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Cuando los árboles en otoño lloran sus lágrimas amarillas y ocres,

no están tristes. Todo lo contrario.

Lloran de alegría por haber dado su fruto

y sumergirse de nuevo en la tierra madre.

Lloran la emoción de buscar nuevos néctares y colores en su interior.

Lloran la pasión de acrecer la firmeza de sus raíces y su tallo

sin rendirse a los rigores exteriores.

Sus ramas se desprenden de lo pasajero y estacional

para alzarse desnudas al cielo en silenciosa e íntima oración.

Así permanecerán durante todo el invierno

esperando nuevos frutos destilados en el silencio, la paz

y la humildad de su activa corriente interior.

Una vez más la madre naturaleza nos muestra el camino.

 

 

Rosa Mª Martínez del Agua