TEOLOGÍA    

                             
                              

 

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AMOR Y CONSCIENCIA, PARA

DESCUBRIR LA UNIDAD QUE SOMOS

 

 

Ama, y haz lo que quieras”: en esta máxima resumía san Agustín el comportamiento moral del cristiano. Para el evangelio, es así: el único mandato de Jesús –“los mandamientos de mi Padre”, “lo que yo os mando”-  es el amor.

 

Y, sin embargo, los manuales, los catecismos y las predicaciones han elaborado listas interminables de mandamientos, llegando en ocasiones a una casuística que hoy nos haría sonrojar.

 

Los factores que explican ese deslizamiento son varios:

·         la necesidad de todo grupo de darse un ordenamiento jurídico;

·         la necesidad de responder a situaciones concretas de la vida cotidiana;

·         la necesidad de “tranquilizar” la conciencia –siempre es más fácil y menos exigente cumplir una lista de preceptos que, sencillamente, amar-;

·         el ejercicio del poder, por parte de la autoridad, en forma de control de las conciencias…

 

Sin embargo, frente a esos o cualesquiera otros motivos, es bueno volver a la originalidad de Jesús: “Esto os mando: que os améis unos a otros”.

 

El amor constituye una de las dos fuerzas integradoras más poderosas. La otra es la conciencia (consciencia), entendida como el conocimiento de la verdadera naturaleza de lo real.

 

Al conocer la realidad, percibimos la unidad de todo en la interrelación inseparable de las partes. Y, en ese mismo conocer, nos vemos “integrados” en la Unidad de todo lo que es: la conciencia, con la comprensión que proporciona, nos introduce y asienta en la vivencia de la unidad.

 

Dicho de un modo más claro: quien conoce la realidad en su verdadera naturaleza, no puede no amar, porque se percibe como amor, en la unidad de todo.

 

Con lo cual, las dos fuerzas que integran lo real van de la mano: el conocer nos transforma y el amor nos facilita el conocer. Venimos a descubrir que es el “amor” la fuerza que cohesiona toda la realidad: desde el átomo hasta el cosmos entero.

 

Me parece importante subrayar que el amor estable y eficaz no nace de la voluntad, sino de la comprensión de lo que somos: ama el que ha visto. Por eso, la sabiduría y la experiencia espiritual no viene medida por los conocimientos teóricos, ni por los títulos de autoridad, ni siquiera por la exigencia moral, sino por la transformación que se ha producido en la persona, particularmente en su capacidad de amar a todos. Quien no ama a todos, sigue cerrado a la dimensión espiritual, por grande que sea su religiosidad o firmes sus convicciones.

 

Por eso, me parece sabio el modo como el cuarto evangelio presenta el mandato de Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”.

 

La psicología sabe bien que el amor humano es reactivo: la capacidad de amar despierta en el niño en la medida en que es respondida su necesidad de ser amado. El hecho de sentirse amado hace que el niño se atreva y pueda salir del caparazón de su narcisismo inicial para amar y buscar el bien de los otros.

 

En el evangelio, el mandato del amor es presentado como posible a partir de la experiencia de sentirse amado. Ser amados por el Padre, sentirse amados por Jesús, abre a la capacidad de descubrir el amor como la realidad más profunda de la existencia y hace posible que se pueda permanecer en él.

 

En este sentido, resulta llamativa la insistencia de Jesús en el amor que brinda y ofrece a los suyos: “así os he amado yo…; como yo os he amado…; vosotros sois mis amigos…; no hay amor más grande que dar la vida por los amigos…”. Indudablemente, el amor que les llegó de Jesús hizo que los discípulos vieran la realidad de un modo radicalmente nuevo.

 

Lo que ocurre es que el yo es incapaz de amar. Su inevitable movimiento de autoafirmación le lleva, más o menos compulsivamente, a aferrarse a todo lo que encuentra, a través del doble mecanismo de la identificación y de la apropiación. Adquiere, de ese modo, una ilusoria sensación de existir, pero no puede dejar de ser egocéntrico. Donde hay yo, hay egocentrismo.

 

Con mayor o menor intensidad –dependiendo también de sus propias heridas y carencias afectivas-, la identificación con el yo es la fuente de todo tipo de no-amor: desde la descalificación hasta el odio; desde el insulto hasta el asesinato. Pero lo único que esa actitud pone de manifiesto es la ignorancia de quien la vive.

 

En realidad, apenas logramos tomar distancia del yo, caemos en la cuenta de que el amor no es algo que tengamos ni algo que podamos procurar. El amor es lo que somos. Y fluye y se vive… en cuanto dejamos de identificarnos con nuestro yo. Lo que entonces ocurre no es que haya nacido un “yo amoroso”, sino que el amor circula a través de él. Por eso, la comprensión de lo real, en la medida en que nos despoja de la identificación con el yo y de la apropiación de las cosas y de las personas, hace que el amor pueda vivir en nosotros. Y que nos dejemos permanecer en él: al no vivir para el yo, quien puede empezar a vivir en nosotros es el Amor.

 

¿Qué es amar? Re-conocer –caer en la cuenta, comprender- que el otro es no-diferente de mí. Es claro que no hablamos de “pensar” que eso es así, sino de haberlo experimentado. Se trata, por tanto, de una experiencia transpersonal o espiritual, a la que se puede acceder en la medida en que se da la desidentificación del propio yo: cuando “vemos” que no somos el yo que nuestra mente cree que somos.

 

Mientras estamos en un nivel de conciencia egoico, no podremos ver a los otros sino como seres separados y, en cierto modo, enfrentados. Porque en ese nivel, el modelo de cognición con el que se opera es forzosamente mental o dual (mente, yo y dualidad van siempre unidos). Dios mismo, el propio Jesús, serán percibidos de ese modo por el creyente. En ese nivel, el amor se vive como un sentimiento entre dos personas separadas, en la relación personalista yo-tú. No puede ser de otro modo.

 

Pero también esa vivencia, en la medida en que podemos “entregarnos” a ella –y no se la apropia el yo, para inflarse él mismo-, conduce progresivamente a la experiencia de una Unidad cada vez mayor, hasta el punto de desaparecer la separación (aunque no las diferencias). La vivencia del amor nos conduce, también, a la no-dualidad. Así vivido, el amor se convierte en una fuerza “ex-céntrica” que, desegocentrándonos, nos hace descubrir la Unidad que compartimos con todos.

 

La entrega a esa vivencia es designada en el cuarto evangelio como permanecer –una de sus palabras importantes: aparece 45 veces-, dejarse estar en Dios y en la experiencia de ser amados, de modo que esa experiencia vaya impregnando toda la persona, en un Silencio creciente y un proceso transformador, que conduzca a la Unidad. Ésa es la invitación que, según  el evangelio, nos transforma: “Permaneced”.

 

Lo que, en cualquier caso, parece claro es que sólo podemos vivir la Unidad que somos sin-separación, si trascendemos el modelo dual de conocer, es decir, si acallamos la mente. Es a través del silenciamiento de la mente como accedemos al nivel transpersonal. Y ahí es donde empezamos a ver: cae la aparente separación y se manifiesta la realidad no-dual que somos.

 

En los textos del evangelio, aparecen sobrados signos de que Jesús vivió en ese nivel de conciencia, en el que se percibía en unidad con todo y con todos. Su identidad no era el “yo individual” que lee la mente, sino el Yo soy ilimitado y omniabarcante. Y entonces todo queda clarificado: para quien se ha descubierto como Yo soy, todo sin excepción es Amor. Y su modo de ver la realidad y de vivir en ella aparece marcado por la alegría, la plenitud, la amistad y el dar fruto, tal como se muestra en este mismo texto.

 

 

Enrique Martínez Lozano

                  www.enriquemartinezlozano.com