EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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Seguir a Jesús significa
estar dispuestos a realizar la Verdad
La liturgia cierra el “año litúrgico” celebrando a “Cristo Rey”, festividad promulgada en 1925, por el papa Pío XI. Con ella, quería afirmar la soberanía de Cristo sobre las personas y las instituciones, frente al avance del ateísmo.
Pasados ya más de ochenta años de aquella declaración, me parece necesario y urgente plantear tres cuestiones:
1) ¿Qué llevó a la promulgación de esa fiesta?;
2) ¿Cómo suena a los oídos de nuestros contemporáneos la expresión “Cristo Rey”?;
3) ¿Cómo hay que entenderla a la luz del evangelio?
Trataré de responder a ellas con la brevedad que el espacio requiere.
1.
La promulgación tiene lugar en el ocaso de las monarquías absolutas en Europa. Un espectador imparcial no podría dejar de ver, en esa decisión, una cierta añoranza del viejo régimen que acababa, así como la dificultad para abrirse a lo nuevo.
Tal como ha sido usado, el título de “Cristo Rey” encontró su lugar más propicio en un nacionalcatolicismo equívoco, en el que lo social, lo político y lo religioso se amalgamaban y confundían. Al autoritarismo político correspondía el autoritarismo religioso. Y ambos no ocultaban su pretensión de “unificar” toda la sociedad bajo una única creencia, sobre la base engañosa de poseer la verdad que todo el mundo debía acatar.
Aquella idea –que venía a reproducir la alianza de la cruz y la espada, otorgándole a la Iglesia el papel de ser “rectora” de la conciencia colectiva- arraigó con fuerza en ciertos sectores eclesiásticos, hasta el punto de que todavía hoy se añora.
Miembros destacados de la Iglesia española no se resignan a dejar de ser la “voz autorizada” que ha de velar por la moral del país, insistiendo en la afirmación trasnochada de que “una España que dejara de ser católica, dejaría de ser España”.
Pero la sociedad, que ha experimentado un cambio radical, reconociéndose abiertamente “laica” –lo más negativo para el espíritu nacionalcatólico, que equiparaba nación/religión/Iglesia católica-, no tolera ya ingerencias de ese tipo, que aparecen a sus ojos como intentos desesperados de conservar el poder.
2.
Por otra parte, para nuestros contemporáneos, el término “rey”, en el mejor de los casos, se ha vaciado de contenido. O bien es una figura “decorativa” –como en las actuales monarquías parlamentarias-, o bien evoca los reyes absolutistas, paradigma de la opresión y de la ausencia de derechos. En este contexto cultural, ¿a qué puede sonar el título de “Cristo rey”?
Entre los cristianos, probablemente se haya “espiritualizado” y se quiera hacer referencia, con él, al “señorío” de Cristo sobre las “almas”. Pero, para los no creyentes, no es un título que les permita hacerse una idea ajustada de Jesús de Nazaret.
Parece innegable que, detrás de esa expresión, late una determinada imagen de Dios, de rasgos marcadamente antropomórficos y de perfiles medievales: el gran “Dios Todopoderoso”, como un Ser separado e intervencionista, que gobernaría –como Rey absoluto- todo el mundo y el universo entero.
No es extraño que, ante esa imagen de Dios y de Cristo, las personas del siglo XXI pasen de largo. Quizás no sepan decir por qué, pero saben que esa imagen no puede ser Dios.
3.
Con todo, hay algo todavía más decisivo para los seguidores de Jesús: los propios datos del evangelio. Desde la búsqueda de fidelidad a los textos evangélicos –norma definitiva a la que tiene que ajustarse la Iglesia-, ¿tiene sentido hablar de “Cristo Rey”?
Para empezar, es preciso reconocer que se trata de un “rey” muy especial: su trono es una cruz y su corona es de espinas. Los mismos autores del evangelio ponen mucho cuidado en que no se hable de Jesús como “Mesías”, hasta que no sea crucificado, precisamente para evitar cualquier malentendido con la imagen de un Mesías poderoso o victorioso, tal como era esperado en el judaísmo.
Se trata de un “rey” que habla de los “reyes” con estas palabras: “Sabéis que los que figuran como grandes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen”; y que de sí mismo dice: “No he venido a ser servido, sino a servir” (evangelio de Marcos 10,42-45). Un rey bien extraño…
Jesús fue condenado por la autoridad religiosa y enviado a la tortura de la cruz por la autoridad política. ¿De dónde nace nuestro afán de convertirlo en “rey”? ¿No será porque los cristianos hemos proyectado (inconscientemente) en él nuestra necesidad de grandeza? Es claro que cuanto más grande es el Dios en el que se cree, más grandes se ven a sí mismos sus fieles.
Pero las preguntas que surgen de ese contraste no terminan ahí. Si algo es históricamente cierto, es el hecho de que Jesús se mostró en todo momento crítico frente a la institución y la autoridad religiosa. ¿Cómo se explica entonces que los partidarios de la ultraortodoxia (religiosa) se declaren seguidores acérrimos del anti-ortodoxo Jesús? Sólo cabe una respuesta: se ha modificado la referencia. O se olvida la historia concreta de Jesús y se lo convierte en un Ser ahistórico, abstracto, ideologizándolo a la propia medida; o, aun nombrándolo constantemente, en la práctica, se le deja de lado, poniendo en su lugar a la institución eclesiástica, en la identificación con la cual aquellos seguidores han puesto (inconscientemente también) su propia seguridad.
Es cierto que, en el cuarto evangelio, precisamente en el texto que se nos propone en este domingo, se habla de Jesús como rey, en el proceso ante Pilato. Y “ser rey” equivale, en el texto, a ser “testigo de la verdad”: hasta el punto de que con esas palabras se define la misión de Jesús: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo”.
Y aquí tocamos un punto tan nuclear como habitualmente mal entendido y peor vivido. La verdad no es una creencia (un conjunto de creencias) ni una formulación, como “la miel no es el dulzor”. En el mejor de los casos, no son sino indicaciones que orientan hacia ella, dedos que apuntan a la luna, mapas que quieren balizar el territorio. Pero es una pena cuando nos quedamos con las indicaciones, los dedos o los mapas…
Porque nos estamos perdiendo lo mejor –experimentar y recorrer personalmente el territorio- y, por si fuera poco, nos erguimos sobre la creencia arrogante de que poseemos la verdad y, desde ese pedestal –¡que no es más que una fórmula mental!-, juzgamos y condenamos a quienes no la comparten.
Cuando un cristiano dice: “Yo tengo la verdad, porque Jesús dijo que él era la Verdad, y yo creo en él”, ha caído en una penosa y, con frecuencia, dañina confusión. Tener una creencia no te garantiza estar en la verdad.
Y tampoco te inmuniza para actuar en contra de ella. ¿Cómo se explica, si no, el que alguien, en nombre de la “verdad”, haga daño a otros o simplemente los descalifique? Quien eso hace es claro que no está en la verdad. Cuando la verdad se identifica con “creencias” o “formulaciones”, se producen efectos extraños, como el de confesar verbalmente una cosa y estar viviendo la contraria.
Ser “testigo de la verdad” requiere “vivir en la verdad”, no en unas creencias. Y vivir en la verdad incluye el reconocimiento y la aceptación de la propia verdad, tanto a nivel psicológico como espiritual. No puede estar en la verdad quien no se acepta con toda su verdad, con sus luces y sus sombras, quien vive identificado con su ego o su imagen idealizada. Por el contrario, cuando alguien se acepta así, empieza a vivir en la humildad y eso es ya “caminar en verdad”, por usar la ajustada expresión de Teresa de Jesús.
Pero eso no es todo. La verdad no es algo “mental”, algo que se pueda “conocer” al margen de la realidad o de la propia vida. Por decirlo de un modo tajante: sólo conoce la verdad quien la es. Cuando se es, se conoce; cuando se conoce, se es. No hay ningún tipo de distancia.
Sucede como con la Presencia: introduciéndonos en la conciencia del instante presente, no sólo ocurre que venimos al presente, sino que nos convertimos en la Presencia, y descubrimos que la Presencia no es “algo” donde estamos, sino justamente lo que somos.
Del mismo modo, accediendo a la verdad de lo que somos, nos descubrimos ser esa verdad. Dicho con otras palabras: la verdad no puede ser objeto de conocimiento –no cabe en una mente limitada y objetivadora-; no puede ser conocida.
Para frustración de quienes habían puesto toda su confianza en la razón, se nos empieza a hacer patente que el acceso a la verdad del Ser acontece sólo en y a través de la realización experiencial de dicho conocimiento. Ser y conocer se reclaman mutuamente: ser es conocer y conocer es ser. La conclusión es clara: no hay conocimiento sin transformación.
Eso es lo que vivió Jesús. Porque llegó a experimentar la verdad profunda de lo real, pudo decir: “Yo soy la verdad”. Ésa no era una afirmación egoica, ni tampoco se refería a ninguna creencia o idea en particular. Era la proclamación-constatación humilde y gozosa de quien ha visto el “secreto” último de lo Real.
Lo que ocurre, paradójicamente, es algo que nuestro ego no puede entender. Porque cuando se accede a esa experiencia, no hay ningún “yo” individual que se la pueda atribuir; ningún yo que se envanezca de “poseer” la verdad. Por eso, presumir de poseer la verdad es la señal inequívoca de estar en la ignorancia y en el error. O de hallarse en un nivel mítico de conciencia.
El yo individual –la conciencia egoica- ha sido trascendido en una nueva identidad transpersonal, en el “Yo soy” universal, precisamente la expresión que usa el mismo cuarto evangelio para designar a Jesús.
Y ahí venimos a descubrir algo totalmente desconcertante para quien se encuentra en un nivel de conciencia mítico o incluso mental: La verdad de lo que somos nunca puede ser algo que alguien tiene y pueda transmitir o imponer a los demás, sino la Realidad que a todos sostiene y a todos abraza.
Por eso, así como la creencia forzosamente tiende a separar –los que creen y los que no creen-, la Verdad siempre integra. Seguir a Jesús no significa tener determinadas creencias, a nivel mental, sino estar dispuestos a realizar la Verdad, lo que él vio y vivió.
Sabemos que la filosofía occidental llegó a definir la verdad como “adaequatio rei et intellectus”, la adecuación entre la cosa y la representación que de ella se hace nuestra mente. Pero esta concepción de la verdad es dualista. Resulta profundamente significativo que los antiguos griegos entendieran la verdad como “a-létheia” (“sin velo”): cuando “quitamos el velo” que supone nuestra identificación con la mente, es cuando emerge la Verdad de lo que es.
Eso significa –como escribe Mónica Cavallé- que “la Verdad es una con la Realidad”. Cuando, por el contrario, pretendemos reducirla a la mente (a una creencia), la objetivamos y entramos en el reino de la confusión y de los malentendidos que dividen y producen sufrimiento inútil.
Pero la Verdad no es un objeto mental –igual que Dios tampoco lo es-. Es lo que no podemos pensar, la fuente radical y primaria de todo lo que existe. La verdad es Lo Que Es (sin objetivarlo mentalmente). Y la experimentamos cuando acallamos la mente y nos dejamos ser en la pura consciencia de ser.
Quiero terminar invitándoos a leer el precioso texto de Marià Carbí sobre la verdad, que podéis encontrar en el siguiente enlace:
www.enriquemartinezlozano.com/laverdad.htm
Enrique Martínez Lozano