EVANGELIOS Y COMENTARIOS   

                             
                              

 

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Juan 8, 2-11

 

 

Un tropel de hombres y mujeres chillaban rodeando la casa de Cirilo, en el barrio de los aguadores de Jerusalén. Las piedras zumbaban contra la puerta y las maldiciones se oían en todo el Ofel.

Vecino - ¡Ahora las vas a pagar todas juntas!

Vecina - ¡Sabemos que están ahí los dos, sinvergüenzas!

Por una brecha del patio, como un ratón que sale de los escombros, un hombre medio desnudo saltó y echó a correr calle abajo.

Marido - ¡Déjenlo a él, de ése ya me encargaré otro día! ¡Pero a la Juana es a la que quiero ajustarle cuentas!

Vecino - ¡Sáquenla de ahí, vamos, no perdamos tiempo!

Marido - ¡Así te quería agarrar, so asquerosa! ¡Te juro por mi cabeza que hoy será el último día de tu vida!

Vecino - ¡A la muerte con ella, es adúltera! ¡Hay que matarla!

Vecina - ¡Debe morir, debe morir!

Dos hombres se abalanzaron sobre la mujer, la agarraron por los pelos y la arrastraron fuera de la casa.

Marido -¡Vecinos: esta mujer me engañó con otro! ¡Ayúdenme ustedes a borrar la infamia que ha ensuciado mi apellido!

Vecina - ¡A la muerte con ella! ¡A la muerte con ella!

Los dos hombres alzaron a la mujer por los brazos y la arrastraron pataleando. Se encaminaron hacia el barranco de la Gehenna, que queda al sur de la ciudad donde eran apedreadas las mujeres que habían sido descubiertas en delito de adulterio.

Vecino - ¡Pero miren quién está aquí! ¡El profeta de Galilea!

Jesús y nosotros estábamos conversando cerca del Templo, cuando vimos acercarse, en medio de una polvareda, aquel tumulto de gente enfurecida.


Vecino - ¡Eh, tú, profeta, ven con nosotros a cumplir la ley de Moisés! ¡La mancha del adulterio sólo se limpia con piedras!

Los dos hombres que arrastraban a la mujer, se abrieron paso y la dejaron caer en medio de todos, boca abajo, con las rodillas sangrando y el cuerpo lleno de salivazos y magullones. Uno de ellos, con un gesto de desprecio, le puso el pie derecho sobre la cara apretándosela contra las piedras del suelo.

Jesús - ¿Dónde está el marido de esta mujer?

Marido - ¡Aquí estoy! Yo “era” el marido de esta tipeja. Ya la he repudiado. ¿Qué quieres tú?

Jesús - Quiero saber lo que ha pasado. ¿Te había engañado otras veces?

Marido - Claro que sí. Ella lo negaba, pero dicen que más pronto descubren al mentiroso que al cojo.

Jesús - Y dime, ¿cuántas veces crees que te ha engañado?

Marido - ¿Cuántas? ¡Y qué sé yo! Tres, cuatro, cinco veces… ¡Ésta es peor que una perra en celo!

Entonces Jesús se agachó y escribió con el dedo en la tierra tres, cuatro, cinco rayitas...

Jesús - ¿Qué más tienes contra ella?

Marido - ¿Que qué mas tengo contra ella? ¡Ja! ¿No te basta con esta desvergüenza a plena luz del día? ¿Quieres juntar más carbones sobre su cabeza? Que voy a visitar a una comadre, que voy a llevarle un remedio... ¡Puah! ¡Y la comadre enferma era el aguador Cirilo y un carnicero de la otra esquina que cuando lo vea lo voy a tasajear con su mismo cuchillo de cortar carne!

Vieja - ¡Y cómo viste la «niña», con toda la pechuga afuera! ¡Descarada!

Jesús, en cuclillas, iba haciendo rayas con el dedo a cada una de las acusaciones que lanzaban contra la mujer...

Marido - Ya está bien de palabrerías. ¿Tú qué dices, profeta de Galilea?

Jesús - Yo digo que me den una piedra...

Todos - ¡Muy bien, duro con ella!

Un viejo de mirada maliciosa se inclinó, tomó una piedra del suelo y se la dio a Jesús.

Jesús tenía en su mano la piedra y la sopesaba mirando a la mujer que seguía tendida boca abajo, en mitad de la calle.

Jesús - Lo siento, paisanos, pero yo no voy a tirarle la piedra. Si alguno de ustedes se considera limpio de pecado, que venga y se la tire.

Entonces otro viejo, de vientre abultado, se acercó a Jesús.

Viejo - Dame la piedra. Yo se la tiraré. Hay que cumplir la ley de Moisés. Y la ley condena el adulterio.

Jesús - Ojalá no te rebote en la frente, como a Goliat.

Viejo - ¿Qué quieres decirme con eso?

Jesús - Escucha… Así, entre nosotros, en confianza, ¿a cuánto interés prestas tu dinero: al diez, al veinte... quizás al cuarenta? Eso también está condenado en la ley de Moisés, ¿verdad, amigo?

Jesús clavó su mirada como un cuchillo en los ojos de aquel viejo gordo que ya levantaba su mano para arrojar la piedra sobre el cuerpo desnudo de la mujer.

Jesús - Está prohibido estrangular a los desgraciados que no pueden pagarte los préstamos a tiempo, ¿verdad, amigo?

La piedra resbaló de la mano del viejo que dio media vuelta y se escabulló entre la gente.

Vecina - ¿Qué le pasó a ése? ¿También se echó para atrás?

Jesús se volvió de nuevo a los vecinos, que esperaban impacientes.

Jesús - ¿Quién quiere tirarle la primera piedra a esta mujer? ¿tú? Por la cara debes ser abogado o juez. Juez de los que juzgan en el Gran Consejo. Y dime, amigo, ¿cuántos denarios te ponen bajo el asiento para que digas que el terrateniente tiene la razón y la viuda es la culpable? ¿Quieres tirar tú la primera piedra…? Y tú... tus manos son de médico. Vamos, toma la piedra, tírasela tú. No importa, si esta mujer vive en el Ofel... Tú nunca vas por esas barracas de adobe, ¿verdad? Todos tus clientes son del barrio alto porque ellos sí te pueden pagar, claro…

Vecino - ¡Basta ya de tonterías! Esta mujer es una pecadora. Tú mismo anotaste sus delitos con esas rayas en la tierra. ¡Y mira cuántas hay!

Jesús - ¿Y por qué te fijas tanto en todas estas pajitas en el ojo de ella y no ves el tronco que hay en tu propio ojo?

Vecino - ¡Pajitas! ¡Esta mujer ha cometido el más grande de los pecados, el adulterio!

Jesús - Mayor adulterio es ver a los sacerdotes del Templo coqueteando con los gobernantes que oprimen al pueblo, y nadie les tira piedras. Mayor adulterio es ver a los servidores de Dios sirviendo a Mamón, el dios del dinero, y nadie levanta el dedo contra ellos. ¡Hipócritas! Escóndanse en las cuevas de los montes porque el Dios de Israel está al llegar y les va a echar mano y los dejará en cueros igual que ustedes hicieron con esta mujer. Porque con la medida con que midieron a los demás, con esa misma los medirán a ustedes.

Jesús se agachó y no dijo una palabra más. Con la mano extendida alisó la tierra donde había ido marcando las acusaciones contra aquella mujer sorprendida en adulterio.

Pedro - ¡Caramba, Jesús, los dejaste sin resuello!

Jesús - Es que parece, Pedro, que el único pecado que existe para ellos es acostarse con una mujer. Y los grandes camellos, los grandes abusos contra los pobres, les pasan por delante y ni se enteran.

Pedro se inclinó sobre la mujer que seguía tirada en la calle…

Pedro - De buena te libraste tú, ¿eh? ¿Cómo te llamas?

Juana - Juana... pero yo... yo...

Jesús - Vamos, no llores. Ya todo pasó. Tápate con este manto, anda. Cálmate, mujer. Nadie te va a hacer nada. Abre los ojos, mira… ¿Dónde están los que te acusaban? Ninguno te condenó. Y Dios tampoco te condena ni te tira ninguna piedra. Fíjate, todo está borrado ya. Todo.

Pedro y Jesús levantaron a Juana del suelo y la acompañaron de vuelta a su casa.


Capítulo 76 de “Un tal Jesús”: La primera piedra.

José Ignacio y María López Vigil.

 

 

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