EVANGELIOS Y COMENTARIOS
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El evangelio no es un “tratado de moral” sino una “buena noticia”
Es opinión común entre los exegetas que los llamados “relatos de la infancia”, que aparecen en los evangelios de Mateo y de Lucas, constituyen una elaboración teológica tardía que, en línea con los usos de las “biografías” de la época, pretenden mostrar, desde el mismo nacimiento, lo que está llamado a ser el biografiado.
Esto viene a cuento porque el texto que leemos hoy parece ser el comienzo original de la obra de Lucas. El mismo evangelista, en la segunda parte de su obra –el libro de Los Hechos de los Apóstoles-, nos dirá que su relato “comenzó en Galilea, después del bautismo predicado por Juan” (10,37).
Incluso la “solemnidad” del marco con que se abre la lectura de hoy apunta en la misma dirección: toda esa lista de gobernantes hace de pórtico para presentar la misión de Juan “el Bautista” cuyo horizonte es Jesús. No olvidemos que, ya en el Primer Testamento, era algo habitual señalar quién gobernaba en el momento de la vocación del profeta.
La lista incluye siete nombres, según una jerarquía que va de mayor a menor. Los periodos de tiempo en el que ejercieron sus respectivos mandatos parece que fueron los siguientes:
Tiberio, del 14 al 37;
Pilato, del 26 al 36;
Anás, del 6 al 15 (aunque seguiría conservando una gran influencia en tiempos de su sucesor);
Caifás, del 18 al 36;
Herodes, del -4 al 39.
Pues bien, en este contexto histórico, socio-político-religioso, “vino la Palabra de Dios sobre Juan”. Era un modo hermoso –aparte de “tradicional”- de nombrar la vocación profética.
Juan, hijo del sacerdote Zacarías, aparece en el desierto. Conocemos las resonancias que el desierto tenía para los judíos: histórica y religiosamente, fue el “lugar” de la dificultad y de la liberación, de la prueba y de la victoria, de la rebeldía y de la exaltación religiosa…, de la sensación de abandono y de la experiencia de Dios, tal como quedará en la memoria del pueblo: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Oseas 2,16).
En el desierto se presenta Juan, cuya figura y predicación se conecta con el mensaje del gran profeta Isaías, en dos textos:
“Allanad y despejad el camino, quitad de él los tropiezos a mi pueblo” (57,14);
“Una voz grita: «Preparad en el desierto un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios». Que se eleven los valles, y los montes y colinas se abajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se allane. Entonces se revelará la gloria del Señor y la verán juntos todos los hombres” (40,3-5).
Los estudiosos nos dicen que el primero de esos textos era muy utilizado por el judaísmo del siglo I. Como trasfondo de los mismos, se halla la experiencia probablemente más angustiosa del pueblo hasta ese momento: el exilio en Babilonia (570-539 a.C.). Es precisamente en ese contexto donde la palabra de Isaías adquiere toda su densidad: Es Dios quien quiere allanar los caminos para que sea posible volver del destierro.
Al aplicar esos textos al Bautista, el mensaje es similar: En Jesús, Dios se muestra como el que abre caminos, prepara el terreno, hace posible que todos puedan ver la Gloria.
Cuando se ha leído el evangelio en una clave prioritariamente moralizante, el texto aparecía como un imperativo que, con un acento individualista, llamaba a un comportamiento moral “humilde” y sumiso, “allanado”…
Cada vez vamos siendo más conscientes de que ese tipo de lecturas ha velado o incluso falsificado lo más característico del evangelio: que no es un “tratado de moral”, sino una “buena noticia”.
Por eso, incluso a pesar de los caracteres más bien sombríos con que se ha representado a Juan; a pesar, incluso, de que –a diferencia del de Jesús- su mensaje estaba bastante centrado en el “pecado”, el texto de Isaías que se pone en sus labios es una “buena noticia”: la certeza de que Dios es liberador, facilitador, restaurador, promesa de vida y de plenitud…
Así escuchado, ese mensaje conecta con lo más nuclear del cristianismo: que Dios es siempre, y para todos, Buena noticia. Y que nuestro horizonte último no es otro que ver la gloria –la salvación- de Dios. Es responsabilidad nuestra, de quienes nos llamamos creyentes, si hay mucha gente que no lo ha percibido así.
Pero, ¿qué es “ver la salvación –o la “gloria”- de Dios”?
Para quien se halla identificado con su yo, puede significar ver o recibir algo “separado”, que garantiza la pervivencia del propio yo. En el catecismo tradicional, por ejemplo, se venía a entender como la “salvación del alma”, después de la muerte.
Esa forma de entenderlo es típicamente mental: refleja lo que la mente puede percibir. Dado que la humanidad viene de una identificación prácticamente total con la mente, no es extraño que esa comprensión haya sido –sea aún- predominante.
Mientras se está en esa identificación, el ser humano se percibe como “yo” –ésa es la identidad que corresponde al nivel mental: la mente no es sino la conciencia asociada a un yo-. Y a partir de ahí, hace que todo gire en torno a él: la economía y el ocio, la política y la religión… todo orbita en torno al yo.
Una tal afirmación del yo supuso un crecimiento en el proceso evolutivo de la conciencia que, en el ser humano, se hizo autoconsciente. Pero cuando se pretende que esa identificación con la mente sea definitiva, se produce literalmente un ahogo: terminamos asfixiados por la inflación de aquel mismo “yo” que, en principio, había significado un paso adelante.
Eso explica el hecho de que, en la actualidad, se multipliquen por todos los lados señales inequívocas de búsqueda de una salida de la prisión egoica. Se está gestando nada menos que un nuevo nivel de conciencia, que bien puede llamarse transegoico o transpersonal.
Apenas lo vislumbramos, nuestra percepción se modifica. Porque ya no podemos seguir mirando la realidad desde el yo –como si ésa fuera nuestra identidad última-, sino desde la conciencia más amplia o expandida que en realidad somos. Semejante cambio de perspectiva ofrece, como resultado, un cambio radical en lo percibido.
No se trata, por tanto, de que se esté produciendo un cambio “religioso”, que nos lleve a replantear determinadas cuestiones o presupuestos. No; es algo mucho más radical: se trata de una transformación en el modo de conocer que, inexorablemente, repercute inmediatamente en todo lo conocido.
Desde este nuevo nivel, hablar de “salvación” o de “ver la gloria de Dios” remite a algo bien diferente de aquello a lo que nuestros oídos religiosos –los oídos del yo- estaban acostumbrados.
La “gloria de Dios” es todo lo que es, el Misterio fascinante de lo Real en todo su despliegue, que se manifiesta en todo, del que todos formamos parte, y que percibimos en cuanto, acallada lamente, accedemos al Presente.
No hay nada en lo que la “gloria de Dios” no se manifieste, porque no puede haber nada “fuera” de Dios.
Y la salvación consiste precisamente en percibirlo para poder vivirlo de un modo consciente.
Ni la “gloria” de Dios nos remite a un espacio diferente, ni la “salvación” nos reenvía a otro tiempo futuro. Todo es ya aquí y ahora. El instante presente es Dios mismo desplegándose y viviéndose en todo lo que es. A nosotros nos toca “despertar”, salir de la prisión del yo que nos mantiene encerrados en los estrechos límites de la mente, configurados por la barrera espaciotemporal, y caer en la cuenta de lo que realmente somos.
“Adviento”: el Señor viene. O mejor: ya es. Basta despertar para descubrirlo y descubrirnos en-Él. ¿Quieres verlo? Toma conciencia del momento presente, de este único instante, aquí y ahora, y permanece en él. Si no te "escapas", si tu mente no te saca "fuera" de él, percibirás que, en el presente, todo es.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com