ACTITUDES
COOPERATIVAS
frente a
ACTITUDES
COMPETITIVAS
La teoría
de juegos nos enseña que en la vida se producen dos tipos de
juegos contrapuestos.
Por una
parte, hay juegos competitivos, en los que para que uno
gane, el otro ha de perder. Son los juegos que suman cero,
lo que uno gana, lo pierde el otro. Es la regla del boxeo.
Hay vencedor, por KO o por puntos, y hay perdedor.
Vencedores y vencidos.
Pero hay otros muchos juegos que no son competitivos. Son
los juegos de suma no nula, que no suman cero. Ganan
todos o pierden todos. Son los juegos cooperativos.
Nos creemos sin embargo que todos los juegos que nos plantea
la vida son competitivos.
Hemos identificado la palabra “ganar”, con ganar a otro, con
ganar a costa de otro.
Cuando, en realidad, de la forma que más se gana, es
trabajando en equipo, colaborando unos con otros por el bien
común.
Ganar no es sinónimo de ganarlo “todo”, cuando basta con
ganar una buena parte. Lo mejor es enemigo de lo bueno.
Una actitud vital moderada ve con complacencia el éxito
compartido. Las actitudes agresivas, maximalistas, que no se
contentan con ganar bastante, ni lo suficiente, suelen
terminar siendo competitivas. Y no se contentan con ganar ni
siquiera mucho, sino el que más, más que los otros.
La postura verdaderamente inteligente es la actitud
constructiva, cooperativa, la del que quiere y trabaja por
el bien común. Es una actitud generosa y solidaria, aun
queriendo por supuesto participar del éxito del equipo.
Nos han educado, según se dice, en la competencia más feroz.
Pero la postura puramente competitiva es del todo
indecorosa, máxime si se defiende con el argumento indigno
de que si no gano yo, aquí no va a ganar nadie.
En un mundo de pillos nadie gana.
Con demasiada frecuencia, el pillo se encuentra con otro
pillo y ambos salen escaldados. La ambición rompe el saco.
Para que el timador tenga éxito, los demás tienen que ser
confiados.
Es
paradójico, pero nadie más que un desalmado desea que los
otros sean buena gente.
Porque si todos van a engañar, si todos salen a ganar sólo
ellos, ya se sabe lo que resulta. Todos salen perdiendo. No
habrá bien común, si la bolsa del fraude fiscal se agranda
hasta el infinito. Cuando la corrupción es generalizada, se
hacen incluso inútiles las ayudas exteriores. En un mundo de
guerras y muerte, todo se gasta en armas de mutua
destrucción.
La estampa idílica del pueblo en el que nadie cierra su
casa con llave y deja el coche abierto “porque aquí no hay
peligro de robo” va quedándose en leyenda, digna de
recordar. Una imagen más actual es, por desgracia, la de la
urbanización con barrera y vigilante, viviendo entre rejas y
sin que nadie se fíe de nadie.
Todos reconocen que es mejor cooperar que luchar entre sí.
Confiar es arriesgar.
El acto de confianza supone una actitud abierta,
cooperativa, no conservadora, arriesgada. Pero la confianza
se gana poco a poco, arriesgando en situaciones y cantidades
cada vez más importantes.
El hombre confiado es el que arriesga moderadamente. El
audaz arriesga por encima de lo que marca la prudencia. El
ingenuo arriesga sin límite, inconscientemente.
Es una suerte disponer de una familia, de un grupo de
auténticos amigos, de una comunidad, de cualquier ámbito
privilegiado donde nos podamos mover confiadamente.
La actitud más generosa aparta la envidia y se alegra con el
éxito, a veces exclusivo, de los demás.
Y trabajar desinteresadamente por el bien de los demás
desemboca en un bien común, que finalmente es compartido por
todos, nosotros inclusive.
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