EVANGELIOS Y COMENTARIOS     

                             
                              

 

                            

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Mc 10, 2-16

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Jesús es mejor que la ley

  

Seguimos en el contexto de polémica. Una vez más, son los fariseos los que hacen una pregunta a Jesús "para ponerlo a prueba". Lo que quieren saber los fariseos es si Jesús piensa como ellos en un asunto delicado y controvertido en la época, y "probarle", a ver si puede fundamentar su opinión con sólidas citas de la Escritura. Esta "prueba" les va a resultar desastrosa: Jesús piensa completamente lo contrario que ellos, y maneja la Escritura mucho mejor.

 

La doctrina de los fariseos mantenía lo que en la época (en la cultura judaica) era norma común. El marido podía repudiar a su mujer cuando quisiera, simplemente dándole un acta de repudio. Los fariseos lo fundamentaban en un texto del Deuteronomio   (Dt 24 1-3), que dice así:

 

"Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y la echa de casa, y ella sale de la casa y se casa con otro y el segundo también la aborrece, le escribe el acta de divorcio y la echa de casa, o bien muere el segundo marido, el primer marido que la despidió no podrá casarse otra vez con ella, pues está contaminada; sería una abominación ante el Señor…"

 

Es un precepto bastante extraño. En realidad no prescribe nada sobre el divorcio, sino que lo da por supuesto, y legisla acerca de la posibilidad de casarse de nuevo con la divorciada si ella vuelve a quedar libre, por otro divorcio o por muerte del segundo marido, negando esa posibilidad como "abominación", aunque nadie sabe por qué. La práctica habitual en Israel se regía por este precepto.

 

Debemos advertir que es una norma para los varones: son ellos los que tienen ese derecho, nunca las mujeres. En la práctica, el divorcio estaba mal visto, y el derecho se restringía por medio de otros preceptos, como la obligación de devolver la dote al padre de la mujer y otros más, que dificultaban la práctica. Pero en cualquier caso se trata claramente de un derecho masculino, en el que la mujer no tiene derechos respecto al marido y se considera de alguna manera "propiedad del varón", sobre la cual él sí  tiene derechos.

 

Jesús se muestra mucho más entendido que los fariseos en cuanto a referencias bíblicas sobre el tema. Les ha preguntado a los fariseos qué manda la Ley, y ellos le han respondido qué permite Moisés. Ellos se atienen a un preceptillo dudoso que representa más bien el uso común un tanto permisivo, pero Jesús se remonta a la más profunda concepción, la voluntad primitiva de Dios, expresada en el Génesis, y les cita:

 

"Hombre y mujer los creó" (Génesis 1,27), que muestra la igualdad de los dos. La mejor traducción sería "varón y hembra los creó".

 

"Por eso abandonará...y serán los dos una sola carne" (Génesis 2,24) que muestra la unidad de la pareja.

 

Cuando Jesús dice "lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre" condena una vez más la mala práctica de los fariseos y doctores de interpretar habilidosamente la Escritura sacándola de su sentido original para hacerla servir a sus intereses de escuela.

 

Es el mismo reproche que se les hace en Mateo 23

“ay de vosotros que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino y descuidáis lo más importante de la Ley, la misericordia, la justicia y la fidelidad... ay de vosotros que filtráis el mosquito y os tragáis el camello..."

 

y en el precioso párrafo de Marcos 7,8

"descuidáis el mandato de Dios para mantener la tradición de los hombres... Y así invalidáis el precepto de Dios para mantener vuestra tradición; hacéis muchas cosas de éstas".

 

Jesús por tanto sale en defensa de la mujer diciendo que el varón que la repudia "comete adulterio contra ella". Formulación muy interesante, porque subraya la ofensa del varón contra la mujer indefensa. Pero inmediatamente se afirma lo mismo en el caso contrario: es decir, se pone en pie de igualdad de obligaciones a los dos sexos, volviendo a la concepción primitiva del Génesis por encima de la interpretación abusiva del Deuteronomio.

 

Marcos no pone restricción alguna a la prohibición del divorcio. Mateo (19,1)  hace una excepción: "salvo en caso de concubinato". Parece que este es un añadido de las primeras comunidades en que se hacían cristianos algunos procedentes del paganismo y tenían varias mujeres, en cuyo caso no solamente era permitido sino obligatorio despedir a las concubinas. Así lo interpreta la Biblia del Peregrino.

 

Otros autores, (como la Biblia de Jerusalén) traducen "salvo caso de fornicación", y piensan que se muestra aquí la práctica de las primeras comunidades en que la fornicación de uno de los cónyuges llevaba consigo la separación, pero sin que se permitiera un nuevo matrimonio.

 

 

La doctrina básica que se expone en el evangelio no requiere mayor explicación. Es clara, y la iglesia la ha mantenido así a lo largo de la historia. Hagamos pues unas breves reflexiones que sugieren estos textos.

 

Antes de entrar en la materia del texto evangélico, reflexionamos sobre los textos del Génesis y del Deuteronomio. Su contenido es diferente, los preceptos son opuestos. De hecho, los fariseos se basan en el Deuteronomio y Jesús en el Génesis, para sacar consecuencias de actuación que se contradicen.

 

A partir de esto, debemos reflexionar una vez más acerca de nuestra lectura y comprensión de la Escritura, y sobre el peligro de interpretarla subjetivamente y al pie de la letra. Hay quienes se basan en la afirmación indiscriminada de que "toda la Escritura es Palabra de Dios y por tanto no contiene inexactitud ni error alguno". Esta afirmación no puede admitirse sin más, y esto queda de manifiesto cuando, como en nuestro caso, dos textos se oponen (y esto mismo se repite con alguna frecuencia).

 

Es necesario recordar que en la Escritura se consigna toda la historia de la fe y de los pecados de Israel, y toda la evolución de esa fe. Hemos llamado a la Escritura la "Crónica del descubrimiento de Dios" por parte de Israel, y en ella encontramos preceptos que muestran una fe primitiva y una moral arcaica, que, movida por la Palabra de Dios, va evolucionando hasta su plenitud en Jesús.

 

Jesús mismo citó el precepto de "amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo", incompatible con "amarás a tu enemigo". Desde la vieja ley penal del Talión hasta el setenta veces siete hay un largo camino que Israel recorre y del que deja constancia en la Escritura.

 

Por esto, una cita aislada de la Escritura no puede calificarse sin más de "Palabra infalible de Dios". Es necesario comprenderla en su contexto, y, sobre todo, comprobar si esa línea se culmina en Jesús: en Él, la Palabra de Dios que aparece en el Antiguo Testamento  llega a su plenitud, se acaban las provisionalidades y se corrigen las desviaciones.

 

En el tema del matrimonio, todo esto se aplica de una manera excepcionalmente clara.

·     Si leemos Génesis 16 (la historia de Agar) tenemos la impresión de que se está aceptando sin reticencia alguna la poligamia.

·     Si leemos Deuteronomio 24,1-3 (el texto que citan los fariseos) encontramos una interpretación machista y permisiva que se ha dado en Israel y es defendida por los doctores en tiempos de Jesús.

·     Y si leemos Génesis 1 y 2 nos encontramos con la doctrina que Jesús avala.

 

Nuestra segunda consideración llevaría a la exposición de la doctrina cristiana sobre el matrimonio, que naturalmente no vamos a exponer extensamente, pero sí en su esencia. El matrimonio cristiano funda la unión de la pareja en el amor, no en la conveniencia social, no en los intereses familiares, no en la atracción corporal.

 

El amor es más que una atracción, más que un sentimiento, y se distingue radicalmente de la conveniencia y del enamoramiento: cuando éstos han desaparecido, el amor puede seguir e incluso ser más claro y fuerte. El amor de la pareja es una de las clases de amor que existen en el ser humano: amor materno o paterno, amor filial, amor de amistad...

 

Y cuando se da, supera toda lógica y conveniencia y presenta dos características que todo el mundo reconoce, al menos como ideal: tiende a ser exclusivo y duradero: "sólo tú y para siempre". Se manifiesta en un deseo de la felicidad del otro, en sentirse bien si el otro está bien, aun cuando esto suponga sacrificio propio (o incluso deseándolo).

 

Tan singularmente humano es este "sentimiento", tan sorprendentemente humanizador, que el pueblo de Israel lo utilizó para "describir" a Dios: como un enamorado, como un novio, como un amante celoso, y aplicó a la relación Dios-Israel el más bello poema de amor, el Cantar de los Cantares, utilizado también, y de qué forma, por los místicos cristianos.

 

Culminando esta línea, Pablo en 1 Corintios 13 escribe el famoso himno al amor, el mayor y más envidiable de los carismas, y en Efesios 5,25 llega a la hermosa comparación en que el amor de hombre y mujer se presenta como imagen del amor de Dios ("como Cristo ama a su iglesia").

 

Si todas las cosas del mundo son reflejo de la divinidad, y podemos así contemplar a Dios a través de las criaturas, la mejor "encarnación" de la divinidad y el lugar donde mejor se puede contemplar a Dios es sin duda el amor, el amor de padres a hijos (Abbá) y el amor entre hombre y mujer. Toda esta línea de conocimiento de Dios a través de la contemplación del amor humano culmina sin duda en la expresión de la primera carta de Juan: "Dios es amor" (4,8).

 

Todo eso ha llevado a la iglesia a entender el matrimonio como sacramento, es decir, como manifestación de Dios, como lugar de presencia activa de Dios, como signo vivo y eficaz del amor de Dios. Tenemos la tentación de entender como sacramento la ceremonia del casamiento. Es insuficiente. Es el estado matrimonial el que es sacramento, lugar de ver a Dios, presencia del amor encarnado.

 

Considerando todas estas cosas, tan verdaderas y tan hermosas, tiene uno sin embargo la impresión de estar hablando del Paraíso, no de la vida cotidiana. Todo esto se da, se ambiciona, se admite por cualquiera como ideal indiscutible. Pero en la vida cotidiana se dan también muchas otras realidades inevitables: la pareja mal construida desde el principio, la incompatibilidad descubierta a lo largo del tiempo, la debilidad, las diferentes y difíciles fases de la vida.

 

Situaciones que nadie desea ni pone como ideales, pero que están ahí, y con más frecuencia de la que nos gustaría. En todos esos casos nos encontramos con la dificultad de que la legislación de la iglesia se ha desarrollado dando por supuesto que se va a realizar en la pareja el ideal del amor. Sin embargo, nos damos también cuenta de que, cuando ese ideal fracasa, deben existir caminos, soluciones para que sea posible la vida humana y cristiana de los que se encuentran en esa situación.

 

En un mundo en el que, cada vez más, la sexualidad sustituye al amor en vez de expresarlo, y en el que las parejas tienden a constituirse más bien por intereses o deseos ocasionales, la iglesia mantiene el ideal de la pareja por amor como una de las mayores y más positivas y humanizadoras manifestaciones del ser humano llevado más allá de cualquier comportamiento animal, egoísta o mezquino. Pero también siente, hoy más que nunca, que no se puede hacer del ideal una exigencia exclusiva y que debe ser posible una situación ante Dios y en la Iglesia cuando lo ideal no ha sido de hecho realizable.

 

 

Los hombres ponemos leyes, dictamos preceptos, y está bien, es necesario. Pero Jesús  sabe que la ley sin espíritu es opresión. Para orar sobre esto deberíamos hoy leer el capítulo 8 del evangelio de Juan (v. 1-11)

 

Presentan a Jesús una mujer “sorprendida en adulterio”. La ley manda que esas mujeres sean lapidadas. Le preguntan a Jesús qué dice de esto.

 

Y Jesús opta claramente: salvar a la persona, aunque esto signifique “salvarla de la Ley”.

 

Debemos pensar seriamente si no es éste uno de los problemas de nuestra Iglesia, si no estamos llegando a un punto de ruptura entre el Espíritu y la Ley.

 

Pero sería escurrir el bulto pensar en este problema como si no fuera un problema interior de cada uno. Si nos consideramos “justificados por el cumplimiento de la Ley” o más bien “movidos por el Espíritu de Jesús”. En nuestro interior, no complaciéndonos en los problemas de otros.

 

José Enrique Galarreta