesta de Jesús al conflicto creado en el grupo es tan sabia como revolucionaria. Frente a la constatación inicial -«sabéis…»-, enfatiza la novedad en el modo de vivirse en el grupo: «nada de eso».
El Maestro de Nazaret parece ser bien consciente de la fuerza disgregadora y deshumanizadora que conlleva toda búsqueda de poder. De ahí, la afirmación tajante y la subversión en el modo de entender y de vivir la autoridad: «El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos».
El servicio no es sino la manifestación práctica del amor. Y el amor busca siempre el último lugar, precisamente porque ése es el lugar más universal.
Estas palabras de Jesús tendrían que cuestionar radicalmente todas nuestras ideas sobre las jerarquías (etimológicamente: “poder sagrado”). Parece claro que, si fuéramos fieles al evangelio, ese término no debería figurar en el vocabulario cristiano; pero ahí estamos todavía.
Cuando se dice que la Iglesia no puede ser una “democracia”, porque es de constitución jerárquica, parece que se está siendo más fiel a la historia posterior que a la intuición original de Jesús. Porque, en todo caso, ser jerárquica no tendría que significar nunca ser “impositiva” o utilizar recursos de “poder”. Como dice ese gran hombre evangélico que es el obispo Casaldáliga, no pedimos que la Iglesia sea una democracia…; pedimos que sea más que democracia.
Porque ésa es precisamente la propuesta de Jesús, en la que él mismo ha ido por delante, ya que «no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida».
La propuesta de Jesús es de una sabiduría y de una “humanidad” exquisitas. Y es que la Iglesia tendría que caracterizarse por su “calidad” humana, también en la incorporación de los mejores progresos que va haciendo la humanidad en su conjunto. Sin embargo, nos queda mucho por hacer. El Vaticano aparece hoy como la última “monarquía absoluta” de Europa –no hace tanto que, en el “Derecho Público Eclesiástico”, se defendía la Monarquía Absoluta como la mejor forma de gobierno…, porque ésa era la forma que Dios había elegido para su Iglesia-, no por fidelidad al evangelio, sino por la inercia de los siglos anteriores, unida a los “intereses” de quienes detentan el poder.
Sin embargo, para el evangelio, es claro que en la nueva comunidad se excluye el poder y el dominio… Pero eso es más de lo que se puede pedir al yo. Y mientras estemos identificados con él, aunque seamos personas muy “religiosas” y muy “eclesiásticas”, seremos incapaces de vivir lo que Jesús propone.
Se requiere todo un trabajo espiritual que, desidentificándonos del yo, nos permita vivir en la Presencia confiada y amorosa que somos. Sin esto, seguiremos aferrándonos al poder y al control, en la creencia incluso –nuestro yo es siempre hábil buscando justificaciones- de que, haciendo eso, estamos defendiendo la Iglesia de Jesús…
Enrique Martínez Lozano