Psicoanálisis del cristianismo
Este es el título de un libro extraordinario que sólo
podía escribir un fino psicoanalista con muchos años de
experiencia terapéutica y un cristiano que lleva también
muchos investigando desde dentro en lo más profundo de
la vivencia cristiana. Y el libro está al alcance de
todos, en cuatro idiomas, en la página
www.tevere.org.
El autor,
Luigi de Paoli
es quien nos lo presenta, haciendo para ATRIO este
resumen
de cada uno de los seis capítulos y acabando con unas
Perspectivas
que nos lanzan a seguir buscando en lo profundo cada uno
de nosotros para vivir, con o sin Jesús, una
espiritualidad madura y liberadora… Gracias, Luigi.
Redacción de Atrio, 01-Junio-2010
Resumiendo…
Capítulo I
El Cristianismo nace
siguiendo la huellas
de un hombre, Jesús de Nazaret, que ha
adquirido un puesto de relieve en la conciencia
universal por haber sacado a Dios del Templo y de la
casta sacerdotal y haberlo trasplantado en el corazón de
la humanidad (Emanuel=Dios
está con nosotros, en medio de los hombres).
Lleno de amor y confianza en Yahvé y de pasión profética
por los indefensos, critica la cultura de una sociedad
que idolatra al emperador y anuncia junto con su grupo
de compañeros y compañeras “sin domicilio fijo” que es
posible construir un “mundo no-idolátrico” (Reino
de Dios).
Se
identifica con la
levadura
que hace crecer la pasta de la comunidad humana a través
de la acción imperceptible de los
puros de corazón, de
los niños, de los humildes, de los que sufren
persecución y trabajan por la paz.
Avanza hacia las fronteras extremas del dolor y de la
bienaventuranza, reconociendo sus pulsiones
(“tentaciones”) hacia el dominio omnipotente y el
provecho individual, las mismas que afligen la condición
humana.
Enseña que la plena humanización no está exenta de
contrastes y obstáculos y que la “religión verdadera”
consiste en hacerse cargo de los que viven en la
indigencia para que en ellos nazca la fe que “otro
mundo es posible”, y que hasta el hambre
puede ser vencido si los más generosos comparten sus “cinco
panes y dos peces”.
Dirige su oración al Padre
“nuestro”,
no “mío”.
Consciente de sus límites, le pide que “perdone
los pecados y libere de las tentaciones” a
todas las criaturas, incluyéndose él mismo. Por haber
osado revelar que en la religión se mimetizan
respetables hipócritas y ambiguos compromisos con el
imperio, es crucificado como subversivo.
Capítulo II
Las raíces hebraicas del Nazareno son progresivamente
abandonadas, así como su modo de hablar, popular y rico
en metáforas. Algunos Apóstoles y Evangelistas pasan por
alto las curaciones, los exorcismos y las
bienaventuranzas.
El martirio es objeto de diferentes interpretaciones: en
un primer momento el Nazareno es un “chivo expiatorio”
de la violencia de las autoridades judías y romanas,
luego es una
“víctima” requerida por el Padre con el fin
de erradicar el
pecado del mundo.
Si al principio es
“un hombre acreditado
por Dios”, después es considerado un “privilegiado
por encima de todos los seres, es el Alfa y el Omega”.
Las comunidades de los dos primeros siglos se mantienen
fieles a la estructura fraternal y alternativa de los
orígenes, aun a costa del martirio, al mismo tiempo que
comienza una doble mutación del Nazareno: la de la
idealización,
que tiene lugar paralelamente a la de la
castración.
Jesús es elevado a la categoría de
Hijo de Dios, Señor
del Cielo, Redentor, Mesías, pero también se
le rebaja a la de
Cordero de Dios, Hijo
obediente, enviado del Padre. Es eternizado
y divinizado hasta el punto de que queda casi oscurecido
el objetivo histórico por el cual ha entregado su vida:
“llevar a los
pobres la buena noticia de la salvación, anunciar la
libertad a los presos, dar la vista a los ciegos,
liberar los oprimidos” y perdonar a sus
verdugos.
Capítulo
III
La persecución que sufren los cristianos durante tres
siglos cambia radicalmente con Constantino, quien les
concede completa libertad de culto (313 d.C.) a cambio
de usar la Cruz como símbolo de autoafirmación política
y triunfo sobre sus rivales.
Los obispos, una vez integrados en el sistema imperial
con considerables ventajas sociales y patrimoniales,
delegan en Constantino (pagano) la convocatoria del
primer Concilio ecuménico para la resolución de
conflictos teológicos (Nicea, 325).
Uno de sus sucesores, Teodosio, proclama el Cristianismo
religión del Imperio y
delito contra el
Estado la desobediencia al dogma.
La confusión de roles y de identidad desvirtúa tanto al
Estado, que llega a ser una fuente oficial de la
doctrina y de la disciplina cristianas, como a la
Iglesia, que acepta privilegios y responsabilidades
desconocidas en el pasado.
La degeneración eclesiástica es tan evidente que
importantes Padres de la Iglesia la denuncian. El
“desorden narcisista”
que representa Constantino con su
grandiosidad, deseo de triunfo, y agresividad criminal,
contagia a la Iglesia que de “perseguida” pasa a ser
“perseguidora”.
Capítulo IV
La conversión forzosa, la defensa de la guerra “justa” y
las vejaciones contra los judíos y paganos penetran en
el tejido eclesiástico, sobre todo con la legitimación
teológica de Agustín (siglos IV y V).
Influenciado por la cultura maniquea y experiencias
familiares de dominio y sumisión, éste enseña que la
condición humana está marcada por vínculos asimétricos
de superioridad e inferioridad entre alma y cuerpo,
hombre y mujer, vírgenes y casados, bautizados y no
bautizados, los pocos predestinados al paraíso y los
muchos al infierno, entre la ciudad terrena orientada al
mal y la ciudad de Dios (la Iglesia) encaminada al bien.
Cargando con el peso de un “pecado original” que se
transmite mediante el acto sexual de los progenitores,
todo cristiano aprende que Dios le culpa de
un pecado que no ha cometido, y que puede librarse sólo
parcialmente de este pecado a través del bautismo, o
bien mediante una ascesis auto-denigratoria
(masoquista), o bien persiguiendo a paganos y herejes,
con el fin de experimentar el placer (sádico) de ser un
“cruzado” del bien contra el mal.
Capítulo V
A medida que el interés por la historia y la vivencia
del Nazareno se enfría, las Iglesias, especialmente la
Católica, tienden –sin saberlo– a modelarse según las
dos naturalezas que le han sido asignadas. La “divina”
está representada por la “Jerarquía
sagrada, que habla y actúa como si fuera
Dios. La “humana”
está constituida por la masa de los “feligreses
profanos” que tienen el papel de “siervos
obedientes”, cuya tarea es secundar la
voluntad de los “pastores”. Si el Nazareno decía “levántate
y camina”, éstos ordenan:
“¡siéntate y calla!”.
Avalando la doble imagen de Dios –por un lado
liberador, salvador y
redentor y por otro lado
dominador y vengador
injusto– los cristianos quedan atrapados en
una “encarnación
contradictoria”.
Personifican la caridad frente a los miserables, la
compasión frente a los débiles, el amor al extranjero,
pero al mismo tiempo exhiben una superioridad ética y
apoyan sistemas que idolatran el dinero, defienden la
ley del más fuerte e incrementan las desigualdades.
El “Yo
eclesiástico” (de todas las Iglesias
cristianas) no tiene recursos suficientes para poner
freno al desorden
narcisista, al no haber interiorizado
plenamente al “Yo
fuerte” del Jesús histórico, madurado en una
comunidad cálidamente afectuosa, a partir de la familia.
La consecuencia es que en lugar de un
Cuerpo místico
hay un “cuerpo fragmentado” en miles de Iglesias,
incapaces de orar juntas y de
liberar a los pobres
y a los marginados.
Capítulo VI
Una representación de la mutación del Cristianismo se
encuentra en la celebración de la liturgia fundamental,
la Eucaristía, que deja de ser una
Cena
entre amigos y amigas para revivir la
Liberación
a través del recuerdo del Éxodo y de Jesús
Resucitado. Retrocede al antiguo rito del
sacrificio
en un templo sagrado, donde en lugar del animal está
Jesús, el Cordero
que quita los pecados del mundo y su
auto-inmolación.
La estructura sacrificial está bien representada por la
escisión de la asamblea: por un lado está el
“celebrante-sacrificante”, ubicado detrás de un altar o
sentado en un trono, dotado de poder y de palabra; por
otro lado están los “fieles sacrificados”, entrenados
para obedecer a señales convencionales del ministro
consagrado, que les exige el
sacrificio
de evitar toda forma de diálogo, saludo, abrazo y
confesión recíproca.
Ello es la confirmación de que el Cristianismo no es
una comunidad-cuerpo, cuyas partes se ayudan
mutuamente y cariñosamente, sino una “masa” sin
relaciones verbales o afectivas, dividida
artificialmente entre “pastores” y “ovejas”.
Perspectivas
Dando por sentado que el Cristianismo ha representado en
el curso de la historia una fuerza amorosa y creadora de
instituciones y obras que han enriquecido a la
humanidad, parece igualmente incuestionable que está
marcado no tanto por inevitables faltas personales, como
por una “malformación genética”, que comienza
desde las primeras comunidades que atribuyen a Jesús la
misma estructura bipolar del Imperio Romano.
Con el fin de elevar al Nazareno por encima de todo ser
humano, los discípulos injertan –por decirlo de una
manera biológica– en su ADN la “doble
hélice”del Imperio. En la estructura del ADN
imperial, una hélice es la del Emperador, venerado como
“Hijo de Dios y
Salvador”, que exige
sacrificios;
la otra es la del pueblo,
“siervo y víctima”,
que debe
sacrificarse.
Una vez que la
doble hélice imperial se le transfiere a
Jesús, es lógico que éste se convierta en
“Hijo de Dios y
Salvador” (como Augusto) y, al mismo tiempo,
en “siervo y
víctima” (como el pueblo).
Esta misma “doble
hélice cromosómica” se transmite a las
Iglesias cristianas, que desarrollan dos núcleos
psicodinámicos desequilibrados: uno es auto-divinizante
y potencialmente sádico, dominante y colonialista,
mientras que el otro es servil y masoquista, dispuesto a
inmolarse.
A causa de esta “malformación genética”, no sorprende
que se vaya estructurando la separación entre el Jesús
histórico y el Cristo Resucitado, entre el único
verdadero Redentor y los no genuinos, entre una Iglesia
perfecta (Católica romana) y las demás que son
imperfectas, entre sacerdotes y feligreses, entre ley y
compasión.
Si mi análisis es razonable, parece poco probable que el
Cristianismo consiga deshacerse del
desorden narcisista
entonando un
mea culpa,
celebrando
concilios, reuniones ecuménicas, campañas de
reforma, ascesis personales o proliferaciones de
Iglesias Independientes, cosas ciertamente útiles, pero
no suficientes para curar una patología que no afecta a
algunos elementos del cuerpo eclesial, sino a la
transmisión de una “malformación”.
Observando los “procesos primarios” de las Iglesias
cristianas, mi hipótesis es que el
desorden narcisista
que las caracteriza depende de la presencia
de dos núcleos, uno auto-divinizante, agresivo
e intolerante, y otro servil, frustrado y
tolerante, que hacen oscilar las instituciones
religiosas entre sentimientos opuestos de inferioridad y
grandiosidad, entre pulsiones amorosas y destructivas.
Si los cristianos no van por el mundo anunciando y
poniendo en práctica la liberación emprendida por
Moisés, ello no es debido a su mala voluntad, sino a la
debilidad de un “Yo” que se ha acostumbrado a vivir sin
libertad.
El proceso de liberación que Moisés inicia más de tres
mil años antes no es sólo político sino “mental”, pues
él descarta las soluciones más sencillas y extremas como
el sometimiento al Faraón o bien su eliminación. El
líder maduro no se deja encerrar en la lógica dualista “aut-aut”:
mandar o obedecer; sublevación o capitulación; riqueza o
miseria.
Lo que Moisés inventa, y Jesús repite, es el alejamiento
irreversible de toda contraposición sectaria, comenzando
un Éxodo laborioso que excluye tanto la violencia como
la resignación, teniendo bien en cuenta que en ese viaje
hacia la plena humanización pueden reaparecer la
nostalgia infantil de la esclavitud o de una
tierra toda leche y
miel.
La influencia de Moisés y de los profetas es tan honda
en el Nazareno que él consagra su vida a comprobar que
es posible establecer relaciones afectuosas, paritarias,
comunitarias, empáticas, es decir “no-dualistas” (o
trinitarias). Él rechaza todos los sistemas “dualistas”,
que favorecen el
apartheid entre Dios (o un Hijo suyo), que
es omnipotente y digno de adoración, y todos los demás
seres vivientes, que son pasivos y desprovistos de
valor.
No sólo Jesús sino también sus amigos y amigas ponen su
vida en juego para indicar que hay otra manera de vivir
en este mundo, y no en el más allá, donde no existan ni
triunfadores ni derrotados, ni verdugos ni chivos
expiatorios.
Cada persona, según el Nazareno, contiene una fuerza
liberadora que le permite
“hacer prodigios más
grandes de los que él hizo”, de una forma
misteriosa y discreta, como la
levadura
que hace fermentar una masa inerte, o como la
sal que
da sabor a las relaciones humanas.
Cuando los “discípulos ignoran o mudan sus genes
originales, se vuelven una
sal
inútil. Jesús lo dice de forma incontrovertible (Lc
14,34-35):
“La sal es buena; pero si se vuelve insípida, ¿cómo
recuperará su sabor? Ya no vale ni para la tierra ni
para el abono, de modo que se tira. Quien pueda entender
esto, que lo entienda”.
Luigi
de Paoli
El libro completo puede ser leído
y descargado libremente en Internet:
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