EVANGELIOS Y COMENTARIOS
ALGUNAS CLAVES DE
LA ESPIRITUALIDAD DE JESÚS
para leer primera parte
3. Acoger la bondad de Dios
Para adentrarnos más en la espiritualidad de Jesús, hemos de ahondar en su experiencia de Dios. Sólo señalaré tres rasgos básicos.
Jesús vive seducido por la bondad de Dios. Dios es bueno. Jesús capta su misterio insondable como un misterio de bondad. No necesita apoyarse en ningún texto de las escrituras sagradas. Para él es un dato primordial e indiscutible que se impone por sí mismo.
Dios es una Presencia buena que bendice la vida. La solicitud amorosa del Padre es casi siempre misteriosa y velada, pero está siempre presente envolviendo la existencia de toda criatura. Jesús lo percibe alimentando los pájaros del cielo y cuidando los lirios del campo. Esta experiencia es decisiva.
Lo que define a Dios no es su poder, como entre las divinidades paganas del imperio; tampoco su sabiduría como en algunas corrientes filosóficas de Grecia. La realidad insondable de Dios, lo que no podemos pensar ni imaginar de su misterio, Jesús lo capta como bondad y compasión. Dios es bueno con todos sus hijos e hijas. Lo importante para él son las personas; mucho más que los sacrificios del templo o el cumplimiento del sábado. Dios sólo quiere su bien. Nada ha de ser utilizado contra las personas y, menos aún, la religión.
Este Padre bueno es un Dios cercano. Su bondad lo envuelve todo, está ya irrumpiendo en la vida bajo forma de misericordia. Jesús vive esta cercanía de Dios con asombrosa sencillez y espontaneidad. En nombre de este Dios bendice a los niños, cura a los enfermos, acoge a los pecadores y ofrece gratis su perdón.
Todo esto es pequeño e insignificante, como un grano de trigo sembrado bajo tierra, que pasa desapercibido pero que pronto se manifestará en espléndida cosecha. Así es la bondad de Dios: ahora está escondida bajo la realidad compleja de la vida, pero un día acabará triunfando sobre el mal. Hoy todo está entremezclado, todo está en camino, inacabado. La bondad de Dios sólo reina donde sus hijos e hijas la acogen y comunican, pero un día se manifestará en toda su plenitud.
Para Jesús, todo esto no es teoría. Dios es cercano y accesible para todos. Cualquiera puede tener con él una relación directa e inmediata desde lo secreto de su corazón. Él habla a cada uno sin pronunciar palabras humanas. Él atrae a todos hacia lo bueno. Hasta los más pequeños pueden descubrir su misterio.
No son necesarias mediaciones rituales ni liturgias complicadas como las del templo para encontrarse con él. Dios no está atado a ningún templo ni lugar sagrado. No es propiedad de los sacerdotes de Jerusalén ni de los maestros de la ley. Desde cualquier lugar es posible elevar los ojos al Padre del cielo. Jesús invita a vivir confiando en el misterio de un Dios bueno y cercano: «Cuando oréis, decid: ¡Padre!».
Este Dios cercano busca a las personas allí donde están, incluso aunque se encuentren «perdidas», lejos de la Alianza de Dios. Nadie es insignificante para él. A nadie da por perdido. Nadie vive olvidado por este Dios. Él es de todos, «hace salir su sol sobre buenos y malos. Manda la lluvia sobre justos e injustos». El sol y la lluvia son de todos. Nadie puede apropiarse de ellos. No tienen dueño. Dios los ofrece a todos como un regalo, rompiendo nuestra tendencia moralista a discriminar a quienes nos parecen malos. Dios no es propiedad de los buenos; su amor está abierto también a los malos.
Esta fe de Jesús en la bondad universal de Dios no dejaba de sorprender. Durante siglos se había escuchado algo muy diferente en aquel pueblo. Se habla con frecuencia del amor y la ternura de Dios, pero es un amor que hay que merecerlo.
Así dice un conocido salmo: «Como un padre siente ternura hacia sus hijos, así siente el Señor ternura», pero ¿hacia quiénes? Sólo hacia «aquellos que le temen» (Salmo 103,3). Jesús impulsa una espiritualidad que supera el espíritu de no pocos salmos, pues está alimentada por la fe en un Dios bueno con todos.
Muchas veces habló Jesús de Dios como Padre bueno, pero nunca lo hizo con la maestría seductora con que describe en una parábola a un padre acogiendo a su hijo perdido. Dios, el Padre bueno, no es como un patriarca autoritario, preocupado sólo de su honor, controlador implacable de su familia. Es como un padre cercano que no piensa en su herencia, respeta las decisiones de sus hijos y les permite seguir libremente su camino. A este Dios siempre se puede volver sin temor alguno.
Cuando el padre ve llegar a su hijo hambriento y humillado, corre a su encuentro, lo abraza y besa efusivamente como una madre, y grita a todo el mundo su alegría. Interrumpe la confesión del hijo para ahorrarle más humillaciones; no necesita que haga nada para acogerlo tal como es. No le impone castigo alguno; no le plantea ninguna condición para aceptarlo de nuevo en casa; no le exige un ritual de purificación. No parece sentir necesidad de expresarle su perdón; sencillamente, lo ama desde siempre y sólo busca su felicidad. Le regala la dignidad de hijo: el anillo de casa y el mejor vestido. Ofrece al pueblo fiesta, banquete, música y baile. El hijo ha de conocer junto al padre la fiesta buena de la vida, no la diversión falsa que ha vivido entre prostitutas paganas.
Éste no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que hace pagar a cada uno su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Éste es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o autodegradarnos en su presencia. Al hijo no se le exige nada. Sólo creer en el Padre.
Cuando Dios es captado como poder absoluto que gobierna y se impone por la fuerza de su ley, emerge una espiritualidad regida por el rigor, los méritos y los castigos. Cuando Dios es experimentado como bueno, cercano y compasivo con todos, nace una espiritualidad fundada en la confianza, el gozo y la acción de gracias. Dios no aterra por su poder y su grandeza, seduce por su bondad y cercanía. Lo decía Jesús de mil maneras a los enfermos, desgraciados, indeseables y pecadores: Dios es para los que tienen necesidad de que sea bueno.
4. Vivir animados por el Espíritu de Dios
En el Jordán, Jesús no vive sólo la experiencia de ser hijo querido por Dios. Al mismo tiempo, se siente lleno de su Espíritu. Según el relato, del cielo abierto, «el Espíritu desciende sobre él». El Espíritu de Dios, que crea y sostiene la vida, que cura y da aliento a todo viviente, que lo renueva y transforma todo, viene a llenar a Jesús de su fuerza vivificadora.
Jesús lo experimenta como Espíritu de gracia y de vida. Se siente lleno del Espíritu del Padre, no para condenar y destruir, sino para curar, liberar de «espíritus malignos» y dar vida. Toda la espiritualidad de Jesús está orientada a introducir vida en el mundo. El Espíritu de Dios lo conduce a curar, liberar, potenciar y mejorar la vida. El evangelio de Juan lo resume poniendo en boca de Jesús estas palabras inolvidables: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Este rasgo es decisivo para captar la espiritualidad de Jesús.
El Espíritu que Jesús lleva dentro le hace vivir a Dios como un Dios del cambio. Dios es una poderosa fuerza de transformación. Su presencia es siempre estimulante, incitadora, provocativa, interpeladora: atrae hacia la conversión. Dios no es una fuerza conservadora, sino una llamada al cambio: «El reino de Dios está cerca; cambiad de manera de pensar y de actuar, y creed en esta buena noticia» (Mc 1, 15).
Cuando se le acoge a Dios, ya no es posible permanecer pasivos. Dios tiene un gran proyecto. Hay que construir una tierra nueva, tal como la quiere él. Hemos de orientarlo todo hacia una vida más humana, empezando por aquellos para los que la vida no es vida. A los que lloran, Dios los quiere ver riendo y a los que tienen hambre los quiere ver comiendo. Quiere que las cosas cambien para que todos puedan vivir mejor. Vivir la espiritualidad de Jesús es vivir cambiando la vida, haciéndola mejor y más humana, como la quiere Dios.
Si algo desea el ser humano es vivir y vivir bien. No sólo después de la muerte, sino también ahora. Y si algo busca Dios es que ese deseo se haga realidad. Cuanto mejor viva la gente, mejor se realiza el reino de Dios. A Dios no le interesa solo la salvación eterna. Le interesa el bienestar, la salud de las personas, la convivencia, la paz, la familia, el disfrute diario de la vida.
Y, cuando todo esto es impedido por el mal, fracasa por nuestro pecado o queda a medias, interrumpido por la muerte, Dios sigue buscando el cumplimiento pleno de sus hijos e hijas en la vida eterna. Así dice Dios en el libro del Apocalípsis: «Al que tenga sed, yo le daré a beber gratis de la fuente del agua de la vida». ¡Gratis! Sin merecerlo. Así saciará Dios nuestro anhelo de vida. Vivir la espiritualidad de Jesús es vivir buscando siempre lo que lleva a las personas a saciar su anhelo de vida verdadera.
Este Dios que quiere la vida, está siempre del lado de las personas y en contra del mal, el sufrimiento y la muerte. Jesús vive a Dios como una fuerza que sólo quiere el bien, que se opone a todo lo que hace daño al ser humano y que, por lo tanto, quiere liberar la vida del mal. Así lo experimenta y así lo comunica Jesús a través de toda su vida.
Por eso, Jesús no hace sino luchar contra los ídolos que se oponen a este Dios de la vida y son divinidades de muerte. Ídolos como el Dinero o el Poder, que deshumanizan a quien les rinde culto, y que exigen víctimas para subsistir. La defensa de la vida le lleva directamente a denunciar y luchar contra lo que trae muerte y deshumanización: «No podéis servir a Dios y al Dinero». «Dad al César lo que es del César, pero a Dios lo que es de Dios». Vivir la espiritualidad de Jesús es vivir luchando de manera concreta contra ídolos, poderes, sistemas, estructuras o movimientos que hacen daño, deshumanizan el mundo e introducen muerte.
Jesús vive a Dios como fuerza curadora. A Dios le interesa la salud de sus hijos e hijas. Se opone a todo lo que disminuye o destruye la integridad de las personas. Movido por su Espíritu, Jesús se dedica a curar.
El sufrimiento, la enfermedad o la desgracia no son expresión de la voluntad de Dios. No son castigos, pruebas o purificaciones que Dios va enviando a sus hijos. Es impensable encontrar en Jesús un lenguaje de esta naturaleza o una espiritualidad alimentada de esta manera de ver las cosas.
Cuando se acerca a los enfermos, no es para ofrecerles una visión piadosa de su desgracia, sino para potenciar su vida. Aquellos ciegos, sordos, cojos, leprosos o poseídos pertenecen al mundo de los que no pueden disfrutar la vida como los demás. Jesús se acerca a ellos para despertar su fe y para lograr en la medida de lo posible su curación. Jesús los quiere ver caminar, hablar, ver, sentir, ser dueños de su mente y de su corazón.
Estos cuerpos curados contienen un mensaje para todos: «Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que está llegando a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28).
Cuando el Espíritu de Dios está vivo y operante en una persona, esa persona vive de alguna manera curando a los demás del mal que los puede esclavizar. Éste fue el recuerdo que quedó de Jesús: «Ungido por Dios con el Espíritu Santo y con poder, pasó la vida haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hechos 10,38).
Vivir la espiritualidad de Jesús, impregnados como él por el Espíritu del Dios de la vida, es pasar la vida «haciendo el bien», curando a los oprimidos, deprimidos o reprimidos. Quien vive del Espíritu de Jesús es curador.
Impulsado por el Espíritu de Dios, Jesús vive defendiendo a los pobres. La liturgia romana ha captado bien este rasgo esencial del Espíritu Santo cuando en un himno se le llama «pater pauperum» (defensor de los pobres). Dios es de los pequeños e indefensos, de los frágiles y desvalidos. Por eso, Jesús felicita a los pobres, bendice a los niños e impone sus manos sobre los enfermos. Son gestos que expresan su deseo de envolver a los indefensos con la fuerza protectora del Espíritu de Dios.
Ese Espíritu conduce a Jesús a solidarizarse con los últimos, nunca con los intereses de los primeros. Los poderosos están creando una barrera cada vez mayor entre ellos y los débiles: son el gran obstáculo que impide una convivencia más justa y digna en el mundo. La riqueza de los poderosos no es signo de la bendición de Dios, pues está creciendo a costa del sufrimiento y de la muerte de los más débiles. Toda la vida de Jesús se convierte en un grito: «Los últimos serán los primeros». Quien vive la espiritualidad de Jesús termina alineándose con los débiles y defendiendo a los indefensos. De alguna manera, su espiritualidad lo conduce a vivir sugiriendo, susurrando o gritando que para Dios, «los últimos son los primeros».
El Espíritu de Dios conduce a Jesús a acoger a los excluidos. No puede ser de otra manera. Su experiencia de Dios es la de un Padre que tiene en su corazón un proyecto integrador donde no haya privilegiados que desprecian a indeseables, santos que condenan a pecadores, puros que se separan de impuros, varones que someten a mujeres, fuertes que abusan de débiles, adultos que dominan a niños.
Dios no bendice la exclusión ni la discriminación, sino la igualdad y la comunión fraterna y solidaria. Dios no separa ni excomulga, sino que abraza y acoge. Por eso, Jesús acoge a las mujeres, se acerca a los impuros, toca a los leprosos y promueve una «mesa abierta» a pecadores, indeseables y excluidos, como símbolo de la comunidad fraterna que quiere Dios.
La espiritualidad de Jesús es una espiritualidad de comunión, no de separación y exclusión. Quien vive de su Espíritu crea igualdad, fraternidad, acogida, apertura. Es un error construir la comunión excomulgando a los indignos. No responde al Espíritu de Jesús.
Lleno de Espíritu de Dios, Jesús se atreve a desenmascarar los mecanismos de una religión y de una espiritualidad que no estén al servicio de la vida. Cuando una religión hace daño, no promueve la vida y hunde a las personas en la desesperanza, queda vacía de autoridad, pues no proviene del Dios de la vida.
No hay leyes de Dios intangibles si de hecho hieren a las personas ya de suyo tan vulnerables. La actuación de Jesús es firme y clara respecto a la ley sagrada del sábado: no se puede dejar a alguien sin curar, porque así lo pide la supuesta observancia del culto. Para el Dios de la vida, ¿no será precisamente el sábado el mejor día para restaurar la salud y liberar del sufrimiento?
La posición de Jesús quedó grabada para siempre en una sentencia suya inolvidable: «Dios creó el sábado por amor al hombre y no al hombre por amor al sábado» (Mc 2,27).
Movido por este Dios de la vida, Jesús se acerca a los olvidados por la religión. Su verdadera voluntad no puede quedar acaparada por una casta de piadosos o por una clase sacerdotal de controladores de la religión. Dios no da a nadie poder religioso sobre los demás, sino fuerza y autoridad para hacer el bien.
Con ese Espíritu actúa siempre Jesús: no con poder autoritaro e imposición, sino con fuerza curadora. Jesús libera de miedos generados por la religión, no los introduce; hace crecer la libertad, no las servidumbres; atrae hacia el amor de Dios, no hacia la ley; despierta el amor, no el resentimiento. Quien vive de su Espíritu, sigue sus pasos.
Resumiendo, éstas pueden ser algunas de las claves de la espiritualidad de Jesús, que nos pueden ayudar a dar pasos hacia una espiritualidad más viva y auténtica para nuestros tiempos.
1. Una espiritualidad que arranca de la experiencia de Dios como Padre y enraíza al creyente en una doble actitud ante Dios. Confianza total en Dios en unos tiempos de crisis de fe, incertidumbre socio-cultural y futuro incierto. Docilidad incondicional a Dios en tiempos de relativismo religioso, inconsistencia moral y crisis de valores.
2. Una espiritualidad alimentada y sostenida por la experiencia de la bondad, la cercanía y el amor incondicional de Dios a todos. Una espiritualidad que, en nuestros tiempos, haga a Dios más creíble, más amable, más cercano, más de todos: creyentes, poco creyentes, menos creyentes, no creyentes. Como decía el teólogo suizo Von Baltasar, «sólo el amor es digno de fe».
3. Una espiritualidad animada por el Dios de la vida. Una espiritualidad no de conservación, sino de cambio, conversión y trasformación. Una espiritualidad al servicio de una vida más digna y dichosa para todos, que nos posiciona siempre contra el mal, el sufrimiento y la muerte. Una espiritualidad que nos haga vivir haciendo el bien y curando a las personas de la opresión y la depresión de nuestro tiempo. Una espiritualidad defensora de los últimos, que impulsa la acogida, la igualdad y la comunión en la Iglesia y en el mundo, que libera a la religión de su posible poder de esclavizar y hacer daño.
4. Una espiritualidad que nos pone mirando al proyecto de Dios sobre la Humanidad y nos hace vivir buscando en esta sociedad de nuestros días el reino de Dios y su justicia.
José Antonio Pagola Elorza