EVANGELIOS Y COMENTARIOS     

                             
                              

 

                            

                                cristianos siglo veintiunoPágina PrincipalÍndice

 

  

      

Lc  4, 21-30

(pinchar cita para leer evangelio)  

 

el poder religioso cree poseer la verdad sobre Dios y no permite formulaciones divergentes

 

 

El relato continúa retomando la frase con que terminaba la semana anterior. Pero, si tomamos el texto de Lucas en su literalidad, ahí mismo empiezan las sorpresas. Porque, por un lado, se nos dice que, admirados, sus paisanos le expresaban su aprobación. Pero, por otro, sin solución de continuidad, lanzan una pregunta sospechosa que, en el lenguaje popular, suele sonar siempre a descalificación: “¿No es éste…?” (en el sentido de “¿quién se cree que es?”). Y, más rápidamente aún, la respuesta “fuerte” de Jesús; para acabar todo ello en un peligro real de muerte.

 

¿Cómo entender la contradicción que parece contener el relato? Lo más probable es que nos falten datos. Para empezar, sabemos que Lucas lo coloca al inicio de su evangelio, cuando es seguro que las cosas no ocurrieron así. Por otro, en el texto paralelo de Marcos (6,2), parece que la reacción de sus conciudadanos puede traducirse, no ya como “aprobación” o “admiración”, sino como “desconcierto” o incluso “desaprobación”.

 

De ser así, la desaprobación molesta habría estado provocada por el hecho de que Jesús omitió, en la lectura del texto de Isaías, la expresión que, tal como comentábamos la semana anterior, hacía alusión a la “venganza” de Dios. Los oyentes podrían haber interpretado esa omisión como “blasfema”, y de ahí habría nacido su rechazo e incluso su decisión de acabar con él.

 

Podría ser también que Lucas conociera el enfrentamiento que habría tenido lugar en la sinagoga de Nazaret, pero no así los motivos concretos del mismo.

 

Y pudiera ser incluso que, más que el hecho mismo ocurrido en esa sinagoga, al autor de nuestro evangelio lo que realmente le interese es hacer una lectura alegórica de la vida y muerte de Jesús, teniendo en la mente lo acontecido en la propia comunidad lucana.

 

A favor de la lectura alegórica juega, no sólo el hecho de que, como acabamos de ver, no logra explicarse bien el enfrentamiento acaecido, sino otras dos cuestiones que no casan con lo histórico. Por un lado, se pone en labios de Jesús una referencia a lo que “ha hecho en Cafarnaún”, siendo así que Jesús todavía no ha estado en esa ciudad. Por otro, se habla de un “barranco en el monte donde se alzaba su pueblo”; sin embargo, esa descripción no parece corresponderse en absoluto con lo que conocemos sobre Nazaret.

 

Cuando los datos históricos no son exactos, suele deberse no tanto a ignorancia del autor, cuanto al hecho de que su interés real está en otra parte. En este caso, el “monte” parece ser una alusión al Calvario, que se halla “fuera de la ciudad”, donde Jesús habría de ser crucificado por parte de sus conciudadanos, que lo consideraron blasfemo.

 

El Jesús que “se abre paso entre ellos y se aleja” bien puede referirse tanto al hecho de la resurrección –Jesús “escapa” de la muerte-, como a lo que ocurrió en las primeras comunidades cristianas –también en la del propio evangelista- que, tras el rechazo de los judíos, terminaron abriéndose a los gentiles.

 

En el centro del relato, aparece el refrán popular y la alusión a los grandes profetas Elías y Eliseo. La palabra de Jesús es fuerte: “Os aseguro” es una traducción del “amén” hebreo –por cierto, la única palabra hebrea que utiliza este evangelio, en momentos importantes-, que constituye una especie de juramento.

 

Conocemos el interés no disimulado de los evangelistas por encontrar figuras del Antiguo Testamento, a cuya luz pudiera entenderse lo ocurrido a Jesús. De esa forma, lograban explicarse lo que les resultaba demasiado sorprendente, a la vez que colocaban al propio Jesús en la línea de los hombres de Dios, dentro de su propio pueblo.

 

En todo caso, lo que el autor parece transmitirnos es claro: Jesús, que ha iniciado su actividad con un mensaje programático que habla de Dios como “buena noticia” para el ser humano, experimenta el rechazo desde el primer momento. Un rechazo que aparece estrechamente vinculado al modo como habla de Dios. De hecho, una de las acusaciones que se esgrimirán contra él a lo largo de su vida será la de blasfemia: hablar de Dios indebidamente.

 

Ante lo que venimos comentando, surge una pregunta “inocente”: ¿A qué se debe que cuando alguien habla “bien” de Dios pueda ser acusado de “blasfemo”? ¿Y por qué, cuando alguien ha afirmado ser uno con Dios, como el propio Jesús o como el místico sufí Al-Hallaj (858-922), ha terminado crucificado?

 

Se puede aventurar una primera respuesta: la gente parece temer más la inseguridad que el castigo de Dios. Si cuando alguien ataca nuestros puntos de vista tendemos a ponernos nerviosos, porque sentimos amenazada nuestra seguridad, esa reacción se agudiza cuando lo que se remueven son nuestras ideas “religiosas”.  

 

Por otro lado, la autoridad religiosa tiende a considerarse como detentadora última de la verdad sobre Dios, por lo que –también en un mecanismo automático de defensa, consciente o no, de la propia situación de poder- no permitirá formulaciones divergentes.

 

En el caso de Jesús, su rechazo por parte de la autoridad religiosa recorre cada una de las páginas del evangelio: el Dios del que él hablaba no podía convivir con el Dios del templo. Por eso, en un instinto de autoconservación, el templo y la casta sacerdotal terminarán con el maestro de Nazaret.

 

Pero tampoco la mayoría de la gente acoge bien las noticias “nuevas” sobre Dios, aunque sean “buenas”. Los habitantes de Nazaret, que no toleran que las palabras de Isaías que hablan de la “venganza” divina sean alteradas, simbolizan a quienes no están dispuestos a ver cuestionadas sus creencias religiosas. Éstas se han solidificado, hasta convertirse en una referencia “segura”, donde el sujeto religioso imagina sentirse a salvo.

 

Un tal atrincheramiento, sin embargo, conlleva el riesgo de seguir manteniendo, por inercia o comodidad, creencias que deberían ser cuestionadas.

 

Las creencias inamovibles –incluso en sus formas- son características y resultan funcionales para un tipo de sociedad estática –agraria-, que debió hacer de la inmovilidad la garantía de su propia supervivencia. En aquel contexto sociocultural y religioso, las creencias fueron revestidas de un carácter absoluto en su literalidad, al ser consideradas como “caídas del cielo”, reveladas directamente por Dios.

 

Hoy somos conscientes de que tales creencias no son sino formas propias de una época determinada que, en el mejor de los casos, apuntan hacia una verdad que las trasciende absolutamente, y que exige que aquéllas sean permanentemente reformuladas, si no queremos caer en el error de confundir las formas con el contenido.

 

Las referencias a las que acudir para ese trabajo de re-formulación son dos: la experiencia mística y la práctica bondadosa. Ambas se muestran en Jesús, el hombre que llegó a decir: “El Padre y yo somos uno” (evangelio de Juan 10,30), y que aseguraba que no se trataba tanto de decir “Señor, Señor”, sino de vivir de acuerdo con la voluntad del Padre (evangelio de Mateo 7,21), que no es otra que el bien de las personas (evangelio de Juan 6,39). Una creencia que no resista la verificación de esta doble referencia no tiene argumentos para sostenerse.    

 

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com