RELACIONES HUMANAS   

                             
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      EL CAMBIO DE COMPORTAMIENTO
 
 

El éxito o fracaso de cualquier tipo de educación -escolar, familiar, empresarial, religiosa- se ha de juzgar por los hechos. Porque por sus obras los conoceréis... y sabréis si están más o menos educados, mejor o peor formados.

 

La auténtica formación se ha de traducir en nuevos y distintos comportamientos, en mejores modos de hacer.

 

No se cambia con sólo proponerlo, con sólo decirlo. La promesa no garantiza el cambio. Un cambio verdadero es aquel que es observable desde el exterior, que incluso podría medirse. El cambio ha de ser cuantificable, objetivo, transitivo.

 

En todo caso, será dudoso y ciertamente poco práctico, el cambio que no trascienda de la persona, que no se convierta en acción ni beneficie a su entorno.

 

Los mejores alumnos no son aquellos que aprendieron tan bien la lección que son capaces de repetírsela a otros. Los mejores de la clase no deberían ser los profesores del mañana sino los mejores profesionales.

 

 

SABER, SABER HACER y QUERER

 

No basta con saber, se necesita saber hacer.

 

No son suficientes los conocimientos teóricos, se han de adquirir unas habilidades prácticas, una competencia profesional. Es la formación que llamamos entrenamiento, adiestramiento, capacitación.

 

La simulación pedagógica es el complemento obligado de la teoría: las prácticas de laboratorio, los problemas, los talleres y seminarios, los casos prácticos y toda clase de juegos y ejercicios didácticos. Todos ellos refuerzan el aprendizaje y obligan a aplicar bien lo aprendido.

 

Al final, todavía, la formación en prácticas, en el tajo, en la empresa, en la realidad.

 

Pero es preciso llegar más lejos, al fondo de la cuestión. Que no radica tan sólo en la formación teórico-práctica sino en la motivación del individuo.

 

Hay que saber y hay que saber hacer. Pero sobre todo hay que querer aprender y hay que querer hacer. Todo eso es necesario para que se produzca el cambio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




 

 

EL PROCESO DEL CAMBIO ARRANCA DE

LA CONCIENCIACIÓN

  

Tratamos de superarnos cuando somos conscientes de nuestras propias deficiencias.

 

Las circunstancias, los que nos rodean, nos marcan unas exigencias, nos dicen lo que debemos ser, lo que se espera de nosotros. Hay que empezar por mirar a nuestro alrededor, para saber lo que se nos reclama. Qué nos piden los nuestros y los otros, el mundo que nos rodea y el que nos cae más lejos.

 

Y el mismo entorno nos descubre también de lo que somos capaces. Porque nos mostrará si nuestra respuesta es o no suficiente, si de hecho solucionamos el problema.

 

La experiencia se convierte así en el espejo mágico que nos desvela lo que somos y lo que debemos ser, la diferencia que va entre lo que soy y lo que debo ser.

 

Silbaremos si todo va sobre ruedas. Sudaremos al enfrentamos a problemas que nos ponen a prueba. Pero son precisamente las experiencias negativas las que nos estimulan al aprendizaje y al cambio.

 

El cambio de comportamiento,

una cuestión personal

 

El cambio de comportamiento es un proceso personal, que nace del propio convencimiento, de su más íntima conciencia, de saber cómo hacer frente a sus responsabilidades.

 

El sujeto del cambio es el único protagonista. De poco sirve el consejo exterior. Ni la experiencia ajena. No hacen mella las recomendaciones paternalistas. Suelen ser contraproducentes las prohibiciones o las advertencias cargadas de amenaza. La función del formador no es sustituir al individuo en su análisis y en su búsqueda de conclusiones.

 

Pero el formador tiene sin embargo un papel que cumplir. Su primera función es apoyarlo personalmente, hacerle ver que está con él, tanto en el éxito como en el fracaso. Y ha de trasmitirle su fe y su confianza. Por supuesto, ha de creer en él y en las posibilidades reales de cambio.

 

El formador puede intervenir en el análisis posterior de la experiencia, siempre que observe varias reglas.

 

Ha de ser sincero, pero ha de manejar su feedback con tacto y delicadeza.

 

Es obligado el optimismo, la esperanza. Ya se sabe, hay que destacar el agua que hay ya en el vaso, antes de ver la que hace falta para llenarlo. Hay que transmitir una visión positiva. Las críticas negativas nunca son constructivas.

 

Quizás sea útil subrayar lo que el sujeto ha descubierto por sí mismo. Debería sugerir más bien los aspectos que el otro no ha visto.

 

Ha de ser muy objetivo en su análisis, refiriéndose a hechos (“has dicho”, “ha pasado esto”), sin caer en la trampa de la personalización (“eres tal o cual”). Porque si se “es” de una determinada manera, se abren pocas esperanzas de cambio.

 

 

Las metas, difíciles pero alcanzables

 

El formador tiene además como misión la de propiciar las condiciones para que se produzca esa toma de conciencia. En muchas ocasiones, poniendo al sujeto frente a una experiencia simulada, controlada.

 

La concienciación ha de ser justa y medida. Cuando la prueba descubre que hay demasiada distancia entre el ser y el deber ser, el individuo tiende a desistir del empeño y a caer en la tentación de la desesperanza. Una meta imposible me paraliza, Yo quiero moverme y cambiar cuando tengo la sensación de que puedo hacerlo.

 

Si por el contrario la prueba es muy fácil, no producirá movimiento, porque el ser y el deber ser están muy próximos. Habrá confirmación.

 

Las experiencias positivas nos inducen naturalmente a repetir el comportamiento, hasta convertirse en buena costumbre. Que no hay que confundir con el puro conformismo, que rehuye investigar nuevos caminos y se refugia en la rutina aprendida. 

 

Los retos han de ser siempre difíciles, pero alcanzables. Somos capaces de comernos toda una vaca, aunque sea filete a filete.  

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  


 

 

 

 

 

La labor formativa,

en todos los ámbitos de la vida

Hemos hecho referencia expresa y continua al formador, cuando habríamos podido referirnos indistintamente a los padres que quieren educar a sus hijos, a los empresarios que tratan de formar a sus colaboradores, o incluso a los catequistas que se esfuerzan por orientar a su grupo.

 

Vale también lo dicho para todos aquellos profesores que no se contentan con enseñar y pretenden que sus alumnos realmente aprendan.

 

El cariño de la familia facilita el marco ideal para un primer aprendizaje, donde se aceptan sin vergüenza los fallos, porque todo queda en casa.

 

En las aulas –escolares o empresariales- se simula el mundo exterior, se experimenta con pólvora. Y el alumno cae en la cuenta de sus lagunas y llega a saber lo que no sabe.

 

En cualquier otro ámbito, la experiencia se libra con fuego real. Se pagan caros los fallos. Son las cornadas de la vida, de las que hay que aprender, sobre todo para evitar que se repitan.

 

LA CONVERSIÓN DEL CRISTIANO

 

La conversión personal es esa asignatura siempre pendiente de todos los cristianos. Arrepentimiento, contrición, propósito de la enmienda... Con frecuencia nos proponemos la superación de pequeños errores. A veces incluso queremos cambiar sustancial-mente de rumbo.

 

El primer paso es desde luego mirar a nuestro entorno más próximo, sin perder de vista al ancho mundo. El norte de la conversión es el mandamiento de la caridad.

 

No es el camino de la perfección, ni la búsqueda de una etérea santidad, sino las manos vacías que nos levantan quienes nos rodean.

 

El cambio personal vendrá cuando nos enamore y motive la utopía de cambiar este mundo. 

 

Es nuestro deber construirnos una sana conciencia, que se queje de los fallos fundamentales y que no se deprima por las faltas superficiales. Que sepa apreciar los problemas de fondo y no tome apenas en cuenta los detalles formales.

 

El cambio de comportamiento vendrá después de una seria concienciación y si nos planteamos unas metas realistas, difíciles pero alcanzables. 


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